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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La poeta que escribía versos libres (3)

Emilio de Miguel Calabia el

Más tarde, cuando estaban para pagar, Azucena le hizo la revelación que sólo hacía a los elegidos, a bastantes conocidos, a muchos compañeros de trabajo y al que le venía a leer el gas.

 – Mi poesía atrae porque es una poesía de versos libres. Hay poetas que escriben en verso libre, pero mis poemas van más allá. ¿Sabes lo que significa?

– Lo intuyo.- Las ganas de follar habían aguzado el ingenio de Manuel hasta límites paranormales. Podría decirse que esa noche se había vuelto telépata y a esas alturas, sin ningún esfuerzo, podía dar la respuesta más adecuada a cualquier pregunta que pudiera formularle Azucena. Con esto viene a demostrarse que los poderes paranormales son algo menos misteriosos de lo que pensamos y que lo más probable es que estén en relación directa con la necesidad que tengamos de follar en un momento dado.

El “lo intuyo” de Manuel tuvo un efecto erotizador inmediato sobre Azucena. Sintió como electricidad en el clítoris y unas humedades allá abajo, en una parte que sólo mencionaba en sus poemas más osados. Sintió calor y escalofríos y unas extrañas cosquillas en los pezones. Era el momento de agarrar de la mano a Manuel y de llevárselo corriendo por las calles hasta su casa, hasta su dormitorio, que convertirían en gineceo sagrado, en revolcadero de monas. Antes de que la ola de erotismo la engulliese, aprovechó sus últimos momentos de lucidez para adoctrinar a Manuel sobre el sentido de su poesía:

– Mis versos son libres porque cualquier cosa puede ocurrir en ellos, porque son versos que no se dejan maniatar por las reglas de la prosodia, ni por la rima, ni por la fonética, ni por la ortografía. Todo puede ocurrir en mis versos. Son un reflejo del Big Bang cósmico, de ese instante único en el que todo fue brevemente posible. Los electrones hubieran podido salir homosexuales y haberse negado a emparejarse con los protones para formar los átomos. Los neutrones habrían podido ser asexuales,- casi lo son- y haberse negado a formar menages a trois con los protones y los electrones. La flecha del tiempo habría podido salir indecisa y haber dudado en su marcha hacia el futuro, condenándonos tal vez a vivir en un universo cíclico, en el que tuvieras que revivir indefinidamente la ruptura con tu primer amor. ¿Eres consciente de las enormidades que te estoy diciendo?

“Sí”, respondió Manuel y ese fue el pistoletazo de salida para que las gónadas de Azucena asumieran el control de la situación y encontraran en un momento el camino más breve hasta el dormitorio de la poeta. Fue un camino que hicieron como levitando, agarrados de la mano, no tanto por amor como porque cada uno temía que en el último momento el otro cambiase de opinión. No hay amores más frágiles que los que nacen de un calentón repentino e imprevisto.

El piso de Azucena era más estudio que piso: pequeño salón-comedor, dormitorio y cocina americana. La decoración era abigarrada: batiks indonesios, una estatuilla de Ganesh y otra de Kwan Yin, un poster de Manhattan, otro de una montaña en Etiopía y un tercero de un tipo con pinta de poeta, que más tarde Manuel se enteraría de que era Goethe, que decía algo en un idioma muy raro, que luego Manuel descubriría que era alemán. En todo caso, lo que dijera Goethe a esas horas de la noche importaba poco. Lo único que importaba eran las palabras de Azucena. “Si no has traído condones, no importa. Yo tengo.”

Cuando llevas más de tres meses sin follar, la calidad del polvo no importa. A nada que te hagan, le pondrás la máxima nota e incluso pedirás repetir. Eso era lo que pensaba Manuel mientras se desnudaban y lo mismo estaba pensando Azucena. Por alguna curiosa sincronicidad, ambos llevaban más de tres meses sin follar y lo que se pueda decir del uno también se podía decir del otro.

Terminada la labor de desvestirse, las primeras apreciaciones de Manuel fueron satisfactorias, aunque no para tirar cohetes. Cuerpo nervudo y musculoso, tetas un punto pequeñas con pezones de adolescente de colegio de monjas, barriga plana, caderas un poco estrechas, coño sin depilar, con aspecto de floresta, verruguita en la espalda, debajo del omoplato derecho – Manuel dejó para un examen ulterior si la verruguita tenía encanto, si era repulsiva o indiferente-, y finalmente un culo glorioso que era el que le había puesto sobre la pista de la poeta.

