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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

¿De qué hablo cuando hablo de escribir?

Emilio de Miguel Calabia el

Para mí, escribir es como montar en bici. Sé que lo hago, pero no sé bien cómo lo hago y casi que prefiero no saberlo. Una vez, un gran maestro de escritores, Angel Zapata, me dijo que desde que se puso a reflexionar sobre la escritura y sus técnicas, había perdido creatividad. Uno no puede ser espontáneo, cuando tiene metido en la cabeza un manual de instrucciones sobre cómo escribir bien. Y al mismo tiempo si escribes sin tener en cuenta las reglas del oficio, lo más probable es que te salga una redacción de la que se avergonzaría un alumno de primaria o “El cielo raso” de Alvaro Pombo (vale, reconoceré que le tengo manía). Aquello de que si le das a un chimpancé una máquina de escribir y tiempo infinito tarde o temprano (más tarde que temprano) escribirá las obras completas de Shakespeare, no pasa de ser una humorada de un científico que tenía mucho tiempo entre las manos. Un chimpancé o un humano que ignore por completo las reglas de la composición literaria acabará escribiendo un galimatías en el mejor de los casos o la Ley General Tributaria en el peor.

Para mí, lo más divertido de escribir es imaginar el arranque del relato. Es el único momento del proceso creativo donde te asemejas a Dios. Eres absolutamente libre, la página en blanco es una matriz preñada de posibilidades de la que puede salir cualquier cosa, desde una obra maestra hasta un bodrio. Generalmente me sale lo segundo, pero de eso no me entero hasta que no he llegado a la página diez y ya es demasiado tarde para rectificar.

Cualquier cosa que veo u oigo puede desencadenar el click que hace que me siente a escribir. Por ejemplo:

“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un elefante de un metro diez de estatura, lo que le pareció notoriamente insuficiente. Gregorio Samsa había creído hasta aquel día que cuando se sufre una metamorfosis, uno amanece convertido en una suerte de escarabajo monstruoso. Se sintió estafado y si hubiera tenido en ese momento papel y pluma y manos en lugar de aquellas patas que parecían paragüeros, habría escrito una carta de protesta a Franz Kafka.”

Me he divertido mucho escribiendo este párrafo. Escribir inicios de relatos es de lo más divertido que hay. Lo malo es que los relatos son como los hijos. Te lo pasas muy bien con ellos en los inicios, pero luego crecen y se convierten en adolescentes llenos de granos (los hijos, no los relatos).

Los relatos piden a gritos que los desarrolles y les des un final coherente. Una vez has escrito el primer párrafo, descubres que has perdido una parte importante de tu libertad creadora. Tú marcaste las reglas de juego en el primer párrafo y ahora esas reglas de juego te constriñen y te fuerzan la mano. En el ejemplo que he puesto, descubro que ya no puedo reconducir la historia para convertirla en un alegato de denuncia social, ni presentarla a un concurso de historias de amor (a menos que consiga meter a una elefanta en celo en el cuento, lo que resulta difícil, porque el pasillo de la casa de los Samsa es estrecho y lo más que caben son escarabajos monstruosos y, tonto de mí, me he vedado esa posibilidad desde el mismo inicio).

El desarrollo de la historia es la parte más difícil y encima es la que más dura. Igual que un matrimonio, que todo lo divertido se produce en los primeros quince días. No son pocas las historias mías que han descarrilado porque no supe encauzarlas. En cierta ocasión escribí una novelita sobre un grupo de mercenarios griegos que acompañaban a Alejandro Magno y se perdían en las tierras de los escitas. Pues bien, a mis pobres griegos les hice andar como dos mil kilómetros en vano y asaltar la ciudad de Cirópolis por tontería. Allá por la página doscientos me di cuenta de que lo que tenía entre las manos se parecía más a un cuento de Monterroso que a “Guerra y Paz” y que podía suprimir cien páginas sin que la historia sufriera.

