ABC
| Registro
ABCABC de SevillaLa Voz de CádizABC
Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La invención del Doctor Guillotin (1)

Emilio de Miguel Calabia el

La tarde del 23 de agosto de 1788 estaba jugando a las cartas con mi hijo Gabriel cuando vinieron a buscarme. Es muy normal que me interrumpan en mis actividades. Están tan acostumbrados a relacionarme con la muerte, que no se les ocurre que pueda tener una vida y que parte de esa vida sea estar jugando con mi hijo una tarde de verano e irle ganando, que es algo que pocas veces me ocurre.

En tiempos del difunto Rey padre, venían a buscarme más de seguido. Es sabido que al Bien Amado le interesaban poco los asuntos políticos y mucho más los del corazón o los de la entrepierna, si uno quiere ser del todo sincero. Lo que menos gente sabe es que las cuestiones de la Justicia le preocupaban mucho. No sé si era por un prurito sincero o para compensar la incuria en la que tenía el resto de las cuestiones de Estado. En aquellos tiempos,- me refiero a los años sesenta, cuando el Bien Amado se volvió un tanto caprichoso-, no era raro que me hiciese llamar a cualquier hora del día y de la noche. Un día era un vinatero que había blasfemado en público y nada menos que en el día del Corpus Christi. Otro un violador notorio que había asaltado y asesinado a una doncella de catorce años. Un tercero, un acaparador que hacía trampas con la balanza y vendía bienes defectuosos. En fin, que nuestro Señor tenía una justicia omnicomprensiva, para la que ningún delito era lo suficientemente nimio; era igual que con su vida sentimental: ninguna mujer era tan nimia que no pudiera acabar en el tálamo real.

Aunque los Reyes sean circunspectos y no dejen traslucir sus sentimientos sobre la plebe, yo sé que el Rey me tenía en alta estima. Oí que había dicho en alguna ocasión que mis tajos con la espalda eran tan limpios y certeros, que casi envidiaba a los reos a los que yo les hacía perder la cabeza. Bien mirado, si pensamos en la horrible agonía que tuvo, que duró dos semanas, creo que realmente habría salido ganando si me hubiese encargado que le ayudase a ver antes a nuestro Creador. Es lo que tiene la muerte: por más que sepas que es el destino ineludible de cada uno, uno no piensa en prepararse para ella hasta que no se ve en los estertores de la agonía.

Su Majestad Luís XVI estaba hecho de una pasta parecida a la de su padre. Buena persona, un poco tímido, un sí es no indeciso… En lo que me atañe, la diferencia principal es que no tenía el mismo celo que su padre en mandar a reunirse con el Creador a los malos, lo que me permitía llevar una vida más sosegada. No se crea que una ejecución se improvisa así como así. Hacen falta muchos perendengues: que si afilar la espada, que si preparar al reo, que si aprestar una plancha de madera para colocar el cuerpo y una cesta para la cabeza… Con esto quiero decir que mi enfado con que me llamasen a la carrera, venía porque así no era posible hacer un buen trabajo en condiciones. Lo de que me interrumpiesen en mi asueto, pues también; pero eso venía en segundo lugar.

Por lo que llevo dicho, se verá que la interrupción de aquella tarde me fastidió bastante. Iba ganando en las cartas a mi hijo, hacía calor y el cuartillo de vino que me había tomado a la comida me estaba haciendo efecto. Pero el emisario que tenía ante mí, venía muy emperifollado y no admitía réplica. La experiencia me ha enseñado que a más perifollos mayor categoría de la persona y que cuando vas a capitular sí o sí, más vale que lo hagas de grado y que no te resistas mucho. Perderás el tiempo, se lo harás perder a la otra persona y terminarás todavía más encalabrinado.

Mi sorpresa fue cuando salí de casa y me encontré con un carruaje dorado con sus cuatro caballos blancos y su cochero con librea. Ejecutar no es algo que requiera tantos miramientos. Con que me den una carreta en la que poner mi espada y demás utensilios me basta.

– ¿Y esto?- le pregunté al emisario.

