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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El primer soldado del Reich (y 7)

Emilio de Miguel Calabia el

(La Muralla del Atlántico. Muy impresionante, pero para lo que sirvió…)

La primavera de 1944 demostró que cualesquiera ilusiones que Hitler se pudiera hacer eran infundadas. Los aliados introdujeron cazas de largo alcance que podían acompañar a los bombarderos en sus raids sobre Alemania. Los aliados volvieron a las operaciones diurnas con resultados devastadores para la industria alemana. Un invierno inusualmente benigno había permitido al Ejército rojo seguir presionando a las tropas alemanas y expulsarlas de Ucrania y de los alrededores de Leningrado.

El desembarco en Normandía el 6 de junio pilló a los alemanes por sorpresa. El tiempo en mayo había sido magnífico y no se había producido el esperado desembarco. En cambio, el tiempo a comienzos de junio fue malo, lo que llevó a los alemanes a confiarse. Las reacciones alemanas en las primeras horas del desembarco fueron incoherentes. Por un lado, no estaban seguros de si éste era el desembarco real o si era una añagaza y el desembarco real se produciría en Calais. Por otro, durante la mañana creyeron que estaban logrando frenar el desembarco y no fue hasta la tarde que se dieron cuenta de que el desembarco estaba triunfando. Entonces se presentó un problema adicional: dada la superioridad aérea aliada, las tropas de reserva sólo podían ser enviadas a los sitios de peligro por la noche, lo que hacía que inevitablemente llegasen con retraso.

A la semana del desembarco, los aliados no estaban consiguiendo abrir brecha en las defensas alemanas, pero los alemanes ya sabían que era ilusorio pensar que podrían rechazar a los aliados y mandarlos de vuelta al mar. La única estrategia posible era intentar contenerlos. El único que parecía mantener algún optimismo era Hitler, que aún pensaba que las bombas V-1 podrían desmoralizar a Inglaterra y que los cazas a reacción que pronto saldrían de las cadenas de montaje permitirían a los alemanes recuperar el dominio del aire.

Mientras los alemanes intentaban hacer frente a una situación desesperada en el Oeste, los soviéticos lanzaron en el Este su mayor ofensiva hasta entonces, la Operación Bragation. La estrategia ordenada por Hitler para hacer frente a la ofensiva fue crear zonas fortificadas que desgastarían el avance soviético y eventualmente podrían servir de trampolines para el contraataque. No contó con que los alemanes carecían de tropas suficientes para defender adecuadamente cada una de esas zonas y frenar efectivamente el avance soviético. El resultado fue que se perdieron los soldados que defendían las zonas fortificadas, que se vieron atrapados en posiciones que eran indefendibles a la larga. Hay quienes han afirmado que Hitler hubiera debido permitir una defensa flexible. Fritz no cree que eso hubiera cambiado mucho las cosas, dada la disparidad de fuerzas existente (12 a 1); lo único positivo de la defensa flexible es que hubiera permitido escapar a más soldados alemanes.

En seis semanas los soviéticos destruyeron el Grupo de Ejércitos del Centro,- 30 divisiones y 300.000 hombres-, un desastre peor que el de Stalingrado y avanzaron más de 200 kilómetros, llegando hasta los alrededores de Varsovia. Los alemanes no tenían reservas que oponerles y lo único que frenó a los soviéticos fue su propio cansancio.

Fue en ese contexto que se produjo el fallido intento de asesinato de Hitler el 20 de julio de 1944. El éxito de la Operación Valquiria dependía de la muerte de Hitler y aun así no estaba asegurado. La mayor parte de la oficialidad, bien por miedo, bien por convicciones nazis o bien por querer limitarse a lo militar, no estaba con los conspiradores. La Operación Valquiria fracasó y, paradójicamente, sirvió para mejorar la imagen de Hitler en un momento en que los generales le estaban criticando por los últimos desastres. La propaganda nazi, que presentó a los conspiradores como cobardes y traidores, que querían repetir la puñalada en la espalda de 1918, funcionó y devolvió a Hitler buena parte de su popularidad.

El fracaso de la Operación Valquiria fue la única buena noticia para Hitler ese verano. En el Oeste, a lo más que podían aspirar los alemanes era a contener a los aliados, y aun así. A finales de julio, el Grupo de Ejércitos B informó de que desde el desembarco había perdido a 116.000 hombres y sólo había recibido 10.000 reemplazos. Si los aliados conseguían romper las líneas de contención de los alemanes, no habría manera de salvar Francia. En el Este la única esperanza es que habían perdido tanto territorio que ahora había menos frente que defender. En el terreno diplomático, la demanda aliada de rendición incondicional garantizaba que con Hitler o sin él, Alemania estaba condenada a ser ocupada y quedar a merced de sus enemigos.