Dentro del desarrollo, lo que más odio son los que denomino “los párrafos de enlace”. Son párrafos insulsos y de relleno, pero que cumplen una función ineludible: unir las escenas claves del relato. Por ejemplo, puedo escribir una escena en la que la madre de Gregorio le cuenta el terrible secreto familiar de que a los veinticinco años todos los Gregorios de la familia se convierten en lepidópteros, arácnidos, coleópteros y especies semejantes aptas para ser clavadas con un alfiler en un corcho o metidas en un frasco de formol. Ahí seguiría una discusión apasionada en la que Gregorio le preguntaría a su madre por qué no le pusieron al nacer un nombre menos tendente a la metamorfosis, como Tiburcio, Rigoberto o Pepe. En la siguiente escena veríamos a Gregorio intentando convencer a un comité de sabios de que él en realidad no es un elefante, sino que pertenece al orden de los coleópteros. Me he divertido mucho escribiendo estas dos escenas pero… ¿qué le podría responder la madre a Gregorio a propósito del nombre? ¿por qué Gregorio desea una reasignación de género animal? ¿cómo se produce la convocatoria del comité de sabios? Ahí entran los párrafos de enlace que me aburre tanto escribir. Algún día seré rico y tendré un negro que me los escriba, pero entre tanto…

A menudo la conclusión es lo segundo que se me ocurre, justo inmediatamente después del arranque. Si me dedicara a escribir microcuentos, sería feliz, porque no necesitaría mayor desarrollo y en cinco minutos los habría terminado. Lo malo es que en una novela, entre el divertido párrafo inicial y el párrafo final de la conclusión pueden mediar 380 páginas que hay que emborronar de alguna manera.

La conclusión de un cuento tiene algo de declaración de amor. Uno ha cortejado a una persona durante semanas y llega el momento de decirle que la quiere. Un mal paso, la elección del momento equivocado o un acceso de halitosis pueden frustrar el cortejo tan arduamente llevado. Bueno, tal vez este símil no sea tan bueno en los tiempos de Meetic y de Tinder, pero espero que lo entiendan todos los mayores de cincuenta años.

He visto malograrse muchos cuentos en el momento de la conclusión.

A veces el autor se cansa de la historia y decide cerrar las tramas de cualquier manera y ponerle punto final a la carrera. Un buen ejemplo de esto es “Criptonomicón” de Neal Stephenson, una novela excelente de 1.077 páginas en la que parece que el autor se hartó y decidió cagarla en las últimas treinta páginas.

Otras veces el cuento ha adquirido vida propia y se niega a concluir de la manera que tenía pensada el autor. Exige un final diferente al que tenía imaginado su creador. Es como el hijo que quiere hacerse pintor, cuando el padre quería que se dedicase a la abogacía. El final de “La fiesta del chivo” de Vargas Llosa, me decepcionó. La historia de la redención de Urania Cabral mediante el relato a su tía de lo que le pasó, me pareció barata. Supongo que Vargas Llosa imaginó contar el final de la dictadura de Trujillo, enmarcado por la historia de Urania Cabral. Pero la novela creció más de lo esperado y de alguna manera se come a Urania, cuyo destino a la postre le resulta indiferente al lector. Posiblemente sea un caso de estructura novelística que quiere ir por un lado y autor que insiste en meterle con calzador un final distinto.

Finalmente, hay un tercer caso en el que se ve que el autor no había pensado con claridad cómo terminaría la historia y acaba poniéndole un final ficticio e incongruente. Mi ejemplo favorito es “Los hermosos y los malditos” (“The beautiful and the damned”, no encuentro una traducción al español que le haga justicia a la bella sonoridad del título) de F. Scott Fitzgerald. La novela cuenta el descenso a los infiernos de la pareja glamourosa compuesta por Anthony Junior y Gloria. El libro posee una lógica interna, cuyo desenlace sólo puede ser la destrucción moral y física de los protagonistas. Justo en el último capítulo Anthony gana el juicio que le permite acceder a la herencia de su tío millonario. La novela termina con Anthony rico y demente, cuando hubiera debido terminar con Anthony pobre y demente (la demencia es un problema menor cuanto uno es rico). Posiblemente este final postizo no lo escribiera Scott Fitzgerald por un error de planteamiento. Tal vez viera tan reflejada en la historia de Anthony y Gloria la suya con Zelda, que decidiera darle a su protagonista una buena herencia para acolchar su caída.

Y de esto es de lo que hablo, cuando hablo de escribir.

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