
Edmund Wilson fue uno de los críticos literarios norteamericanos más inteligentes y más influyentes del siglo XX. Lumen publicó en 2022 una antología de las cartas y las críticas literarias de Wilson desde los años 20 hasta 1971, el año anterior a su fallecimiento.
En el libro nos encontramos, por ejemplo, una crítica larga y excelente de “En busca del tiempo perdido de Proust”, a la que encuentra que tiene una estructura sinfónica más que de novela al uso. Wilson nos hace ver que en realidad en “A la sombra de las muchachas en flor” ocurren pocas cosas objetivas. La acción es ante todo una acción contemplada desde la subjetividad. En cambio, en las siguientes novelas Proust “nos arroja ahora violentamente a la vida del mundo exterior” y contrasta “los sueños, las meditaciones y las quejas del héroe neurasténico” con “las ricas y vivas escenas sociales, dramatizadas con gran valor imaginativo.”
Proust recurrió a conocidos de las reuniones sociales que tanto le gustaba frecuentar para inspirarse, para construir a sus personajes. Si “En busca del tiempo perdido” es una obra maestra, en buena medida lo es por los personajes que crea Proust y, de alguna manera por sus interrelaciones. Los personajes de Proust no pueden considerarse aislados del medio social en el que se mueven. Tal vez el caso más famoso sea el del “tragicómico héroe sodomita” del Barón de Charlus. De Charlus está basado,- aunque no únicamente-, en el refinado esteta homosexual Robert de Montesquiou, con el que Proust pasó de la admiración a la hostilidad, cuando Montesquiou no pudo soportar la gloria literaria que estaba alcanzando Proust. Es sabido que para Montesquiou representó un duro golpe a su inmensa vanidad verse retratado en el barón de Charlus, aunque la leyenda de que el disgusto le llevó a la muerte, no es sino una leyenda literaria. Wilson lo equipara a Falstaff como ejemplo de personaje extraordinariamente logrado.
Para Wilson, lo extraordinario de las caracterizaciones de Proust es que tienen individualidad, al mismo tiempo que tienen una significación universal. Madame de Guermantes es una esnob, cuyo esnobismo le impide convertirse en una persona real. Odette de Crecy aúna toda la estupidez femenina con su capacidad despertar las pasiones y los sueños de los hombres. Otra de las genialidades de Proust es que nos ofrece una visión diacrónica y prismática de los personajes. Así, por ejemplo, el barón de Charlus entra en la novela desde la imagen que tienen de él los demás: un hombre poderoso, influyente, duro y mujeriego que abomina de los afeminamientos. Al final de la novela es un hombre patético, cuya homosexualidad ya es un secreto a voces, y que ha perdido el respeto de la sociedad.
Proust era una mezcla curiosa. Un snob al que le gustaba que le invitaran a todas las fiestas, pero que no dejaba de ser consciente las imposturas sociales. Parece un advenedizo que se muere por codearse con los ricos y famosos y al mismo tiempo es consciente de su falsedad. Para Wilson, le queda “mucho de esa capacidad de indignación moral apocalíptica que es típica del profeta judaico (la madre de Proust era judía)”. Ha habido otros escritores que han escrito con cinismo sobre la Humanidad, Stendhal, Flaubert, Anatole France… Proust llega adonde ellos llegaron en términos de condena de la sociedad, pero llega a costa de mucho dolor y sin resignarse nunca del todo al desengaño que produce hacerse consciente de los mecanismos reales que mueven a la sociedad.
Wilson considera “En busca del tiempo perdido” una obra lóbrega. A lo largo de la obra Proust nos dice que “las relaciones entre las personas no pueden proporcionar satisfacción duradera”. Sólo la literatura y el arte pueden producir satisfacción. Wilson se pregunta por qué el doctor Cottard no podría encontrar satisfacción en el ejercicio de su profesión o el diplomático de Norpois en sus negociaciones diplomáticas. Los amantes en la novela están condenados a la insatisfacción y al remordimiento. Wilson acusa Proust del viejo pecado medieval de la acidia, la combinación de pereza y disgusto por la vida.