– Es el Rey que os hace llamar.- La respuesta me dejo in albis. ¡Como si hubiera alguien en el Reino que no fuera el Rey que pudiera hacerme llamar!

Me subí al coche. Tenía los asientos tapizados de tafetán azul con el dibujo de las flores de lis. El emisario se sentó enfrente de mí y el coche se puso en marcha.

Al poco me di cuenta de que no nos dirigíamos a la Bastilla, sino hacia las afueras, lo que era muy peculiar, porque no solía haber ajusticiamientos fuera de París. Empecé a preocuparme. He oído historias antiguas de algún verdugo que cayó en desgracia ante Rey y el Soberano le convocaba con la excusa de que debía ejecutar a alguien a la carrera y luego resultaba que el hombre a ajusticiar era el propio verdugo. Es una broma cruel, que no se corresponde con la bondad del corazón de nuestro Rey, según dicen los que lo conocen, pero los afectos mudan y el poder cambia a las personas. ¿Quién sabía si nuestro Rey no había cambiado su ánimo y se había vuelto cruel como cuentan las crónicas que fue Juan II? En estos pensamientos andaba y no pudiendo contener los nervios, le pregunté al emisario adónde nos dirigíamos. “A Versalles”, respondió y volvió a su mutismo. Ahí me preocupé de veras. ¿Para qué haría llamar el Rey a su verdugo a Versalles? Sólo se me ocurría una respuesta: para ajusticiarlo. Pero al momento me decía que el Rey no se tomaría tantas molestias con un pobre verdugo, cuando le hubiera bastado mandarme un sayón que me condujera a la Bastilla para hacerme lo que hubiere menester. Y entre el miedo y la esperanza de que todo fuese un error, llegamos a Versalles.

Versalles, para quien no lo conozca, es el lugar más bonito del mundo. Tiene unos jardines cuidados, que así debió de ser el Edén. La fachada es de una piedra ocre, que parece que fuese de oro cuando le da el sol. Tiene tres pisos y a cada poco hay una ventana, que se diría que hay más cristal que piedra. Es un conjunto tan imponente, que me faltan las palabras, y al verlo uno comprende que los Reyes de Francia son los más poderosos de la Tierra.

El carruaje se paró. Un paje con librea roja y calzas blancas me abrió la puerta y me invitó a seguirle. Eso me tranquilizó porque no se tienen tantas florituras cuando se piensa en matar a alguien.

El paje me llevó por pasillos larguísimos, en cada uno de los cuales hubieran cabido mis apartamentos con comodidad. Había espejos y relojes por todas partes y los techos estaban pintados con dioses y alegorías en todos los colores del arco iris. Era como caminar por un bosque encantado con la diferencia de que allí no había ninfas juguetonas, sino lacayos, pajes y nobles que deambulaban meditabundos, como si el destino de la Monarquía dependiese de sus solas fuerzas. No había visto antes, ni he vuelto a ver después nada que sea más hermoso que aquello. Aunque a lo mejor hermosura no era la palabra más adecuada, sino gloria y majestad.

Después de muchas vueltas, que aquello parecía el laberinto del Minotauro, terminamos en una sala no muy grande, con sus espejos y el techo decorado con motivos que evocaban a Marte que es un dios que se nos ha vuelto inconstante a los franceses en lo que llevamos de siglo. Sentados en unos sillones de madera dorada y con cojines de diseños floridos, había tres personas. El primero era un noble, que está metido en asuntos de la policía del Reino y con el que me he cruzado alguna vez, pero al que nunca me han presentado. El otro era el Obispo de Autun, un hombre melifluo y bastante falso, aunque muy inteligente, que hacía pocos años había sido Agente General del Clero y había creado mucha polémica. El tercero era un hombre atildado y un poco arrogante, al que no conocía, que llevaba entre las manos un artefacto cubierto con un paño.

El paje me indicó un sillón y allí me senté un tanto desconcertado. Parecía que yo era el único de los presentes que no sabía cuál era la tramoya de aquello. En esto se abrió la puerta y entró nada menos que nuestro Señor. Nos incorporamos e hicimos una reverencia. El Rey nos invitó a que nos sentásemos.

