Emilio de Miguel Calabia el 14 feb, 2023 La felicidad es eso que nos ocurre cuando no la estamos buscando. Eso le dijo su hermano Pedro cuando se casó con una chica a la que había conocido en la parada del autobús. Él buscó a Begoña desde que la vio entrar en el juzgado con una carpeta llena de papeles bajo el brazo. Pero, ¿y ahora? Tenía todos los mimbres para ser feliz y no lo era. Tal vez estuviera buscando la felicidad con demasiado ahínco. O lo mismo la tenía delante de los ojos y no la veía. A veces, cuando le daba el bajón, que solía ser en la media hora previa a la salida, contaba sus bendiciones: tenía una novia guapa que le quería; sus padres estaban bien de salud y vivían a una distancia tal que ir a visitarlos los fines de semana no implicaba preparativos como si se fuera a ir al Everest, pero tampoco tan cerca como para que hubiesen adoptado la rutina de dejarse caer por su casa al final de la tarde, cuando la carga del matrimonio de treinta años se hace más pesada y hace falta un tercero en forma de hijo o amante para sobrellevarla; tenía un piso de cien metros en propiedad que en el 2045 sería plenamente suyo; no tenía problemas de salud y los resultados de sus análisis le hacían fantasear con la idea de llegar a los noventa como su abuelo Federico,- teniendo treinta y pocos, vivir hasta los noventa se le antojaba casi como vivir eternamente, ya que aún vivía en esa edad en la que sólo se mueren los otros, le pagaban un sueldo excesivo para lo que de verdad hacía, pero más que suficiente para comprarse sobrecitos de jamón ibérico del bueno y hacer una escapada mensual con Begoña a algún lugar romántico con parador o con antiguo convento convertido en hotel boutique. En algún momento sintió que ese elemento de la felicidad que se le escapaba era algo que tenía en la punta de la lengua, algo que quería ser dicho, pero que se escondía en la laringe tan pronto lo quería pronunciar. Alberto era una suerte de gato de Schrödinger de la felicidad porque sabía y no sabía qué era eso que le faltaba. Pero cada vez que se ponía a cavilar, ganaba la parte del no saber y seguía en la inopia. – ¿Somos felices?- le preguntó inopinadamente a Begoña una noche en el parador de Sigüenza, donde había una oferta por la que pagabas una habitación simple y por el precio te daban una doble con desayuno incluido. Para Begoña la felicidad era lo que estaban viviendo en ese momento y la perspectiva de una boda de blanco y de uno o dos niños más adelante. La felicidad era la felicidad y no había más que hablar. – Sí, somos felices. Alberto la besó con fuerza en los labios. Era el premio por haber sabido responder. No, era un movimiento reflejo, una respuesta pavloviana. Cuando tu pareja dice lo correcto, la besas en los labios. Begoña, aliviada por ese beso, se olvidó de hacerle y hacerse la pregunta clave de por qué uno se pone a hacer preguntas raras, cuando está cenando pularda en un parador donde le han hecho una oferta. Pero las preguntas complicadas no se anulan a base de besos. Los besos sólo sirven para demorar la respuesta. Cuando uno ha empezado a preguntarse si es feliz, es porque la respuesta es que no. Alberto decidió recuperar una costumbre que había tenido hasta los veinte años: ir a rezar el rosario a una ermita o a una iglesia un poco retirada, cuando algo le inquietaba. El tacto de las cuentas del rosario en los dedos, el rostro sereno de la imagen de la Virgen, la semioscuridad del templo, todo eso le serenaba y le hacía sentir que había otro mundo, del que la iglesia era una sucursal, sin problemas, ni ansiedades, un mundo de paz pura. El cielo debía de ser así. Escogió la iglesia de San Sebastián, que la habían construido en un barrio de nueva ampliación allá por los años 70, cuando las familias tenían muchos cristianitos y parecía que a veinte años vista harían falta muchas iglesias para celebrar bodas y bautizos y garantizar los servicios divinos a la nueva generación de cristianos que vendría. Cuando la construyeron, aún estaba fresco el Concilio Vaticano II y el aggiornamiento que trajo se tradujo en iglesias de ladrillo y hormigón, que parecían diseñadas por un sobrino torpe de Le Corbusier, en las que la cruz sobre el altar portaba a un Jesucristo estilizado y un tanto abstracto, que más que sufrir parecía que estuviera pensando en la deconstrucción de la Creación. A Alberto esa iglesia que no se diferenciaba mucho de un polideportivo le producía paz. Saber que uno podía encontrarse con Dios en un sitio feo y desolador, era la mejor prueba de que Dios existe y está en todas partes. Aquella tarde la iglesia estaba tan solitaria, que ni había un mendigo en la puerta, ni una viejecita bisbiseando oraciones en el tercer banco. La luz encendida del Sagrario, en cambio, anunciaba que Dios seguía ahí, que para Él tan importante era un fiel como cien. Alberto entró, tomó agua bendita, se persignó, se arrodilló en el tercer banco,- justo en el sitio donde la beatita hubiera debido de estar-, y comenzó a rezar. Estaba finalizando el quinto misterio doloroso, cuando sintió como un vahído y la impresión de que alguien le hablaba, pero no con palabras; no era un mensaje compuesto por sonidos, sino una emoción, la sensación de que alguien quería que supiese que cuidaba de él, pasase lo que pasase. No supo por qué, sintió el impulso de mirar hacia la hornacina de la derecha, la que tenía la imagen de San Sebastián amarrado al árbol, asaeteado y sangrante, pero aun así mirando al cielo con arrobo, sabiendo que ocurriría lo que Dios quisiese y que sería lo mejor para todos. De pronto, la imagen bajó la cabeza y durante unos segundos San Sebastián le miró fijamente, le guiñó un ojo sonriendo y volvió a su posición original. Lo fácil hubiera sido pensar que había sido una alucinación, pero Alberto sabía que había sido real, que el Señor le había mandado una señal. Pero, ¿qué señal? Si hubiese sido la Virgen la que le hubiese guiñado el ojo y sonreído, todo habría estado más claro, pero con San Sebastián todo era más ambiguo. Hubiera querido pedirle al Señor una repetición de la señal, pero uno no tienta Dios. Dios maneja sus signos como quiere y si uno no los sabe interpretar, es su problema. Mis cuentos Comentarios Emilio de Miguel Calabia el 14 feb, 2023