Emilio de Miguel Calabia el 26 sep, 2021 (Ensayando la retirada) El 1 de mayo de 2012 el Presidente Obama viajó inesperadamente a Kabul y firmó con Hamid Karzai el Acuerdo de Partenariado Estratégico. Se trataba de dar garantías de que EEUU seguiría comprometido con Afganistán. El Acuerdo era, al mismo tiempo, mucho más de lo que parecía y también mucho menos. En el lado positivo, Afganistán fue designado “un Aliado principal no-OTAN”, un estatus que concede muchos privilegios y del que disfrutan países como Japón, Australia y Taiwán. La validez del Acuerdo fue por diez años. En el lado negativo, se trataba de un Acuerdo, no de un Tratado, lo que hacía que su denuncia resultase mucho más sencilla; peor todavía, es el tipo de acuerdos que puede rechazar sin demasiada dificultad el siguiente Presidente. Los afganos aspiraban a firmar un Tratado pleno de mutua defensa, que hubiera obligado a EEUU a tratar un ataque a Afganistán como un ataque sobre su propio suelo. Otra debilidad del Acuerdo es que EEUU se comprometía a buscar fondos con carácter anual para asistir a Afganistán. Era un compromiso vago, más vago que si EEUU hubiese dicho que se comprometía a proporcionar una asistencia de al menos 1.000 millones de dólares con carácter anual. Finalmente, el Acuerdo se centraba sobre todo en el aspecto militar de la cooperación, dedicando mucha menos atención a la cooperación económica y política y al buen gobierno. Aun a pesar de todas las debilidades apuntadas, el Acuerdo creaba la expectativa de unos EEUU firmemente comprometidos con Afganistán. 20 días después de la firma del Acuerdo, tuvo lugar la Cumbre de la OTAN en Chicago. En ella los países de la OTAN querían endosar la estrategia de salida y reafirmar su compromiso a largo plazo con Afganistán. Sospecho que lo primero les apetecía más que lo segundo. La estrategia preveía que para mediados de 2013 las fuerzas de seguridad afganas se habrían hecho cargo de la seguridad en todo el país y que las fuerzas de ISAF irían dejando el combate como función prioritaria para consagrarse al entrenamiento, el asesoramiento y la asistencia a las fuerzas de seguridad afganas, con el horizonte del 31 de diciembre de 2014 como final de la misión. Para esa fecha la OTAN se mostraba dispuesta a establecer una nueva misión de otro tipo en Afganistán, que ya no sería de combate. Pero todo esto no le saldría gratis al gobierno afgano. El comunicado final de la Cumbre reiteraba la importancia de que el gobierno avanzase en los compromisos contraídos de ir hacia una sociedad democrática, basada en el Estado de Derecho y el buen gobierno, que respetase los derechos humanos y las libertades fundamentales. Entre los compromisos contraídos por el gobierno y que el comunicado recuerda, está la lucha contra la corrupción. La próxima retirada de las tropas de la coalición hizo más urgente el conseguir un acuerdo de paz con los talibanes. Sospecho que en todo momento los decisores dudaron si la “estabilidad” conseguida sobreviviría a la retirada de las tropas. Era necesario incorporar a los talibanes. En 2012, preparando el terreno para unas futuras negociaciones, los talibanes abrieron una oficina de representación en Doha (Qatar). Diplomáticamente era un paso importantísimo, que les daba un comienzo de respetabilidad internacional. El gobierno afgano asistió a la apertura con ira mal contenida, pero no pudo hacer nada, desde el momento en que EEUU no vio con malos ojos que los talibanes tuvieran una oficina de representación. En junio de 2013 Washington anunció con fanfarria que comenzaban las negociaciones de paz. La alegría duró poco. El presidente Karzai las canceló, al constatar que en la oficina en la que las negociaciones iban a desarrollarse había una placa que decía “Emirato Islámico de Afganistán” y que había una bandera talibán. Ese tipo de simbolismo cuenta mucho en las relaciones internacionales. La placa y la bandera equivalían a considerar a los talibanes como beligerantes en un estatus no muy por debajo del del gobierno afgano. Karzai se quedó con la incómoda impresión, que tal vez no anduviese muy errada, de que los norteamericanos estaban negociando con los talibanes a sus espaldas. Más allá de los equívocos, lo que quería cada una de las partes era muy distinto. Los objetivos de EEUU eran los más claros: garantizar que la retirada de sus tropas no sería entorpecida por los talibanes y asegurarse de que Afganistán nunca más serviría de base para realizar un ataque terrorista contra EEUU como en 2011. Karzai lo tenía más difícil. Tenía que precaverse de que EEUU y los talibanes se pusiesen de acuerdo a sus espaldas y a su costa. Su objetivo era llegar a algún tipo de acuerdo con los talibanes que garantizase la estabilidad del país. Los talibanes jugaban con las cartas pegadas al pecho y era difícil conocer tanto sus objetivos reales, más allá de un cierto reconocimiento internacional, como su sinceridad. ¿Querían asegurarse un reparto del poder con el gobierno afgano? ¿estaban ganando tiempo