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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La guerra es glamourosa (y 2)

Emilio de Miguel Calabia el

La fotografía hizo que no pudiésemos engañarnos más sobre la verdadera naturaleza de la guerra. La primera guerra fotografiada fue la de Crimea, pero aquélla en la que el fotógrafo reemplazó definitivamente al pintor fue la guerra de Secesión norteamericana. Las fotografías de cadáveres de esa guerra, tendidos en el suelo en posturas inverosímiles, empezando a hincharse, no permiten hacerse ilusiones sobre la belleza de la guerra. Tal vez por ello, la novela más famosa sobre la Guerra de Secesión sea “La roja enseña del valor” de Stephen Crane, un libro ambiguo, que habla de heroísmo, pero también habla de cobardía y de la lucha interior del soldado que se debate entre el instinto de conservación y la voluntad de no dejar abandonados a sus compañeros.

Los horrores de la Guerra de Secesión se nos olvidaron pronto. Cuando en agosto de 1914 las potencias europeas se declararon la guerra unas a otras, poblaciones enfervorecidas y exultantes salieron a las calles a celebrar la buena nueva. Existe una foto de Viena donde la multitud, entre la que se encuentra un joven Adolf Hitler, se congrega entusiasmada en el centro de la ciudad. En otra, unos soldados alemanes desfilan por las calles de Berlin y una mujer del pueblo entrega un ramo de flores a uno de ellos, como si estuviese yendo a una fiesta y no a la guerra. Pero el sentimiento de esa mujer no estaba muy equivocado. He visto una fotos antiguas de trenes alemanes cargados de soldados, en el que alguien ha pintado: “Nach Paris”, “Hacia Paris”. Sí, para muchos en esos primeros momentos, la guerra era un simpático viaje turístico, que terminaría al pie de la Torre Eiffel.

Al otro lado de la frontera las cosas no eran muy distintas. En Francia la gente corrió a alistarse. Además de que iba a ser divertido, había que vengar la derrota de la guerra franco-prusiana y recuperar Alsacia y Lorena. He leído que a los alistandos les daban un papel, indicándoles el día en que tendrían que incorporarse. Quienes habían recibido un papel con una fecha tal que dentro de 30 días, se lamentaban. Temían que todo lo divertido se hubiese terminado, cuando fuese su turno. Louis-Ferdinand Céline narra el enfervecimiento patriótico de una manera muy sarcástica en el inicio de “Viaje al final de la noche”:

“… justo por delante del café donde estábamos sentados, fue a pasar un regimiento, con el coronel montado a la cabeza y todo, ¡muy apuesto, por cierto, y de lo más gallardo, el coronel! Di un brinco de entusiasmo al instante.

«¡Voy a ver si es así!», fui y le grité a Arthur, y ya me iba a alistarme y a la carrera incluso.

«¡No seas gilipollas, Ferdinand!», me gritó, a su vez, Arthur, molesto, seguro, por el efecto que había causado mi heroísmo en la gente que nos miraba.

Me ofendió un poco que se lo tomara así, pero no me hizo desistir. Ya iba yo marcando el paso. «¡Aquí estoy y aquí me quedo!», me dije.

«Ya veremos, ¿eh, pardillo?», me dio incluso tiempo a gritarle antes de doblar la esquina con el regimiento, tras el coronel y su música. Así fue exactamente.

Después marchamos mucho rato. Calles y más calles, que nunca acababan, llenas de civiles y sus mujeres que nos animaban y lanzaban flores, desde las terrazas, delante de las estaciones, desde las iglesias atestadas. ¡Había una de patriotas! Y después empezó a haber menos… Empezó a llover y cada vez había menos y luego nadie nos animaba, ni uno, por el camino.”

La I Guerra Mundial tal vez sea la guerra que ha dejado más fotos de muertos. Había tantas, que incluso había soldados morbosos, que las coleccionaban. Yo he visto varias de ellas y son más terribles que las de la Guerra de Secesión norteamericana.

