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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El imperio y sus heces (3)

Emilio de Miguel Calabia el

(La única foto que se conoce de Frederic Caraman. Es el de la derecha)

Una cosa que introdujo el colonialismo en Asia fue la identidad étnica inmutable. Hasta la llegada de los europeos, las identidades étnicas eran más o menos maleables. Un comerciante chino llegaba a Camboya, tomaba una esposa khmer, aprendía algo del idioma y comenzaba a vestirse como un khmer. Al cabo de algún tiempo podía presentarse como khmer, al tiempo que no había perdido del todo sus vínculos con la comunidad china. Los franceses, influidos por el darwinismo y el racismo, no apreciaron en modo alguno una fluidez étnica tan poco cartesiana. La racionalidad administrativa exigía que uno no pudiera pertenecer más que a una etnia y era la etnia que venía dada por la del padre.

Un corolario de este racismo institucional era la cuestión de las relaciones entre los europeos y las mujeres nativas. En los primeros momentos de la colonia, cuando no había mujeres europeas, a regañadientes las autoridades aceptaron que hubiera relaciones de concubinato (no las consideraban auténticos matrimonios) entre europeos y nativas. Incluso podían verlas como una válvula de escape para los europeos y, desde luego, más barata que la importación de mujeres europeas.

El concubinato no era visto como un escándalo en sí y muchas de esas relaciones perduraron en el tiempo. Esas mujeres cumplieron muchas veces con un papel que no ha sido reconocido de intermediarias entre la sociedad europea y la sociedad nativa y para muchos sus mujeres fueron socias comerciales imprescindibles. Además, no pocas veces entre el europeo y la nativa surgía una relación de afecto verdadero. Pero no idealicemos demasiado. A menudo el hombre europeo veía a su compañera nativa como poco más que una doméstica dignificada con la que tenía sexo. Las mujeres, por su parte, lo principal que obtenían de la relación era una cierta seguridad económica y algunas ventajas económicas.

Los prejuicios eran tantos, que lo más normal era que esos hijos se registraran mencionando únicamente el nombre del padre francés y no el de la mujer camboyana. En algunos casos, es posible que fuera el propio padre el que silenciase el nombre de la madre para que no cayera el estigma de ser mestizo sobre el hijo, en caso de que regresara a Europa.

Al igual que ocurriera en la India británica unas décadas antes, a medida que el régimen colonial se fortalecía, el racismo aumentó y las uniones interétnicas y sus hijos fueron cada vez peor vistos. En el caso francés, al racismo vino a unirse la mentalidad pequeño-burguesa y sus ideas sobre lo que un buen ciudadano puede o no puede hacer. Para finales del siglo XIX se prohibió que los funcionarios coloniales pudieran tener concubinas y a aquéllos que las tenían se les forzó a romper el vínculo inmediatamente.

En un gesto de inmensa hipocresía, las autoridades coloniales sí que permitieron la prostitución, que consideraban preferible a la masturbación y a la homosexualidad, actividades ambas que, como es sabido (al menos entre las autoridades coloniales), fomentan la debilidad y la molicie. Con notable pragmatismo y cartesianismo, lo que más les preocupaba era que contagiasen alguna enfermedad a los probos franceses y de ahí los esfuerzos por organizar la prostitución en el protectorado. La visión de las autoridades era que las mujeres nativas no dejaban de verse atraídas por el oficio más viejo del mundo, bien fuera por la seducción del lujo, bien fuera por pereza, bien fuera por pobreza. Mueller considera que la tercera de las razones tenía visos de ser real en muchos de los casos.

El creciente racismo colonial tuvo un efecto deletéreo sobre las relaciones interraciales y su prole. Lentamente las concubinas que vivían con europeos empezaron a ser vistas como simples prostitutas  (“la mujer indígena que acepta vivir con un europeo es de hecho una genuina prostituta que nunca irá a mejor”) y sus hijos como resultados de unas uniones erróneas. Muchos de esos niños terminaron en orfanatos ante la creencia de que sus padres no sabrían velan por ellos y ante el deseo de apartar de la sociedad a unos mestizos que de alguna manera venían a cuestionar la superioridad y excepcionalidad de los blancos.

Caraman, que pertenecía a la primera generación de colonos, hizo como muchos de ellos y tomó una concubina camboyana con la que tuvo un hijo, Víctor. Caraman procuró que su hijo tuviese una educación lo más europea posible y encargó a una amiga europea, Mme. Marrot, fuese su madrina. Parece que Mme. Marrot se tomó su misión en serio y que se apegó realmente al niño. Resulta interesante que en todo este proceso la madre nativa del niño es una sombra a la que nunca se menciona. En el registro de nacimiento del niño se mencionan el nombre de Caraman y una “madre no identificada”. Mueller no ha conseguido dar con su nombre.

En 1878 Caraman tuvo otra de sus geniales ideas, que sin duda le convertiría en un hombre rico: revolucionar la industria del algodón camboyano. Hizo contactos en Francia que le permitieron autoconvencerse de que los manufactureros de Le Havre y Rouen podrían estar interesados en comprar algodón camboyano. También, aunque no sabía nada sobre agronomía, se autoconvenció de que si introducía semillas de algodón egipcio la productividad y la calidad del algodón camboyano aumentarían y sería competitivo en los mercados internacionales.

Esta vez, a primera vista, los planes de Caraman parecían sólidos. La idea era distribuir gratuitamente las semillas de algodón egipcio, que eran de mayor calidad, a los granjeros camboyanos interesados. A cambio, los granjeros darían los dos décimos de su cosecha a la compañía de Caraman y el restante 80% se lo venderían a un precio fijo. La principal oposición al plan vino del representante francés del Protectorado, que, justificadamente, dudaba de cualquier iniciativa que viniera de Caraman y llegó a declarar que él solo le ocupaba la mitad de su tiempo.

El optimismo de Caraman era tan grande que a comienzos de 1879 encargó en Inglaterra y Francia maquinaria para procesar un algodón que todavía no existía. En noviembre de ese mismo año distribuyó las semillas a los granjeros y para enero de 1880 anunció que las plantas estaban floreciendo y la cosecha se anunciaba magnífica. En abril dijo a los fabricantes de Le Havre y de Rouen que contasen con 12.000 toneladas de algodón camboyano de primera.

Uno no sabe si Caraman pecaba de optimista o si realmente le perseguía la mala suerte. Posiblemente fuese una mezcla de ambas cosas. El 12 de abril tuvo que escribir al residente francés y anunciarle que no habría cosecha de algodón, que las lluvias de los días pasados se la habían llevado por delante. Aun así, Caraman todavía tuvo los arrestos de defender que su proyecto había sido un éxito, aunque “incompleto”.

Como le había cogido gusto a lo de cultivar, pidio que se le otorgase una concesión sobre dos islas en el Mekong, próximas a Phnom Penh, Oknya Tey y Khsach Kandal, para plantar en ellas. El nuevo gobernador en Saigón, al que todavía no le habían llegado ecos de la fama de Caraman, apoyó su petición y Caraman consiguió la cesión de Oknya Tey.

Rápidamente se puso a hacer lo que mejor sabía hacer: gastar dinero. Compró búfalos de agua, utensilios agrícolas y semillas de maíz, vainilla, cacao, café, algodón… cualquier planta era buena para Caraman. Y, como siempre con Caraman, entonces surgieron los problemas: los habitantes de la isla no querían ni plantar para él ni utilizar las semillas que les ofrecía. Como pudo plantó, esperando cosechar en mayo… en un país donde la época de lluvias empezaba en abril. Otro desastre.

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