Las impresiones de Azucena sobre Manuel fueron algo más abstractas. Ahí tenía unas cuantas imágenes interesantes, pero para hacer un buen poema con ellas tendría que esmerarse. Si Azucena se hubiera dedicado a la poesía tradicional y no a los versos libres, habría dicho que Manuel era un soneto escrito por el Villaespesa tardío, pero que con un poco de esfuerzo se podía arreglar para que sonase a Góngora.

El desconocimiento mutuo hizo que primero ensayasen la postura del misionero, que es lo más socorrido cuando no acaba de haber acuerdo erótico. Pero a poco, Azucena exigió colocarse arriba y que Manuel le diese azotes en las nalgas, mientras ella le mordía los pezones. Con la excitación del momento y la falta de práctica, Manuel confundió las instrucciones y terminó mordiéndole los pezones a ella y recibiendo una somanta de azotes en los muslos. No obstante el error, la experiencia fue lo suficientemente satisfactoria como para que la repitiesen a la media hora y esta vez no hubiese equivocaciones.

Mucho más tarde, recuperado el atraso de meses sin echar un polvo e incluso hecho un poco de acopio para el futuro, mientras Azucena dormía. Manuel recapituló la situación. “Habían sido unos polvazos” y con ese pensamiento simple comenzó a dormirse, bajo la mirada de Goethe, sin darse cuenta de que, ofuscado por el sexo, no se estaba haciendo varias preguntas fundamentales: ¿qué tipo de relación quiero con esta mujer? ¿qué tipo de relación quiere ella conmigo? y, importantísimo, ¿llegué a ponerme condón cuando echamos el tercer y último polvo de la noche?

Los polvos son hijos del momento y de ellos se pueden extraer pocas conclusiones sobre el futuro sentimental de una pareja. Los desayunos de la mañana siguiente tienen más enjundia. Con las gónadas satisfechas, la razón vuelve por sus fueros. O casi, que las endorfinas son muy traicioneras y a veces interfieren y etiquetan como amor eterno a lo Romeo y Julieta lo que no fue más que la pasión de una noche.

El desayuno del día después se libra con armas distintas a la de la pasión nocturna, entre cruasanes que pueden servir para unir,- “¿te apetece medio cruasán?”-, o para desunir- “por favor, coge un plato que lo estás llenando todo de migas”. Pruebas de fuego que pueden hacer que la pareja en ciernes zozobre en ese momento: que uno sea cafetero y el otro no- los cafeteros entienden que culminar polvo con un té o, ¡horror!, con un vaso de leche indica frigidez sexual y frialdad de ánimo, mientras que los no-cafeteros, creen que el café induce a las perversiones sexuales y a la histeria, sobre todo a partir de la décima taza-, que uno de los dos o los dos sea incapaz de contener los bostezos e insista a base abrir la boca en presentar su dentadura cariada a la otra parte, que en la conversación matutina salga alguno de los siguientes temas de conversación: lo bien que cocina su madre, lo mal que se portó su último ex, la aspiración de tener seis hijos para sentirse realizado/a, la nómina de mierda que cobra y lo que podría hacer con los 300 euros que a continuación pedirá a la otra parte, la pregunta incongruente de si la otra parte se propone llegar virgen al matrimonio.

Manuel y Azucena no cometieron ninguno de esos errores garrafales y tras haber sorbido la última gota de café (ambos eran cafeteros) tomaron las medidas necesarias para garantizarse que aquella noche tuviera continuidad, a saber: intercambiaron números de teléfonos, primero escribiéndolos en papel y luego haciéndose una llamada perdida para asegurarse de que el número estaba bien registrado (se ignora porque recurrieron al papel cuando el segundo de los métodos ya garantizaba la comunicación telefónica; tal vez sea que la condición de poeta requiera una cierta querella con las nuevas tecnologías), él le dio su dirección de casa a ella, siendo demasiado obvio que a esas alturas resultaba ocioso que ella le diera la suya a él, se declararon amigos y seguidores en facebook, whatsapp e instagram, se dijeron los primeros y segundos apellidos para aprender a distinguirse entre la plétora de Manueles que hay en el mundo y las algo menos numerosas Azucenas. Y para rematar ella le comunicó que dos días después leería sus poemas en “Los demonios verdes” y que esperaba que asistiese. Manuel dijo que sí, la besó en los labios y la historia de amor empezó a rodar.

 

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