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España. Un relato de grandeza y odio. Y de decepción (2)

Emilio de Miguel Calabia el

El libro empieza a zozobrar pasada la página 447 (y quedan como 600 páginas de naufragio), cuando comienza la segunda parte, titulada “Imagen crítica y contraejemplo, o la construcción del español indolente (1680-1780) y decadente (1880-1920)”.

El siglo XVIII encontró en la España borbónica al perfecto monigote de feria al que apalear. Ahora que habíamos bajado de rango, era el momento de tomarse la revancha por todo el miedo que habían metido nuestros Tercios en los siglos anteriores. Todo lo que antes eran virtudes, ahora se convierten en defectos.

Si antes éramos orgullosos, ahora éramos pretenciosos, como, según Madame d’Aulney, mostraba el que hubiéramos construido el impresionante puente de Segovia para salvar el ridículo Manzanares. Nuestro quijotismo, ahora era falta de realismo. La valentía se había convertido en bravuconería, hasta el punto de que en el gran teatro francés de la época “trait d’espagnol” equivalía a “fanfarronada”. Víctor Hugo lo resumiría en el siglo siguiente con la frase: “la Europa que antes os odiaba, ahora se ríe de vosotros”.

También por esas fechas se nos empezó a calificar de poco amigos del trabajo, perezosos y holgazanes. El que más contribuyó a esta fama fue Alain-René Lesage con su “Gil Blas de Santillana”, una novela picaresca escrita en 1715 y ambientada en España, que fue un gran éxito en Europa. El “Gil Blas” sería hasta comienzos del siglo XIX la base de la imagen que muchos se harían de España, aun sin haberla visitado.

La Ilustración utilizaría estos clichés con profusión, presentando a España como el epítome del país atrasado e ignorante. Uno de los aspectos sobre los que se cebó fue sobre el Imperio español en América. Si en el siglo XVI se nos había acusado de crueles por cómo habíamos conquistado el continente, ahora se nos acusaba de no haberlo sabido desarrollar. No habíamos tratado de sacar adelante nuestro imperio mediante el trabajo duro y el comercio honesto, sino con la esperanza de hacernos ricos rápidamente gracias al oro y la plata de sus minas. En palabras de Wilhelm von Humboldt éramos como “un pordiosero sentado en un sillón de oro”.

Varela Ortega se emplea a fondo para demostrar que esas afirmaciones ilustradas eran frutos del prejuicio, que España sí que hizo en América algo más que explotar sus minas de oro y plata y que, además, en el XVIII quiso aplicar a su gobierno principios científicos. Algunos ejemplos: el Colegio de San Pablo de Lima tenía una biblioteca con cuarenta mil volúmenes, más que la mayoría de las universidades europeas de su tiempo; la expedición de Malaspina recorrió entre 1789 y 1794 las costas de toda América desde Buenos Aires hasta Alaska y luego buena parte del Pacífico, recopilando datos ingentes sobre numerosos campos de las ciencias naturales; José Celestino Mutis realizó un famoso y vasto estudio sobre la botánica del Virreinato de Nueva Granada, además de ser uno de los introductores de la vacunación en el Virreinato; Cosme Bueno realizó una descripción geográfica de Perú, con criterios modernos, introdujo las ideas de Newton en América y dio clases en la Universidad de Lima sobre Geometría, Trigonometría y Óptica; los botánicos Hipólito Ruíz y José Pavón realizaron una exploración científica del Virreinato del Perú similar a la que Celestino Mutis había realizado en Nueva Granada… En fin, mucha actividad científica para un imperio supuestamente atrasado. El explorador y científico alemán Alexander von Humboldt, que visitó la América hispana entre finales del XVIII y comienzos del XIX, tendría que reconocer que “el estudio de las ciencias naturales ha hecho grandes progresos no sólo en México, sino también en todas las colonias españolas. Ningún gobierno europeo ha sacrificado sumas más considerables que el español para fomentar el conocimiento geográfico y de las ciencias naturales…”

De pronto, casi sin solución de continuidad, Varela Ortega pega un salto de varias décadas y nos sitúa en la segunda mitad del XIX, donde el paradigma imperante es que el español es indolente. Según el hispanista norteamericano, Frank Waldo, “España era un país abúlico donde delay was the only serious labor”. Si esto lo decía un hispanista, que supuestamente tenía que estar un poco enamorado de su objeto de estudio, no quiero ni pensar lo que dirían los hispanófobos.