Otro autor al que dedica un estudio pormenorizado es Henry James, ese escritor norteamericano refinado que hizo todo lo posible por convertirse en europeo, hasta el punto de adquirir la nacionalidad británica en plena I Guerra Mundial. James se debatiría en sus obras entre el punto de vista norteamericano y el europeo y suele preferir al primero. A menudo sus protagonistas europeos son demasiado refinados para su propio bien y la inocencia norteamericana resulta preferible.
De una de las dos obras más valoradas de James, “Un giro de tuerca” [la otra obra es “Lo que Maisie sabía”], Wilson piensa que la clave es su caracterización de la institutriz, el “retrato de la hija de un humilde párroco de aldea, con su británica conciencia de clase media, su incapacidad para sus propios impulsos sexuales naturales”. La institutriz, apoyándose en la inmarcesible autoridad británica, transmite órdenes a sus inferiores “aunque resulten completamente falsas y en absoluto beneficiosas para los demás [la institutriz no se comporta de manera muy diferente a como las élites británicas se han comportado históricamente]”.
El análisis de la institutriz de “Un giro de tuerca” le permite adentrarse en uno de los personajes típicos de James: la solterona frustrada anglosajona. Mujeres que se engañan a sí mismas y engañan a los demás sobre sus objetivos y sus emociones. Los hombres de James son la justa contraparte de sus mujeres: obvian la experiencia emocional ya sea por timidez, por prudencia o por una resignación heroica. Esos protagonistas masculinos de James no sorprenden si uno piensa en cómo fue el autor: un solterón, un hombre retraído, que prefería participar en la vida social como observador, que lo apostaba todo a su intelecto y vivía alienado de sus emociones. Curiosamente como sus protagonistas.
Wilson piensa que en sus obras James dramatiza las frustraciones de su vida emocionalmente limitada. En el momento en que Wilson escribió era poco lo que sabíamos de su vida personal, que no viniese directamente de él. Con el tiempo sus biógrafos han empezado a especular con que fuese un homosexual que posiblemente estuviese en el armario y que sublimase su sexualidad mediante la literatura.
Una escritora norteamericana a quien a menudo se ha comparado con Henry James es Edith Wharton. Como en el caso de James, Wharton usó la literatura para mitigar su tensión emocional. Para ello se convirtió en la profetisa social de su generación, una profetisa pesimista, por cierto. En sus novelas, sus protagonistas sucumben víctimas de un pequeño sistema social cerrado, que suele ser el de los plutócratas, la clase social que en la que Wharton centró la mayor parte de sus obras. La alternativa es o destrozarse la cabeza a fuerza de darse de cabezazos contra la pared social, o morir en vida, resignándose a adaptarse a una sociedad que se rechaza visceralmente.
Un tipo de personaje masculino muy típico de Wharton es el del hombre al que su intelecto, su educación y su sensibilidad le apartan de sus semejantes, pero al que le falta la fuerza tanto para enfrentarse del sistema como para apartarse totalmente de él. “Combinaban un gusto cultivado con notables dotes sociales, pero su debilidad consistía en que, salvo en algunos cuantos casos, ponían muy poco en prácticas sus habilidades. Estaban satisfechos de vivir en un ocio diletante, sin prestar ninguno de los servicios públicos que un sistema social más ilustrado hubiera exigido de ellos.” Esos hombres suelen caer en las redes de mujeres convencionales e ideales burgueses.
Al igual que sucedió con Proust, Wharton es una puritana, aunque el origen de su puritanismo no sea el judaísmo, sino el protestantismo de Nueva Inglaterra. Wharton quiere que nos fijemos en todas las miserias de la sociedad, lo desagradable y lo feo.
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