Emilio de Miguel Calabia el 17 feb, 2023 Cuando salió de la iglesia, aunque no había llovido, había un arco iris en el cielo. Alberto pensó en Noé y en la promesa que le hizo Dios, que ahora no recordaba cuál era, pero no importaba, porque Dios nunca olvida y siempre cumple sus promesas. – ¿Crees que Dios puede enviarte señales? – Creo que te puedes sugestionar y ver fantasmas donde no los hay- respondió Begoña, que cada vez encontraba a Alberto más raro. En lugar de estar hablando de hipotecas y de fútbol, le había dado por hacer preguntas extemporáneas a todo momento. – ¿Y si no fueran sugestiones, sino la verdad? – Mira, si vas a seguir con esas tonterías, me levanto y me voy.- A Alberto no le habría importado que se hubiera ido, pero eran viejos clientes del restaurante y tampoco quería dar la nota. – Está bien. Paro. ¿De qué te apetece que hablemos?- Por primera vez, no había zanjado la discusión con un beso en los labios, sino de la manera expeditiva con la que se deshacía de los procuradores pelmazos en el juzgado. No sabía lo que Dios quería de Él, pero resultaba evidente que Begoña no entraba en ese camino al que el Señor quería conducirle. Cortó con ella una tarde que estaba aburrido. A ella no pareció importarle mucho. Hacía tiempo que le notaba raro y a su empresa acababa de llegar un ingeniero alemán rubio y de ojos azules, que estaba soltero. Con Begoña fuera de su vida, descubrió que para vivir no necesitaba cenas de amor y lujo en restaurantes buenos, ni fines de semana en paradores que te hacían precios especiales, ni tan siquiera necesitaba ese meneo de riñones que era el sexo burocrático que tocaba cada sábado. La vida era simple, no hacía falta complicarla. Y ahora, en esa simplicidad donde su unica distracción era ir a la iglesia de San Sebastián, toda su preocupación era saber qué era lo que Dios le estaba pidiendo. Siguió yendo a la iglesia con regularidad para rezar el rosario, pero Dios no volvió a manifestarse. Se ve que Dios tiene poca paciencia para los tibios de corazón, los irresolutos, los inseguros, los que no ven las pruebas que tienen delante, los que le tientan pidiéndole señales, los que no leen el Evangelio y los que lo leen con ideas preconcebidas. Tal vez Dios no fuera el Señor acogedor que siempre había pensado, sino que tuviera algo de portero de discoteca mal encarado. Apenas lo hubo pensado, se arrepintió. Dios es inefable y es absurdo pretender entenderlo con criterios humanos. Fue en el momento en que pensó eso, que la imagen de San Sebastián sonrió, como diciéndole “yo sí que conozco la voluntad de Dios,” que es lo menos después de haberse dejado asaetear por ese Señor, que a veces era terrible y le daba por arrasar Sodoma y Gomorra y otras tan misericordioso que entregaba Su Propio Hijo a los humanos, aun sabiendo el tipo de cabrones que eran. La sonrisa de San Sebastián decía eso y muchas cosas más. Por ejemplo: “¿A qué esperas? ¿Cuántas señales más necesitarás para dar el paso?” Al día siguiente se dirigió al cura de su parroquia para decirle que quería hacerse sacerdote. Dar el paso hubiera debido traerle sosiego, pero la etapa del seminario se le hizo dura. Parecía que Dios hubiese optado por esconderse. No le sentía cerca como antes. Leía a San Anselmo, a Santo Tomás de Aquino y le parecían áridos. Escribían hermoso, pero Dios no estaba allí, al menos no en la forma en que lo había sentido en la iglesia de San Sebastián. Se sentía solo entre los veinte seminaristas que eran buena gente, pero parecía que ellos lo tenían todo mucho más claro que él y eso que ninguno le refirió nada de señales, ni portentos, sino que le hablaban de cosas más triviales como que se metieron en el seminario después de haberlo rumiado mucho y de haber decidido que querían seguir a Cristo. Sí, era loable y seguramente serían mucho mejores sacerdotes de lo que él sería nunca, porque él… Cuando sus pensamientos iban por esos derroteros, le entraba una tristeza oscura. Entonces añoraba la sonrisa de San Sebastián. Al salir del seminario le encomendaron una parroquia modesta en un barrio también modesto, donde la gente era modesta y no solía ir a la iglesia. Pronto conoció a su grey, unas cuantas beatas de más de cincuenta y un par de jubilados simpáticos que se lo llevaban los miércoles a jugar al tute. Hizo un intento de crear un coro en la parroquia con algunos jóvenes que estuvieron asistiendo unas pocas semanas, creyendo que aquello era una asamblea de los Testigos de Jehová, que es lo que tienen las iglesias posconciliares, que uno no sabe si son templos, hangares o baluartes de algún conventículo extraño; y los curas progres vestidos de vaqueros tampoco ayudan mucho a deshacer el equívoco. Ésa era, por cierto, la posición de Alberti que, por acercarse a sus potenciales fieles, había dado en vestirse de manera que parecía más un artista fracasado que un cura y había comenzado a soltar tacos, en la convicción de que eso le hacía menos distante. También intentó crear un grupo de boy scouts con los nietos de los pocos feligreses que acudían a misa, pero los candidatos salieron huyendo después de la primera reunión, entre quejas de que aquello había sido una encerrona de sus yayos. Pasaron los años. Si la fe mueve montañas y Dios recompensa a los hombres de fe acendrada y sólida, la suya debía de ser tibia y pequeñita. Leyó “El cura de campaña” de Bernanos y allí se encontró al médico ateo que cada noche le reza al Dios en el que no cree para que le dé fe. Ese médico tenía más fe que él. Se suicida porque no consigue la fe y él, que la tenía, era incapaz de sentirla con tanta pasión. Su fe era una vela parpadeante que en cualquier momento se podía apagar. Hasta cuando dormía, sus sueños eran pedestres y mediocres. Por ejemplo, se veía en una llanura gris, cubierta con un cielo encapotado. No hacía ni frío, ni calor y la lluvia amenazaba, pero no acababa de caer. Caminaba y caminaba por la llanura, sin objetivo. Fin del sueño. O bien se veía en una casa insípida, de paredes desnudas y muebles de Ikea. Estaba leyendo un manual de contabilidad. Fin del sueño. Aquella noche fue diferente. Soñó con un arcoiris, que nacía en las profundidades del cielo y venía a descansar sobre su cabeza. Estaba en una colina. Sabía que había mucha gente alrededor, entre los árboles, aunque no les pudiera ver. Entonces vio a San Sebastián idéntico a como lo había visto aquella vez hacía muchos años. San Sebastián le sonreía y le guiñaba el ojo y le decía algo que no llegaba a escuchar, pero que sabía que era alegre. Se despertó sonriendo. Estaba contento por primera vez en muchos años. Mientras se desperezaba pensó en la casualidad. Justo esa mañana le llevarían la imagen de San Sebastián que había pedido para la parroquia. Las casualidades no existen. El Señor estaba detrás, sin duda, aunque no pudiese saber aún lo que quería. A media mañana llegó el operario con la imagen. Era un inmigrante serbio, alto, de pelo muy rubio y ojos color cielo. A través de la camisa se medio apreciaban unos músculos recios y firmes. Esta vez la señal del Señor fue inconfundible. 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