Hispanófobos había muchos, sobre todo entre los neodarwinistas. En la jerarquía de las razas que necios egregios de la talla de Houston S. Chamberlain establecieron, los pueblos latinos quedábamos a mitad de camino entre la sublimidad de la raza anglosajona y el primitivismo de los negros, pero tirando un poco más hacia los segundos. Algunas de las cosas que decían sobre nosotros es que éramos de naturaleza débil y feminoide, víctimas de un orgullo ciego que nos incapacitaba para el mundo moderno, un pueblo mísero e ignorante… El fundador del Teatro Artístico de Moscú, Vladimir I. Nemirovich-Danchenko, llegaría a decir que España le parecía “el oscuro mausoleo de un pueblo muerto prematuramente”.

Y hete aquí, que Valera Ortega pega otro salto y de lo anterior pasa a hablar brevemente de la influencia que tuvo el franquismo sobre la imagen internacional de España y en tres páginas pasa revista a la España de la Transición, a la integración en la Comunidad Económica Europea y hasta a la crisis de 2008.

Con tantos saltos cronológicos y momentos históricos contados a uña de caballo llegué a pensar que mi ejemplar tenía algún defecto de imprenta y que le faltaban páginas, pero no, desgraciadamente, la segunda parte del libro está así de contrahecha y con todo y con eso aún tiene mayor coherencia que la tercera parte que le sigue (podría parecer de cajón lo de que la tercera parte sigue a la segunda, pero en este libro ya no estoy tan seguro).

La tercera parte se titula “La imagen romántica y emocional: la construcción del español apasionado (1780-1860)”. Trata del descubrimiento y revalorización de España que hizo el romanticismo. No entiendo por qué el autor no ha preferido seguir la línea cronológica, que hubiera parecido lo más razonable. Bueno, desde que salimos de las aguas de la excelente primera parte, dejé de entender nada sobre la manera de estructurar el libro.

La tercera parte comienza hablando del redescubrimiento de la pintura española por los románticos, a lo que contribuyó no poco el latrocinio que llevaron a cabo en nuestro país los franceses durante la Guerra de Independencia. A continuación amplía la visión para comentar el hechizo que ejerció España sobre los románticos en todos los órdenes: el “Hernani” de Victor Hugo y sus “Orientales”, donde España aparece a menudo como una tierra exótica y extraña; “Carmen” de Prosper Mérimée; los “Cuentos de la Alhambra” de Washington Irving…

Y… ¡nuevo salto para atrás esta vez! El autor pasa a continuación a contar cómo el levantamiento del 2 de mayo y la Guerra de Independencia arrojaron una nueva luz sobre España, sobre todo en el mundo inglés, y cómo aparecieron los primeros hispanistas ingleses. En una turbamulta en la que todo cabe, habla sucesivamente de los guerrilleros, la Constitución de Cádiz, la guerra del pueblo, que le da pie para sacar a colación a la II República, al neomedievalismo decimonónico que quería entroncarnos lo más posible con los visigodos, de la España neorromántica de las décadas de 1920 y 1930, de la comparación entre la Guerra de Independencia y la Guerra Civil y… a volver a hablar otra vez de los guerrilleros. A esta altura del libro, yo ya no sabía si cortarme las venas o dejármelas largas.