en espera de que las tropas internacionales se retirasen, para saltarle entonces a la yugular a Karzai? ¿Es legítimo que digamos “los talibanes” como si fueran un movimiento muy cohesionado, en el que todos buscaban los mismos fines? A todo esto hay que sumar a Pakistán, que no fue invitada a Doha. Al mismo tiempo que fracasaban las negociaciones de Doha, se produjo la transferencia de las responsabilidades de seguridad a las fuerzas armadas. Como no podía ser menos, todas las partes interesadas defendieron que se trataba de una gran idea y que iba a funcionar a la perfección. El Secretario General de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, señaló lo mucho que se había avanzado en los diez años previos; partiendo de la nada, se habían creado unas fuerzas armadas y de seguridad con 350.000 efectivos; no indicó cuántos de esos efectivos eran fantasmas, esto es, soldados que figuraban en las listas y que devengaban un suelo mensual, pero que no existían. Los afganos habían descubierto, independientemente de Gogol, las ventajas de las “almas muertas”. El Presidente Karzai, por su parte, dijo que el traspaso de responsabilidades incrementaría el apoyo del pueblo afgano a sus fuerzas armadas. 11 meses después, en mayo de 2014, Obama anunciaría el cronograma para la retirada de la mayor parte de las fuerzas norteamericanas para finales de 2016, que casualmente era año electoral. Los republicanos le atacaron, señalando que la retirada podría suponer que lo ganado en los años anteriores se perdiera, como había ocurrido en su día en Iraq. Obama, que debía de pensar algo parecido, declaró que “tenemos que reconocer que Afganistán no será un lugar perfecto y no es responsabilidad americana convertirlo en uno”. La declaración, discutible, muestra simplemente el cansancio de EEUU con una guerra que no se terminaba nunca. Y quedaban siete años más. En el frente civil, lo más destacable de 2014 fueron las elecciones presidenciales del 5 de abril. La primera vuelta de las elecciones transcurrió con bastante normalidad. Hubo poca violencia y la participación fue mucho más alta que en 2009. Parecería que la retirada de las tropas extranjeras y la marcha de Karzai hubieran dado nuevas esperanzas a los afganos. Los problemas vinieron en la segunda vuelta de las elecciones, que tuvo lugar en julio y en la que compitieron Abdullah Abdullah, de la Coalición Nacional, y el independiente Ashraf Ghani. La segunda vuelta la ganó Ghani por un millón de votos. Lo que sonó un poco sospechoso fue que de la primera a la segunda vuelta había aumentado la participación, sobre todo en los distritos pashtunes, que votaron mayoritariamente por Ghani. Los partidarios de Abdullah gritaron “fraude” y se negaron a aceptar los resultados. EEUU tuvo que intervenir y mediar entre los dos candidatos, que acordaron que fuese cual fuese el resultado final, después del recuento de todos los votos emitidos, se formaría un gobierno de unidad nacional, donde el perdedor tendría la posición de CEO. El acuerdo comenzó a quebrarse cuando el recuento arrojó que Ghani efectivamente había ganado. Lo contradictorio de la situación es que el bando que había ganado carecía de recursos para entablar un desafío violento, mientras que el que había perdido sí que los tenía. Para que Abdullah pudiese salvar la cara, se acordó no dar a conocer los resultados de la segunda vuelta. ¡Eso es transparencia! Gracias a la amenaza de la violencia, Abdullah obtuvo un trato mucho mejor del que hubiera cabido esperar. Así consiguió que Ghani aceptase convocar una loya jirga en el plazo de dos años para hacer constitucional la posición de CEO. También arrancó que el reparto de puestos ministeriales fuese equitativo entre los dos bandos. En buena medida Abdullah logró salirse con la suya porque EEUU y la comunidad internacional, desesperados porque Afganistán no se desestabilizase, forzaron la mano a Ghani. Con estos antecedentes no sorprenderá si digo que el Gobierno de Unidad Nacional no funcionó. Aparte de la mala sangre que se había creado con la segunda vuelta de las elecciones, ambas facciones partían de un equívoco fundamental sobre lo que habían acordado: para Abdullah, ambas facciones tenían igual peso en el gobierno; para Ghani, él tenía la primacía conforme a la Constitución en tanto que Presidente. Cada uno procuró llenar las posiciones de poder con miembros de su etnia, Ghani con pashtunes y Abdullah con tayikos. Hazaras y uzbekos se sintieron excluidos. El faccionalismo se extendió por toda la Administración, entorpeciendo su funcionamiento. A pesar de todo, el gobierno consiguió algunos logros, sobre todo en el terreno económico. Las reformas fiscales y un mejor control de la recaudación de impuestos aumentaron los ingresos. Pero siguió sin haber avances en la lucha contra la corrupción y en la reforma del sistema electoral para evitar la repetición de lo ocurrido en las elecciones de 2014. Y luego estaba la cuestión de la seguridad. 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