Resulta difícil saber hasta qué punto Hitler creía a finales de 1944 que aún podía no perder la guerra. ¿Se autoengañaba? ¿intentaba engañar a sus generales y al pueblo alemán? ¿creía realmente que la situación aún no era desesperada? El 12 de diciembre se reunió con varios jefes de división y en su discurso les dijo que “la guerra es una prueba de resistencia” y en tanto haya la más mínima esperanza de victoria, hay que resistir. Una actitud defensiva está muy bien, pero tarde o temprano hay que pasar a la ofensiva. Una guerra se termina cuando uno de los bandos se da cuenta de que no la puede ganar. Increíblemente Hitler afirmaba que eran los aliados los que acabarían dándose cuenta de eso. Hitler confiaba en que si aguantaba, la alianza antinatural entre EEUU, el Reino Unido y la URSS acabaría rompiéndose. Lo que no entendía es que esa coalición estaba cementada por el deseo de acabar con el régimen nazi y que duraría hasta que hubiera conseguido ese objetivo.

La ofensiva de las Ardenas respondió a la filosofía hitleriana de que la defensa sola no bastaba, sino que era necesario pasar a la ofensiva. Hitler quería repetir la operación que en 1940 le dio la victoria sobre Francia. El objetivo era el puerto de Amberes. Conquistarlo privaría a los aliados de su principal fuente de abastecimiento e introduciría una cuña entre las tropas británicas que quedarían aisladas al norte de la cuña y las norteamericanas. Teniendo en cuenta los medios a disposición de los alemanes, el plan era demencial. Ya decía mucho que el ataque tuviera que realizarse con mal tiempo para que los aliados no pudieran utilizar su superioridad aérea. Una de las muchas incongruencias del plan: Amberes estaba a 120 kilómetros y los alemanes sólo tenían combustible para hacer 40; se esperaba que los otros 80 los hicieran con los depósitos de combustible que les capturasen a los aliados. Los principales generales que tendrían que ejecutar la operación, dudaban de su viabilidad, pero ninguno se atrevió a decírselo a Hitler.

Tras el fracaso de la batalla de las Ardenas, Hitler sabía que no le quedaban más balas en el cargador. Llegó entonces el momento de imaginar un apocalipsis wagneriano: “… intentan exterminar a nuestro pueblo… Destruyendo nuestras ciudades esperan no sólo matar a las mujeres y a los niños alemanes, sino también y sobre todo eliminar nuestra cultura milenaria”. Si Alemania iba a sobrevivir, harían falta grandes sacrificios. “Un pueblo que sufre y resiste no puede perecer nunca. Al contrario, emergerá más fuerte y más firme que antes en su Historia”. Los crímenes que Hitler había cometido contra otros pueblos a lo largo de la II Guerra Mundial, ahora querrá cometerlos contra su propio pueblo. Quiso destruir la industria alemana, ordenó fusilar a quienes quisiesen desertar, mandó al frente a todos los que pudieran sujetar un arma, ya se tratase de jubilados de 60 años o de adolescentes de 15. Los cinco últimos meses de la guerra fueron los más sangrientos de todos para los alemanes. Cada mes perdieron un Stalingrado en hombres.

El final de la guerra no fue el final heroico wagneriano que Hitler había imaginado. Las últimas semanas de la II Guerra Mundial vieron a un hombre prematuramente envejecido, encerrado en su búnker, lleno de odio, dar órdenes delirantes que ya no tenían nada que ver con la realidad. Uno de sus generales le describió por aquellos días: “… presentaba un aspecto terrible. Se arrastraba lenta y laboriosamente… le fallaba el sentido del equilibrio… había perdido el control del brazo derecho, la mano derecha le temblaba constantemente… A menudo le salía saliva por las comisuras de la boca.” El 12 de abril aún tuvo una pequeña alegría, cuando se enteró de la muerte de Roosevelt y pudo soñar que se repetiría el milagro de su héroe Federico II que, cuando estaba prácticamente derrotado, vio como se rompía la coalición enemiga como consecuencia de la muerte de la zarina Catalina de Rusia. Fueron unas breves horas en las que los habitantes del búnker pudieron pensar que su suerte habia cambiado. No cambió. El 30 de abril Hitler se suicidó.

El libro de Stephen G. Fritz es muy recomendable para todos aquéllos a los que les guste la estrategia militar. Tiene buen ojo para resaltar los elementos esenciales y claves de cada batalla u operación que describe en el libro. Su descripción de cuáles eran los condicionantes materiales que determinaban los planes alemanes es muy competente.

La imagen final que ofrece de Hitler resulta convincente. No era el militar aficionado que nos han vendido, sino que tenía un instinto estratégico. Otra cosa es que sus carencias en experiencia, formación y carácter eran clamorosas y nublaban su desempeño. Algo que me parece importante subrayar es que no debemos ser piadosos con sus generales y dejar que se vayan de rositas. Compartieron sus objetivos militares, en su gran mayoría no se opusieron a las atrocidades cometidas, sobre todo en el frente oriental, en muchos momentos fueron igual de responsables de los errores que el propio Hitler y muy pocos de entre ellos tuvieron valor para enfrentarse a Hitler. Desde luego, ninguno de ellos le reconvino por los crímenes de guerra que estaban cometiendo los ejércitos alemanes.

 

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