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España, una Historia global (3)

Emilio de Miguel Calabia el

Como no podía ser menos, Clark expulsó de su programa al reinado de Felipe II y al Monasterio de El Escorial, que al parecer no era lo suficientemente humanista. Martínez Montes demuestra que El Escorial era el gran proyecto de Felipe II, una asociación entre el conocimiento y el poder. El Escorial, junto con la Casa de Contratación de Sevilla, tenían como uno de sus objetivos primordiales el análisis de todo el flujo de información que llegaba de los nuevos territorios descubiertos. Era una mezcla de curiosidad científica y cálculo político para poner esos conocimientos al servicio del poder.

Martínez Montes nos pide que veamos El Escorial como un edificio del Renacimiento tardío que se construyó para que sirviera al mismo tiempo “como monasterio, como palacio y como depositorio de arte y conocimiento”; precisamente El Escorial albergaba a una de las mayores y mejores bibliotecas de su tiempo. Es tal vez la cumbre del gran proyecto científico del reinado de Felipe II. Enumeremos algunas de sus manifestaciones: la expedición botánica, médica y comercial de Francisco Hernández a la Nueva España; la expedición bi-oceánica organizada por Juan de Herrera para encontrar el verdadero meridiano y determinar los confines del Imperio hispánico; la “Historia Natural y Moral de las Indias” (1590) del jesuita José de Acosta, que aborda la materia desde el empirismo y rechazando el criterio de autoridad, anticipándose a los métodos de Bacon, Descartes y Newton; las Relaciones Geográficas, que buscaban mejorar el conocimiento de las Indias para promover el buen gobierno…

Martínez Montes se extiende también, y con razón, sobre nuestros Siglos de Oro, y lo digo en plural, porque esa época dorada de nuestra cultura duró más de 100 años. La mística de Santa Teresa, de San Juan de la Cruz y de Fray Luis de León. La novela picaresca, realista y cínica y desprovista de referencias clásicas, que comienza con el “Lazarillo de Tormes”. El Quijote, que hasta los autores anglosajones reconocen que es la primera novela moderna, si bien Kenneth Clark se olvida de citarlo. El teatro de Lope de Vega, la poesía conceptista de Francisco de Quevedo y la culterana de su gran rival, Luís de Góngora. Y aparte de la literatura, tenemos la pintura, donde en estos siglos brilla el nombre de Velázquez, aunque parece que no brilla lo suficiente como para que Clark lo reconozca.

El capítulo 8, titulado “Los mundos hispánicos” comienza con una cita del crítico Harold Bloom (“España murió devotamente desde finales del siglo XVII hasta la muerte de Francisco Franco”), que muestra nuevamente lo mucho que el mundo anglosajón nos aprecia.

España suele quedar fuera de todas las Historias del siglo XVIII europeo y de la Ilustración, lo que resulta un olvido imperdonable. Los Borbones remodelaron la Monarquía y restauraron su poderío. Ya no éramos la potencia hegemónica, pero seguíamos siendo un país a tener en cuenta: aunque hubiera perdido Nápoles y Milán en la Guerra de Sucesión a la Corona de España, nuestro país seguía siendo una potencia a tener en cuenta en los asuntos italianos; los ingleses se estrellaron estrepitosamente en su intento de conquistar Cartagena de Indias en 1741; la contribución española a la Guerra de Independencia norteamericana fue clave, toda vez que nuestra campaña en Florida obligó a los ingleses a distraer tropas de otros escenarios. Culturalmente la Ilustración también llegó a España, aunque haya quedado ensombrecida por los Diderot y los Montesquieu, a los que se les daba muy bien el autobombo. Precisamente Martínez Montes aventura que si la Revolución francesa ocurrió en Francia y no en España, es porque en nuestro país se había dado una transición gradual a un sistema más liberal, algo que no sucedió en Francia.

El siglo XVIII fue también el siglo en el que la sociedad hispanoamericana alcanzó su culmen cultural y civilizacional bajo el dominio español, lo que da la ocasión a Martínez Montes a establecer una comparación con las colonias inglesas de Norteamérica, donde éstas no quedan muy bien paradas. El colonialismo español se caracterizó por el mestizaje en todos sus aspectos, desde el biológico al cultural; el colonialismo francés, por su afán en convertir a los colonizados en francesitos que leyeran a Molière y se saludaran con un “bonjour”; el colonialismo británico y holandés, el más cruel de todos, destaca por su exclusivismo. Crea sociedades blancas en las que los nativos, en el mejor de los casos, tienen el privilegio de convertirse en criados de sus amos blancos. En el peor, son masacrados.

