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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Todos nosotros (2)

Emilio de Miguel Calabia el

(Raymond Carver y Tess Gallagher

Aunque Carver fue muy feliz con su segunda mujer, Tess Gallagher, parece que de su primera experiencia matrimonial le quedó un regusto amargo contra el matrimonio y las relaciones personales familiares que no las hemos elegido, sino que nos vinieron impuestas por nuestro nacimiento. “… El tío Bo estuvo casado con la tía Ruby/ durante 47 años. Luego se ahorcó…”

También tiene muchos poemas dedicados a lo más desagradable de todo, la muerte. Hay muertes para todos los gustos en el poemario, aunque predominan las repentinas, las que no se vieran venir, como si la muerte misma fuese un cuento de Carver, donde una frase inesperada, dicha en el momento más inoportuno, lo cambia todo. “… El teléfono suena/ y suena. No puedo acercarme por miedo/ a oír mi nombre una vez más. El mismo nombre/ al que mi padre respondió durante 53 años./ Antes de obtener su recompensa./ Murió justo después de haber dicho “Lleva esto/ a la cocina, hijo…”” Habla de alguien que echaba de menos a su madre y todavía se acordaba de ella: “… Durante treinta años la tuvo en el corazón/ y éste le dejó ir. Se fue a la cama una noche/ en una ciudad al norte de California/ y no se despertó. ¿Qué cosa podría ser más sencilla?/ Me gustaría que mi vida, y la muerte, pudieran ser tan sencillas…” Hoy, mientras escribía esta entrada, me enteré de una muerte a lo Carver. Un hombre joven, que había tenido un ataque al corazón y al que estaban tratando de reanimar; sus últimas palabras fueron: “Esto es un sueño:”

A veces, lo peor no es la muerte en sí, sino el recuerdo de que hubo un tiempo en el que fuimos jóvenes y hermosos y en el que la muerte era algo que les ocurría a los demás. Una anciana llega a casa de un moribundo que se llama Antonio Ríos: “… la anciana llevó la brida a la habitación/ y la colocó a los pies de la cama./ La cama en la que él agonizaba./ Se fue sin decir una palabra./ Esta mujer una vez había sido joven y hermosa./ Cuando Antonio era joven y hermoso.” Me encanta, porque sin más palabras, sugiere que la mujer y Antonio fueron amantes en su juventud.

Carver también presta atención a lo que la muerte tiene de ritual. Desde que a un neandertal se le ocurrió enterrar a un congénere en posición fetal y con herramientas de piedra, hemos querido despedirnos de los nuestros de manera especial. Carver tiene una sensibilidad muy fina sobre todo lo que le rodea a la muerte. Por ejemplo en “Otro misterio”: “Aquella vez acompañé a mi padre a la tintorería./ ¿Qué sabía entonces de la Muerte?/ Papá sale/ con un traje negro en una bolsa de plástico. Lo cuelga en el asiento de atrás/ del viejo coupé y dice, “Este es el traje con el que tu abuelo/ va a dejar el mundo.” ¿De qué demonios/ podría estar hablando? Me pregunté./ Toqué el plástico, la resbaladiza solapa de aquella chaqueta/ que se iba a ir con mi abuelo. Aquellos días era/ sólo otro misterio más.” Años después en “El campo” la escena se repite, pero ahora se trata de buscar traje para su padre: “… Aquel/ empleado de la funeraria preguntándole a mi madre si/ quería comprar el traje completo para enterrar a mi padre con él/ o sólo la chaqueta. No/ tengo que responder a eso/ ni a ninguna otra cosa. Pero, ¡eh!, fue/ al crematorio en calzoncillos.”

Y continuando con la historia post-mortem de su padre en ese mismo poema: “… Mi padre./ Ahora no es nada. Reducido a una urna de cenizas,/ y a algunos huesecillos. En modo alguno/ es ésta la forma/ de terminar tu vida como hombre./ Aunque como Hemingway señaló correctamente,/ todas las historias, si continúan lo suficiente/ terminan en la muerte…”

A Carver le gustaba cazar y pescar. La naturaleza juega un papel especial en su poesía. Cuando está más cerca de la felicidad y de algo que se parezca a la iluminación es cuando está contemplando la naturaleza. En “Tranquilidad”, cuenta cómo desescama y destripa un salmón con la poesía con la que un japonés podría contar cómo se hace un origami. El poema termina: “… Lanzo una última mirada/ a la luz azul en lo alto. Me vuelvo/ a casa./ Mi noche.” Siento que podría ser un monje tibetano, que mira un momento a la penumbra, antes de meterse en su celda para meditar.

El arranque de “Septiembre” tiene algo de haiku: “Septiembre, y en algún sitio las últimas/ hojas del sicomoro/ han vuelto a la tierra.” Otros versos con sabor a haiku en “El pupitre”: “Esos brotes. Lilas./ Con cuanta dulzura llenan el aire./ Efémeras revoloteando mientras el carro/ se aleja- mientras los peces salen a la superficie.”

Pero esto es excepcional en la poesía de Carver. Carver, como buen occidental, no puede concebir la naturaleza si no es en relación consigo mismo. Allí donde el poeta japonés se esfuma, el occidental siente que tiene que reafirmarse. O más que reafirmarse, no puede hacerse uno con la naturaleza, la dualidad está siempre presente. La naturaleza y yo. Casi lo más importante es el efecto que la naturaleza produce en mí, no lo que es la naturaleza cuando nadie la mira, cuando la dejamos abandonada a sus ritmos particulares.

Esto lo podemos ver en el inicio del poema “Esta mañana”: “Esta mañana era diferente. Hay un poco de nieve/en el suelo. El sol flotaba en un cielo/ claro y azul. El mar era azul y azul-verdoso/ hasta donde alcanzaba la vista./ Apenas una ola. En calma. Me vestí y salí/ a dar un paseo, decidido a no volver/ hasta que no hubiera recogido lo que la Naturaleza tenía que ofrecer…” Aunque tiene cualidades de haiku, es demasiado largo y descriptivo. En manos de un poeta japones, habría quedado así: “Nieve en el suelo./ El sol flota en el cielo./ Una onda en el mar en calma.” Ya está. Menos palabras y un movimiento sutil en el último verso. Para mí, el haiku necesita de un pequeño elemento dinámico, algo que rompa su estatismo habitual. Pero la gran diferencia entre Carver y un haikin japonés no estriba en su mayor verbosidad, sino en la necesidad de meterse como protagonista en la escena. Carver no puede limitarse a contemplar la escena, tiene que hacer algo y ese algo es vestirse y salir de casa. La idea de disfrutar de lo que ve por la ventana, tomando una taza de té, ni se le pasa por la cabeza.

 

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