– Sus Señorías, les he hecho llamar para que el Doctor Guillotin, aquí presente (el hombrecillo atildado humilló la cabeza con falsa humildad), les muestre un ingenio de su invención que sin duda revolucionará el Reino y hará los ajusticiamientos más humanos.

El Doctor levantó el paño y lo que vimos fue un artefacto que consistía en dos postes de madera unidos en la parte superior por un travesaño. Del travesaño pendía una cuchilla. Bajo los postes había una plancha de madera, sin duda para que el reo reposase en ella.

– Con la venia,- dijo el Doctor.- Todos sabemos que la decapitación por la espada, que ha sido el método preferido por nuestros antepasados para hacer justicia, deja que desear en términos de humanidad. A veces el verdugo yerra y el golpe no va al cuello, sino a los hombros con el consiguiente dolor del reo. Otras veces falla la fuerza y un solo tajo no basta para separar la cabeza del cuerpo.

Sólo la presencia de nuestro Señor impidió que me levantase y le sacudiese bien a ese mentecato. En más de veinte años de profesión, nunca he fallado un mandoble y mis brazos siempre han tenido la fuerza suficiente para que la cabeza saliera rodando al primer golpe.

– Mi invento consiste, como pueden ver, en una cuchilla que pende de un travesaño que está soportado por dos postes de madera. Se gira un resorte, cae la cuchilla et voilà, en un instante la cabeza cae cortada.

– ¿Que os parece Maese Sansón? ¿Podría funcionar?- se dirigió a mí Su Majestad.

– Sire, es una invención ingeniosa, pero en mi experiencia no hay artilugio que no falle tarde o temprano. En cambio, una buena espada utilizada por un verdugo con experiencia nunca falla.

– ¿Y vos, marqués? ¿Qué decís?

– No sé, Majestad. Yo creo que no se debe hacer del ajusticiamiento algo demasiado fácil e indoloro. Sería un acicate para los criminales. Os confieso que nunca he entendido bien que Su Majestad no quiera emplear la rueda y otros suplicios que siempre habían dado tan buenos resultados a nuestros antepasados.

– ¿Y vuestra ilustrísima? ¿Complacería a Dios que introdujéramos esta máquina en nuestros reinos?

– Sin lugar a dudas, Su Majestad. Dios conoce la piedad de Su Majestad y que no da un paso sin consultarlo con su confesor y con su conciencia. “Dimitte scelus, autem malefactorem pune”.

Nuestro Señor se quedó muy callado, como si los latinajos del Obispo fueran la bendición del mismísimo Dios. Agachó la cabeza y frunció el ceño con gesto reconcentrado.

– Me gusta- dijo al cabo, levantando la cabeza.- Pero habría que introducirle algunos cambios. La cuchilla tendría que ser triangular y no horizontal. Esa forma geométrica le dará más efectividad. Además, no conviene la plancha que habéis propuesto para que el reo se tumbe sobre ella. No garantiza que la hoja vaya a caer justo en la cuarta vértebra cervical. Sería mejor utilizar un cepo, que inmovilice la cabeza. El cepo tendría una ranura por la que caería la cuchilla.

Me sorprendió la gran comprensión de Su Majestad demostró para los temas mecánicos. Yo mismo sé algo de artefactos y puedo corroborar que sus apreciaciones venían muy al punto. Los otros tres creo que debieron de pensar lo mismo, sobre todo el Obispo de Autun, que se deshizo en elogios y loas a la inteligencia natural de Su Majestad. El Doctor Guillotin respondió contrito: “Así se hará, Sire.” No le había gustado que Su Majestad le enmendase la plana y pusiese en evidencia los fallos del invento.

Su Majestad dio por terminada la reunión. Se abrieron las puertas y sendos pajes nos acompañaron hacia la salida.

 

Mis cuentos
Emilio de Miguel Calabia el

Entradas más recientes