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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Agustín de Foxá en Filipinas

Emilio de Miguel Calabia el

A Agustín de Foxá le han pasado las peores cosas que le pueden pasar a un escritor. La primera es que el personaje y su conversación eran más interesantes que la obra que dejó escrita. La segunda es que practicó una literatura lírica y teñida de modernismo que ya estaba quedándose anticuada incluso en vida suya. La tercera es que encarnaba unos valores que caducaron dos días después de su muerte. Él mismo se autodefinía de la siguiente manera: “Soy conde, soy gordo, fumo puros, ¿cómo no voy a ser de derechas?” Pues eso, con esas características, ¿quién se iba a preocupar por rescatarle del olvido?

Foxá era un niño grande que había nacido con varios siglos de retraso. Según su propia confesión, se hizo diplomático por fantasía y por deseo de viajar. Como funcionario era impuntual e imprevisible. En cierta ocasión, su  Embajador le mandó llamar después de que llevase unos días desaparecido. Cuando le vió entrar en su despacho, empezó a increparle: “Foxá, cómo te has atrevido a…”. Foxá le interrumpió. “Querido Embajador, mi más calurosa enhorabuena.” El Embajador se quedó cortado. “¿Por qué la enhorabuena?”. Foxá: “Por tu fabulosa capacidad como fisonomista”.

Siendo noble, habiendo sido amigo de José Antonio Primo de Rivera y habiéndose pasado pronto al bando nacional, Foxá lo tenía todo para haber hecho un carrerón en la España de Franco. No fue así, por dos razones. No era un trepa y su ingenio viperino se disparaba en los momentos más inconvenientes. Era de esas personas que sacrificarían su vida por una frase brillante. Destinado en la Italia de Mussolini, tuvo que ser cesado. No estoy seguro de las razones de su cese, pero sí que tengo claro que sus comentarios no le habían granjeado la simpatía del régimen fascista italiano. 

En un cóctel un diplomático alemán le preguntó cuándo se decidiría España a entrar en la II Guerra Mundial. Foxá respondió: “La verdad es que los alemanes son valientes. ¿Todavía se atreven ustedes con otro aliado?” (Italia, como aliada, les dio más problemas a los alemanes de los que les hubiera dado como enemiga). En cierta ocasión, el Conde de Ciano, yerno de Mussolini quien le había nombrado Ministro de Asuntos Exteriores, le dijo: “A usted, Foxá, le matarán el alcohol y el tabaco” (profecía que se cumplió). Foxá le replicó: “Pues a usted le matará Marcial Lalanda”(para entender el chiste: circulaba por Roma el rumor de que Ciano era cornudo y Marcial Lalanda era uno de los toreros más famosos del momento).

Por cierto que si algo tenía en común con Ciano, eran los cuernos, solo que Foxá los llevaba con mucha gracia. En cierta ocasión oyó que con motivo de un cambio de Ministro iban a rodar cabezas de diplomáticos. Su comentario fue: “La mía no rodará.”

Cuentan que en cierta ocasión había comentado, refiriéndose al uniforme de la organización juvenil de la Falange, había soltado la frase: “Son unos niños vestidos de gilipollas mandados por un gilipollas vestido de niño.” La frase llegó a oídos de Serrano Súñer, quien le abroncó por ir diciendo esas frases que les desprestigiaban, aunque fuera sin mala voluntad. Serrano Súñer terminó su filípica con un paternalista: “Agustín, ya sé que no lo haces con mala intención pero el resultado resulta demoledor igualmente. Piensa, Agustín, lo que nos estamos jugando en esta guerra, el renacer de una nación, ¡la búsqueda del Imperio!” Ante la imagen sublime de la España muerta de hambre luchando por labrarse un Imperio, Foxá repuso: “¡Ramón! ¡Un momento! Te juro que este último chiste no es mío”. 

Queda claro porqué Agustín de Foxá no hizo carrera, ¿verdad?

En 1958 Foxá tenía 52 años, pero físicamente era un hombre acabado. Los años de tabaco y alcohol, más un tifus virulento cogido en La Habana en 1953, habían minado su salud. Anímicamente no se encontraba mucho mejor. En 1955 había sufrido una crisis nerviosa que le obligó a internarse en una clínica y a la que describió como “una especie de asma nerviosa, ansiedad vital, angustia (…) ahogo que me martiriza…” Foxá aspiraba a que le dieran un consuladito tranquilo cerca del mar. En lugar de eso, en julio de ese año fue nombrado Ministro Consejero de la Embajada de España en Manila.

Todos los testimonios apuntan a que tenía tantas ganas de ir a Manila como de que le martilleasen un testículo al ritmo de “Carmen” de Bizet. A alguien le dijo: “Castiella (el Ministro de AAEE de entonces) me manda al matadero”. Antonio Díaz Cañabate cuenta una de sus últimas conversaciones con Foxá poco antes de su partida. Díaz Cañabate le preguntó cuándo se iba y Foxá respondió: “No quisiera irme, porque eso de marcharse al otro mundo siempre es molesto. No quiero despedirme de nadie. Las despedidas son buenas cuando uno se va a Torrelodones. Cuando son para el otro mundo lo mejor es decir: “Hasta luego””. A otro conocido, le comentó con un poco menos de angustia que Manila estaba tan lejos que le habían dicho que había que atajar por el polo. 

