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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El colapso del globalismo (y 2)

Emilio de Miguel Calabia el

Dos aspectos de la globalización importantes para comprender los desastres que vinieron después fueron su concepto de los mercados financieros y su aproximación a la deuda.

Con respecto a los primeros, trataron el dinero como si fuese una mercancía más. Por consiguiente, había que hacer como con el resto de las mercancías: abrir los mercados y que se moviese por el mundo libremente. El problema es que el dinero no es una mercancía más. En 1970 el dinero en circulación valía seis veces más que la economía real sobre la que se sustentaba. En 1995 representaba cincuenta veces más y subiendo. Llegó un momento en el que los mercados financieros se desligaron del mundo real, empezaron a crear dinero de la nada y ese dinero acabó yendo a la especulación, a la creación de burbujas y a inversiones muchas veces improductivas.

En lo que se refiere a la deuda, algo del moralismo religioso de Cobden y Bright subsistía en los globalizadores que impusieron como algo sacrosanto que existe el imperativo ético de que las deudas se pagan. En un momento dado, cuando se hizo evidente que muchos países del Tercer Mundo no podrían pagar sus deudas, la solución hubiera pasado por crear para los Estados un procedimiento semejante a las bancarrotas de los particulares, de manera que pudieran hacer borrón y cuenta nueva. Pero ello habría implicado cargarse a los intermediarios que hacían dinero comprando con descuento la deuda de esos países. El principio de que lo ético es pagar tus deudas, por cierto, no se aplicaría en la crisis de 2008 a los bancos. Ahí el principio fue: tus deudas se las puedes traspasar al Estado.

Los años 80 y la primera mitad de los 90 fueron el momento álgido de la globalización. La desregulación y la privatización avanzaban por doquier. Los tratados de libre comercio eran la moda del día. Los Estados recortaban impuestos, sobre todo a los ricos y a las empresas, para que generasen más riqueza. Al mismo tiempo, desprovistos de ingresos fiscales, los Estados reducían sus grandes programas e iban convirtiéndose en enanitos cada vez menos eficientes. Mejor aún, las Administraciones públicas empezaron a adoptar las prácticas del sector privado y sus palabros. “Dirección por objetivos” es uno de mis favoritos.

Para Saul, el estallido de la guerra de Yugoslavia en 1991 mostraría que no todo se reducía a la economía y el comercio como querían los globalistas. El nacionalismo había hecho su aparición, o más bien su reaparición, en escena. Lentamente se fue poniendo en evidencia que había una desconexión entre los mundos de Yupi que vendían los economistas neoliberales y la vida real que vivían los ciudadanos. Rusia tuvo una transición traumática del comunismo al capitalismo, África se fue por el desagüe a base de ajustes impulsados por el FMI, los salarios reales empezaron a estancarse, mientras que las ganancias de capital se llevaban una parte creciente del pastel, las tasas altas de desempleo y el subempleo se hicieron crónicas, pero los ideólogos afirmaban que sólo había que esperar un poco más y reforzar la dosis de la medicina globalizadora para que todo fuese bien.

El punto de inflexión de la globalización fue 1995. Ahí alcanzó la cima. De ahí vendría la cuesta abajo. Ese año se creó la Organización Mundial del Comercio con un planteamiento puramente neoliberal; además, de propina, la propiedad intelectual se incluyó entre sus atribuciones. Poco antes, México se había presentado como un caso de éxito, de cómo un país, aplicando las nuevas reglas podía dejar atrás las crisis del pasado y embarcarse en una nueva ruta. El optimismo era tan grande que la OCDE lanzó las negociaciones para la conclusión del Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI), un acuerdo que otorgaría a las transnacionales todos los derechos y a los Estados todas las obligaciones.

México, el alumno modelo, sufrió el tequilazo en diciembre de 1994. Dos años y medio después fue el turno de los países asiáticos. Lo más notable de la crisis asiática fue que Malasia decidió pasar de los consejos del FMI y aplicar algunos controles de capital. Frente a los vaticinios del FMI de que no siguiendo sus consejos el país se iría al infierno, resultó que Malasia fue el país de la región que salió mejor parado de la crisis. El prestigio del FMI nunca se recuperó del todo de la debacle asiática. No era la primera vez que se equivocaba, pero sí que fue la primera vez que le salió un alumno respondón, que luego resultó estar acertado.

Lentamente fue instalándose el malestar, a la vez que surgía una pregunta insidiosa: “¿Por qué la sorprendente y continua expansión del comercio no generaba un crecimiento económico amplio, distribuía la riqueza y reducía el desempleo?” Para responder a los escépticos, existe un muy cacareado informe del economista español Xavier Sala i Martí, que ha sido muy empleado por los globalistas, que señala que la pobreza (número de personas viviendo con menos de 1$ al día) había caído hasta la cifra de 350 millones de personas. También había bajado el número de personas que ganaba 2 dólares al día.

