
Cuando estás en el vuelo de incorporación a un nuevo destino que no conoces y el avión inicia la aproximación, te invade una vaga inquietud. ¿Y si no me gusta desde el aire? Lo mismo desde el aire es feo o anodino y al aterrizar me llevo una sorpresa agradable. Pero no, las sorpresas agradables no existen en la vida de un diplomático. Si desde el aire el destino parece feo, seguramente empeore al aterrizar.
A Yaundé me incorporé por carretera, porque en aquel momento no contaba con aeropuerto internacional. La entrada en el paÃs se hacÃa por el puerto de Duala. De Duala a Yaundé se tardaba unas dos horas y media por una autopista mal peraltada. La historia fue que quisieron hacer una autopista de dos carriles por cada lado. Para cuando terminaron los dos carriles de subida se les habÃa acabado el dinero. ¿Qué hicieron? Pintar una lÃnea continua en los carriles y dejar uno de subida y el otro de bajada. Buena solución de recambio, salvo que los peraltes de las curvas estaban pensados para un vehÃculo que subiera, no para uno que bajara. De vez en cuando en el lado derecha de la carrera se veÃan en medio de la jungla restos de vehÃculos que no conocÃan la historia del peralte.
El trayecto entre Duala y Yaundé estaba salpicado de casetas precarias en madera en cuyo frente tenÃan una suerte de mostrador y en el que ofrecÃan su mercancÃa. Unos vendÃan gasolina clandestina que te quemaba el motor, otros ñames y tubérculos diversos y unos terceros carne de selva. En un momento dado las casetas empezaron a hacerse más numerosas y la autopista dejó de ser tan autopista. Calculé el tiempo que hacÃa que salimos de Duala y me dirigà a mi colega con cierta angustia: “¿No será esto Yaundé?” “SÃ, llevamos quince minutos en ella?”
Más tarde me recuerdo contemplando las colinas que circundan Yaundé desde el jardÃn de la Residencia y me sentà como un legionario romano del siglo II abandonado en una fortaleza en lo más hondo de la selva negra.
La llegada a La Paz fue de todo menos pacÃfica (no pude resistirme al chiste fácil). Después de haberse movido mucho, el avión empezó la aproximación y debajo vi un paisaje desolado y ocre. A mano derecha, pronto apareció El Alto, una de las ciudades más feas que haya visto. Edificios a medio terminar, calles polvorientas y ni una sola planta. Y allà iba a pasar dos años.
Al llegar no sabÃa bien qué esperar de Cantón. Me apetecÃa tanto el Consulado que lo pedà sin haber consultado el informe de puesto. Me esperaba rascacielos y una llanura aluvial. Lo que me encontré fue colinas boscosas hasta la linde misma del aeropuerto. Un montón de aviones de China Southern estaban alineados en cada uno de los fingers, con un avión de Ethiopian Airlines puesto allà para despistar. No habÃa movimiento en las pistas, como si fuese un aeropuerto de lego y al niño le hubiese faltado dinero para comprar un par de vehÃculos y unos cuantos muñequitos de personal aeroportuario. Me sentà que habÃa llegado a otro mundo, un sitio extraño y muy diferente.
La primera impresión del aeropuerto es de frialdad. Hay pocos anuncios publicitarios. No hay carteristas. Nadie duerme precariamente en el aeropuerto. No hay turistas ingleses vocingleros. No hay aglomeraciones. Todo es eficiente, hasta el funcionario del control de pasaportes, que no sonrÃe como los funcionarios tailandeses del aeropuerto de Suvarnabhumi, pero que despacha tu pasaporte en un santiamén.
En el piso de abajo está el carrusel de las maletas, frustrante como todos los carruseles de las maletas que hay en el mundo. La mÃa tardó una hora en salir. Me sentà como en casa. Concretamente me sentà como en la T4 del aeropuerto de Barajas.
Mis cuentos