Foxá tomó posesión de su puesto en Filipinas el 12 de octubre. Tres semanas después escribió a su madre una carta desolada: “Estoy desolado, solo. La horrenda enfermedad que desde hace cinco años me destruye, aunque menguada, no ceja. Te aseguro que soy uno de los seres que está soportando al máximo el martirio (…) Me han invitado a visitar Hong Kong, que es fabuloso, y Formosa. No me interesa nada de nada. Estoy muerto. Ni siquiera escribo. Ha sido y es, una horrenda tragedia.”

Pasó tres meses alojado en un hotel, sin preocuparse por buscar una casa. Optó por internarse en una clínica, para tener los servicios de los médicos a mano. Su compañero de trabajo Santiago Ruíz Tabanera fue al hotel a hacerse cargo de sus efectos personales. Se encontró con las maletas de Foxá todavía a medio deshacer. 

He buscado testimonios sobre la vida de Agustín de Foxá en Filipinas, pero sólo he encontrado los que Luis Sagrera recoge en la biografía que le dedicó y al que voy a seguir en el resto de la entrada. Por cierto que se trata de una biografía funcionarial y poco imaginativa, que no hace justicia al personaje desmesurado y vitalista que fue Foxá. 

Cuenta Sagrera que Foxá participó en algunas reuniones de la Peña Hispano-Filipina y en tertulias con hispanistas, pero que en ellas fue una sombra de lo que había sido. Pasaba una buena parte del día en la terraza de la casa de Ruíz Tabanera, rememorando el pasado y sus viejos amigos. Al llegar la noche, marchaba a la clínica para dormir cerca de los médicos. 

Dejó de fumar y de beber alcohol y perdió bastante peso. A cambio, sufría unos dolores horribles en las sienes. Se trataba de un herpes zóster. En una ocasión, en una ceremonia diplomática en el Palacio de Malacañang se desvaneció. Resultaba evidente que no estaba en condiciones de cumplir sus funciones, pero él insistía en permanecer en el puesto al menos un año. Finalmente le forzaron a regresar a España acompañado por un médico filipino.

Llegó a España el 14 de junio de 1959 y a la llegada aún tuvo ganas de soltar una humorada: “Me siento tan mal, tan mal, que me parece que aquí llega el último de Filipinas.” A pesar de los cuidados médicos que le prodigaron, murió el 30 de junio. 

Foxá, el vitalista al que obsesionaba la muerte y cuya vida fue más movida que feliz, dejó un poema en el que expresa lo que siente un enamorado de la vida cuando piensa en que un día tendrá que dejarla:

Melancolía del desaparecer:


Y pensar que después que yo me muera

aún surgirán mañanas luminosas,

que bajo un cielo azul, la primavera,

indiferente a mi mansión postrera,

encarnará en la seda de las rosas.

Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,

sobre mis huesos danzará la vida,

y que habrá nuevos cielos de escarlata,

bañados por la luz del sol poniente

y noches llenas de esa luz de plata,

que inundaban mi vieja serenata,

cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.


Y pensar que no puedo en mi egoísmo

llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;

que he de marchar, yo solo hacia el abismo,

y que la luna brillará lo mismo

y ya no la veré desde mi caja.”

El retrato más auténtico de Agustín de Foxá fue el que él hizo de sí mismo en cierta ocasión con inteligente capacidad de autoanálisis: “Gordo. Con mucha niñez aún palpitante en el recuerdo. Poético pero glotón. Con el corazón en el pasado y la cabeza en el futuro. Bastante simpático, abúlico, viajero, desaliñado en el vestir, partidario del amor, taurófilo, madrileño con sangre catalana. Mi virtud: la imaginaciónMi defecto: la pereza”. Sí, esa pereza fue su gran defecto, el que impidió que llegara a convertirse en el gran escritor que hubiera podido ser.

*        *        *

Existe un dicho antiguo que dice que ningún hombre es un héroe para su ayuda de cámara. Dado que hoy casi nadie puede permitirse el lujo de tener un ayuda de cámara, habría que actualizar ese dicho: ningún hombre es un héroe para su ex-mujer. Mientras me documentaba para escribir esta entrada y no paraba de leer elogios sobre la figura de Agustín de Foxá, di con una entrevista que concedió su efímera esposa María Luisa Larrañaga, que ofrece un contrapunto:

Nunca consideré que fuera mi marido, aunque lo fuera. Agustín no tenía ninguna gracia y quienes reían sus chistes lo hacían interesadamente. (…) No leí nunca sus libros. Pero es que los poemas de Agustín son malísimos; yo era más joven que él pero todavía muchísimo más moderna. Él y sus amigos se emocionaban viendo a una señorita tocar el piano, pero yo venía de Inglaterra, de nadar y jugar al tenis… Me da pena morirme por no poder nadar. (…)”

¿Resentida? ¿Realista? No sé, pero siempre me gusta escuchar otras opiniones.

 

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