Siguen capítulos sobre: la Guerra de Independencia como origen del subdesarrollo español (completamente de acuerdo. La Guerra de Independencia destruyó la economía, ayudó a la emancipación de América y subvirtió las instituciones, de manera que necesitamos un siglo entero para reponernos); los héroes de la escena española: guerrilleros, bandoleros, contrabandistas y toreros; la imagen de la mujer española vista por los extranjeros a mitad de camino entre la Carmen de Mérimée y la Virgen María; España como país exótico, que aún guarda mucho de los moros; la visión de que toda España es Andalucía, que surge en el siglo XIX al ser Andalucía la región que más fascina a los viajeros extranjeros; la búsqueda del tipismo y el arcaísmo en España, que sería una suerte de refugio de un tipo de vida que la industrialización estaba matando en otras partes de Europa…

Llegamos finalmente con alivio (¡Bien, esto se acaba!) a la cuarta parte del libro, “Coincidencias y variaciones en el estereotipo”. La cuarta parte es un batiburrillo de temas diversos que habían aparecido con mayor o menor extensión en otras partes del libro.

El primero tiene que ver con la religión, porque si hubo algo que caracterizó al pueblo español hasta hace poco fue su adhesión al catolicismo. En el siglo XIX pensadores como Menéndez Pelayo o Donoso Cortés hicieron del catolicismo el núcleo fundamental de la identidad española. En el extranjero, también se nos identificaba con el catolicismo, pero la visión que se tenía de nuestra religión era mucho más calidoscópica.

No pocos extranjeros creían que seguíamos la religión con una violencia un poco musulmana y, sobre todo en el siglo XVI, hasta que nuestra fe era un poco orientalizante y sospechosa. Las procesiones recordarían a algunos a los derviches musulmanes. También se nos tachaba de supersticiosos y para prueba nuestra obsesión por las reliquias, empezando por el Rey Felipe II que hizo de su recolección uno de sus principales afanes. La mariolatría daba pie para acusarnos de fanatismo ciego, religiosidad feminoide, reminiscencias paganas… El poder de la Iglesia era desmedido y los curas fomentaban la ignorancia del pueblo para controlar mejor. Y al final de esta visión sobre la religiosidad española, siempre aparecía la Inquisición, que fue una institución mucho menos sanguinaria y arbitraria que otras que hubo en el mundo protestante y de las que se habla bastante menos.

El segundo, con la idealización del pueblo español, al que muchos viajeros extranjeros llegaron a apreciar, al tiempo que lamentaban la pobre calidad de quienes le gobernaban. El hispanista y catedrático de Harvard George Ticknor estimaba que el español estaba dotado de “ingredientes de la máxima calidad (…) malbaratados por los poderes ejecutivos más defectuosos que puedan concebirse”. Charles Oman en su “Historia de la Guerra Peninsular” afirma que el pueblo español “era entero, patriota y decidido, pero sus élites estaban corruptas, podridas y, en general, fueron nefastas”.

Una vez tratados esos dos puntos, Valera Ortega debe de haber pensado que ya estaba bien de haber tratado de dar un poco de coherencia al contenido de la cuarta parte y que ¡viva el desorden! En las páginas siguientes habla de los románticos (he perdido ya la cuenta de cuántas veces y en cuán diferentes lugares aparecen mencionados a los largo del libro), del entusiasmo que suscitó el levantamiento del Dos de Mayo, del desprecio de los oficiales ingleses por los españoles que supuestamente eran sus aliados en la Guerra de Independencia, de lo que pensaban los italianos sobre nosotros en el siglo XIX, del papel de España en el nacimiento de EEUU, de la mirada de la América hispana a la madre patria, de los clichés que Napoleón tenía sobre España, de la búsqueda de similitudes entre el alma española y el alma eslava, que da pie a un epígrafe vistoso que da idea del torbellino enloquecido que es el final del libro: “Kant y Gobineau hacen de antropólogos y Trotsky arma la bomba”, del uso del tipismo por la España de Franco para promocionar el turismo…

 

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