Años después, tras haber visitado las antiguas líneas de las trincheras, Scott Fitzgerald comentaría en “Suave es la noche” que ya no sería posible que otra generación de europeos pasase por la prueba de las trincheras. La creencia ciega en Dios y en la Patria hasta el punto de sacrificarse y morir por ellas ya no era posible. Los años veinte fueron los años del cinismo y del deseo de disfrutar a tope de la vida.

Las palabras de Scott Fitzgerald aparecen de alguna manera reflejadas en “Sin novedad en el frente” de Erich-María Remarque. Él afirmó que su novela era apolítica y que se limitaba a reflejar las cosas como habían sido. La novela cuenta cómo un grupo de estudiantes de secundaria espoleados por su maestro se alistan y corren entusiasmados al frente. La realidad será muy diferente a lo que les habían prometido. Allí perderán sus ilusiones, su inocencia y su vida.

Aunque la I Guerra Mundial hubiese sido la guerra que acabaría con todas las guerras, 21 años después de su inicio los europeos volverían a suicidarse en los campos de batalla. En este caso el acicate no fue Dios y la Patria, sino la convicción de había que frenar al fascismo/nazismo o de que había que aniquilar el bolchevismo judeo-masónico, según el lado del frente en el que uno se encontrase. Pienso que las poblaciones europeas habían salido tan cansadas de la I Guerra Mundial que sólo un motivo ideológico potente, unido al riesgo cierto de que tu vida cambiaría radicalmente si el bando contrario ganaba, fueron capaces de movilizar efectivamente a los europeos.

Parece que en la II Guerra Mundial nuestra relación con la muerte en combate empezó a cambiar. Apenas se difundieron fotos de soldados muertos como en la I Guerra Mundial. Hay una foto muy famosa de marines muertos en la playa de Tarawa, en el Pacífico, pero fuera de eso parece que hubiera mucho más reticencia a mostrar cuerpos muertos. Los norteamericanos lo aplicaron más estrictamente, pero lo mismo podría decirse de todos los demás combatientes.

Las películas bélicas que se hicieron en los 50 y los 60 reflejaron esa reticencia. Morir en combate parece de lo más sencillo. Vas caminando, algo te golpea en el abdomen. Te llevas las manos al viente. Dices “oh, my god”. Caes. Mueres. No hay sangre, ni miembros mutilados, ni cabezas atravesadas por una bala. Así cuela el subtexto de que es hermoso morir por la patria.

A la altura de los setenta empezó a haber un cambio. Los cineastas estimaron que la guerra era horrible y así había que mostrarla. Irónicamente, a medida que nos volvíamos más blanditos, estábamos dispuestos a cualquier compromiso con tal de evitar la guerra y aguantábamos peor las bajas en combate, las películas de guerra se volvían más duras, sangrientas y realistas. No hay más que comparar las escenas del desembarco en Normandía de “El día más largo”, que era de 1962, con las de “Salvando al soldado Ryan”, que es de 1998, o la visión ideologizada y maniquea de la guerra de Vietnam que ofrece “Boinas verdes” de 1968 con la realista y sin cataplasmas “La chaqueta metálica” de 1987. Por cierto, que de este elenco de películas bélicas realistas me quedo con “Ven y mira” del soviético Elem Klímov. Una visión sin contemplaciones de lo que fue el Frente Oriental en la II Guerra Mundial.

Recientemente la revista Vogue nos ha recordado que la guerra puede ser glamourosa. Annie Leibovitz ha publicado en Vogue una serie de fotografías de la esposa del presidente Zelenski, en las que se ve que el sufrimiento (ajeno y aunque sea el de tus compatriotas) no está reñido con la elegancia. Ignoro quién fue el genio que tuvo la idea, ni lo que se les pasó por la cabeza al presidente Zelenski y a su mujer cuando aceptaron.

Mi brújula ética me dice que hay cosas fuera de límite. Uno no hace un juego de guerra sobre la I Guerra Mundial e introduce una regla optativa sobre el genocidio armenio (esa fue la decisión de Philippe Thibault cuando diseñó el excelente “La Grand Guerre 1914-1918). Uno tampoco hace una comedia sobre Auschwitz. Ni tampoco se hace fotos glamourosas mientras llueven los misiles sobre tu país.

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