Saul desmonta el informe implacablemente. Las mayores reducciones en los niveles de pobreza se habían producido en la India y China, dos países que no habían seguido las recetas globalistas. Otro ejemplo es Botswana, cuyo índice de pobreza cayó al 1% y el de personas que ganan 2$ al día al 9%. ¿Cómo consiguió ese éxito? Tiene una mina de diamantes muy rentable, una población decreciente por efecto del sida, lo que significa menos personas para repartir la riqueza, y un gobierno razonablemente eficaz. La globalización no ha tenido nada que ver con la reducción de la pobreza en Botswana. En todo caso, hay algo que no va con las cifras: un informe del Banco Mundial de 2004 calculaba que había 1.100 millones de personas que vivían con menos de 1 dólar al día. ¿Qué había sucedido? No soy experto, pero me pregunto si al final no será cierto aquello de que hay mentirijillas, mentiras gordas y estadísticas.

La gran llamada de atención fue la reunión que la OMC celebró en Seattle en 1999, cuando las protestas anti-globalistas en las calles tuvieron más eco que lo que ocurría en los pasillos de la reunión. Fue entonces cuando los medios de comunicación dejaron patente el divorcio que había entre los tecnócratas globalizadores y las poblaciones a las que gobernaban. No obstante, algo más importante había ocurrido el año anterior, pero, como no hubo barricadas, pasó más desapercibido: el parón a las negociaciones del AMI. El parón se produjo cuando varios gobiernos propusieron que el Acuerdo incluyera reglas vinculantes sobre derechos laborales y medio ambiente. De pronto, los líderes políticos cuestionaban los anuncios optimistas e ideológicos de los simpáticos globalizadores. El entonces Ministro de Finanzas francés, Dominique Strauss-Kahn lo resumió muy bien: “Nadie negociará después del AMI de la manera que se hacía antes… Los ciudadanos ya no aceptarán que se los gobierne como lo fueron en el pasado”.

De pronto se pudo empezar a criticar a la globalización. En 2000 Joseph Stiglitz no tuvo empacho en decir ante la Asociación Económica Americana que “la liberalización de los mercados de capital no sólo no ha traído a la gente la prosperidad que se les prometió, sino que ha traído estas crisis, con salarios que han caído un 20 y un 30% y el desempleo multiplicándose por dos, tres, cuatro o diez.” Sorprendentemente recibió una gran ovación. Empezaba a ser un secreto a voces que el emperador (la globalización) estaba desnudo.

Para Saul, el 11 de septiembre de 2001 puso de manifiesto que la política, el nacionalismo y la violencia no habían desaparecido. Creer que el mundo y la sociedad se podían analizar preponderantemente bajo el prisma de la economía, resultó ser un espejismo.

La edición original del libro es de 2005. La edición de 2018 incluye un nuevo prólogo y un nuevo epílogo.

El epílogo se hace una pregunta clave: si para 2005 el globalismo había caído en el descrédito, ¿cómo fue que la gran crisis de 2008 no nos llevó a cambiar de paradigma y a enterrar definitivamente el globalismo igual que en los setenta habíamos enterrado a Keynes? La posición que triunfó fue que si ayudábamos un poquito a los bancos y reintroducíamos unas cuantas regulaciones, el globalismo podría volver a funcionar. No hubo un intento serio de buscar un nuevo sistema.

Los políticos, más tecnócratas que líderes, fueron incapaces de imaginar un sistema diferente de aquél en el que se habían formado. Aquéllos que hubieran debido asesorarles y tratar de formular un nuevo sistema, tenían demasiados intereses creados en el antiguo como para cuestionarlo. Los profesores de teoría económica, las escuelas de negocio, los consultores eran como viejos teólogos tomistas compartiendo la Summa Theológica y llamando hereje al que no la siguiera. Nadie tenía interés en decir que la ideología globalista había fracasado.

Las clases políticas tradicionales no saben dar respuestas que se salgan de la ortodoxia globalista y, como consecuencia, los votantes se dirigen a políticos populistas que, al menos, tienen un discurso nuevo y refrescante (que sea realizable y veraz es lo de menos cuando el votante está muy cabreado). El nacionalismo y la política han vuelto a surgir como los motores principales del mundo; ya no se cree que sea la economía sola la que mueva los resortes de las cosas. Es más, como la guerra comercial entre EEUU y China muestra, la economía y el comercio pueden ser reclutados por la política. Terminaré con unas palabras de Saul al final del libro:

“Hay una necesidad desesperada de repensar las relaciones sociales. El trabajo. Los modelos de vida. No es complicado. Lo hemos hecho antes (…) Todos pueden ver ahora que las aproximaciones globalistas de las cuatro décadas pasadas estaban anticuadas. Y la mayor parte de nosotros podemos ver que el terreno se ha desplazado. La clave para tratar con esta crisis no es reconstruir las estructuras arcanas de las últimas cuatro décadas basándose en las viejas asunciones. Tampoco es la clave reinventar las estructuras que precedieron a las de la globalización. Tenemos la oportunidad de construir un tipo de riqueza más sofisticada, basada en el equilibrio de las necesidades sociales, medioambientales y del mercado. Esto podría fácilmente ser el proyecto del siglo.”

 

 

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