Desde el comienzo, los españoles integraron a las antiguas élites indias en el sistema que estaban creando, algo que el propio Niall Ferguson, al que no se puede acusar de tenernos simpatía, reconoce en su libro “La plaza y la torre”. Como ejemplos de esto pueden citarse la relación entre Hernán Cortés y la indígena Malinche, que además de servirle como una intérprete insustituible, fue la madre de su primer hijo, o el Inca Garcilaso de la Vega, hijo de un conquistador y una princesa inca. Al Inca Garcilaso le debemos además algo inusitado: la obra “La Florida del Inca”, una historia de las Américas contada desde la perspectiva de un mestizo.

Los españoles no sólo se entremezclaron con los nativos, sino que también se interesaron por sus culturas y lenguas. “La conquista del Perú” de Pedro Cieza de León cuenta la epopeya de Pizarro desde un punta de vista eurocéntrico, pero no deja de manifestar su admiración por el sistema político de los incas. En las relaciones geográficas sobre los territorios americanos, a menudo se recogía la sabiduría de los nativos, especialmente en el terreno de la botánica. Los misioneros estudiaron las lenguas americanas y a ellos se deben las primeras gramáticas y diccionarios de varias de estas lenguas.

En aras de la verdad, hay que reconocer que en ocasiones los españoles destruyeron testimonios de las culturas americanas. Uno de los casos más famosos y también más paradójicos es el del Obispo Diego de Landa. De Landa, intransigente y fanático, destruyó ídolos y casi todos los códices mayas para evitar que los mayas recayeran en la idolatría. Es de reseñar que las autoridades coloniales estimaron que de Landa se había extralimitado y le amonestaron por su rigidez. No se le permitió regresar a Yucatán. Paradójicamente, un hombre que había hecho tanto para destruir la cultura maya, fue el autor de la “Relación de las cosas de Yucatán”, que da amplia noticia de dicha cultura y que ha conservado muchos de sus elementos para la posteridad.

En el siglo XVIII, en el que supuestamente el mundo hispánico estaba durmiendo, la América hispana era un lugar culto, vibrante y mestizo, que estaba al tanto de lo que ocurría en Europa. Es famoso el testimonio que dejó el alemán Alexander von Humboldt de los cinco años (1799-1804) que estuvo recorriendo la América hispana; el retrato que ofrece es el de unos territorios bien administrados y con una importante producción intelectual y científica. Algunos ejemplos de la producción intelectual y artística de ese mundo fascinante: la Escuela pictórica de Cuzco, que utilizando técnicas occidentales, introdujo en sus composiciones elementos indígenas; Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), gran poetisa e intelectual, adelantada a su tiempo; la obra histórica de Domingo Chimalpahin sobre los pueblos de la Nueva España, escrita en nahuatl; ya en 1539 existe constancia del primer libro impreso en la América hispana. Con el paso el tiempo se establecerían imprentas a todo lo largo y ancho de las posesiones españolas; en 1538 se fundó la universidad de Santo Domingo, la primera del continente americano, más de un siglo antes que Harvard. Y así podría seguir.

Con un poco de mala leche, Martínez Montes acompaña esta descripción con ejemplos de cómo funcionaban las cosas en las colonias inglesas en los siglos XVII y XVIII. Allí no se dio mestizaje y a los indios, cuyas tierras se estaban ocupando, no se les dio ninguna oportunidad de integrarse en la socedad blanca. Los intentos de crear una élite india formada a la europea fueron escasos, carecieron de continuidad y no dieron resultados, posiblemente porque ni los propios ingleses de los creían. Mientras que en la América hispana desde muy pronto hubo personas de ascendencia indígenas escribiendo libros, en la América inglesa hay que esperar hasta 1768 para que un indio mohega, Samson Occom, escribiera un libro. No extrañará que las artes plásticas de la América inglesa fueran remedos sin gracia de las escuelas artísticas europeas, que igual hubieran podido ser pintados en Londres que en Philadelphia. Nada de la integración de elementos nativos en ellas. Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de EEUU y un intelectual de renombre, consideraba que los indios eran una molestia y no tenía claro qué hacer con ellos: si se les enviaba al remoto oeste del continente, tarde o temprano se convertirían en un incordio para los colonos blancos que inevitablemente llegarían allí y, por otra parte, el mestizaje con ellos era impensable (incidentalmente, para Jefferson el mestizaje con sus esclavas negras, si practicado de tapadillo, sí que era pensable).

 

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