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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Crisis de valores (1)

Emilio de Miguel Calabia el

(Cicerón preguntándoles a los senadores romanos si no se están perdiendo los valores de la República y que adónde vamos a parar)

Cada generación ha pensado que los jóvenes ya no respetaban los valores de sus mayores y que la sociedad iba camino del desastre. Cicerón en “De Officiis” se lamenta: “¡Oh casa antigua! Pero qué señor tan diferente te tiene. En las circunstancias actuales esto, ciertamente, puede decirse en muchos casos”. Más cerca de nosotros, Francisco de Quevedo llevó a menudo a sus poemas la corrupción de los valores de la sociedad de su tiempo y la influencia del dinero en esa corrupción: “Y pues es quien hace iguales/ al duque y al ganadero/ poderoso caballero/ es don Dinero (…) Y, pues él rompe recatos/ y ablanda al juez más severo/ poderoso caballero/ es don Dinero.” Y podría citar a Chesterton y su miedo a una sociedad dirigida por políticos entregados a la ingeniería social, a J.R.R. Tolkien, que veía con tristeza cómo el materialismo barría los valores tradicionales de la campiña inglesa…

Creo que ya he llegado a ese momento en la vida en el que puedo decir que los valores se van perdiendo y que vamos cuesta abajo, palabra que rima con “carajo”, que es el sitio al que nos estamos yendo.

Primero perdimos la religión. Los ilustrados en el siglo XVIII le dieron las primeras acometidas, aunque más que al dogma en sí, iban dirigidas a las supersticiones y al freno al progreso que veían en la Iglesia católica. El propio Voltaire, después de haber fustigado a la Iglesia durante toda su vida, se convirtió en sus últimos días y un par de meses antes de morir dictó a su secretario: “Muero adorando a Dios, amando a mis amigos, no odiando a mis enemigos y detestando la superstición.”

Peor para la religión fueron los sabios y los científicos. A finales del siglo XVIII, Johann Gottfried Eichorn comenzó a estudiar la Biblia como si fuese un texto literario más y no la palabra de Dios. Sus estudios y los de sus sucesores minarían el concepto de la autoría divina de la Biblia. Más grave para la religión fue la teoría de la evolución de Darwin. Darwin dio una explicación al desarrollo de la vida que chocaba directamente con el Génesis y no necesitaba de Dios para ofrecer sus explicaciones.

No nos engañemos. Si no hubiera sido Darwin, habría sido cualquier otro científico. El siglo XIX fue el siglo del entusiasmo ingenuo por la ciencia y la creencia en el progreso indefinido. La ciencia tenía todas las respuestas y si no las tenía hoy, las tendría mañana. La ciencia que triunfó era una ciencia materialista, que negaba a Dios y a cualquier intervención del mundo espiritual. Allá donde los filósofos del XVII y el XVIII había ideado la analogía de relojero para mostrar que Dios tenía que existir (la analogía dice que si nos encontramos con una maquinaria de reloj, tendremos que asumir que existe un relojero que es quien la fabricó), los científicos del siglo XIX dijeron que sólo existía la maquinaria.

El ateísmo del siglo XIX y comienzos del XX era un ateísmo razonado y razonable, al que la Iglesia sólo supo dar respuestas ingeniosas pero fuera del paradigma científico. Pongo por ejemplo, el libro “Ortodoxia” de G.K. Chesterton, una apología magnífica en favor del cristianismo, pero que apela al sentimiento y a la emoción, más que a la razón científica.

En todo caso, el ateísmo era una amenaza menor para la religión, comparada con el agnosticismo que vendría después. El ateo no puede evitar pensar en Dios y preguntarse si existirá. George Bernanos en la muy influyente “Diario de un cura de aldea” presenta el personaje del Doctor Delbende, un médico que ha perdido la fe, que desearía volver a creer en Dios y se haya inmerso en una crisis existencial tan fuerte que acabará suicidándose. Ese personaje no sería posible en el siglo XXI, por la sencilla razón de que ya no quedan ateos. El mundo se ha hecho agnóstico. Realmente no le preocupa si Dios existe o no, aunque sospecha que la respuesta a su existencia es más bien negativa.

El agnóstico del siglo XXI reniega de la religión por razones muy distintas de las del ateo del siglo XIX. Para empezar el mundo ha cambiado. La vida ya no es un valle de lágrimas, ni algo insatisfactorio en última instancia. La vida es maravillosa, ofrece mucho y, encima, sólo se vive una vez. El objetivo ya no es la salvación para acceder a un más allá en el que ya no se cree, sino estar integrado y sin problemas para ser feliz y disfrutar de la vida a tope. No interesa la religión, que habla del más allá y de la salvación; lo que interesa son terapias y técnicas que nos ayuden a estar bien y a vivir intensamente (por intensidad se entiende pasarse muchas noches de fiesta, ligar mucho, conducir un buen coche…). Le hemos comprado a la publicidad su visión de lo que es una vida plena.

Tras la religión, perdimos la moral y la ética. Tradicionalmente el comportamiento ético tenía dos fuentes. O bien consistía en cumplir con los mandamientos de la Ley de Dios, o bien comportarse de una manera acorde con la dignidad del ser humano como señala la “Ética a Nicómaco” de Aristóteles. El siglo XIX introdujo un nueva fuente para la ética: lo que conviene.

El primer paso vendría con “La Riqueza de las Naciones” de Adam Smith. Lo importante no es tanto lo que Adam Smith dijo, como la versión simplificada que triunfó. La idea que permaneció fue que persiguiendo nuestros propios intereses y gracias a los mecanismos del mercado, podemos beneficiar a la sociedad. Es la primera vez que el egoísmo sale vindicado (bueno, Adam Smith no elogia el egoísmo; lo que ensalza es la búsqueda del interés propio, aunque muchos de sus lectores no estaban para distinciones tan sutiles). “La Teoría de los Sentimientos Morales”, que compuso después, muestra que el pensamiento de Smith era más sutil que la deformación grosera que prosperó. Aun así, su teoría de la moral ya contiene el germen de lo que más adelante dirían los utilitaristas.

Lo más peculiar de los utilitaristas es que la ética que defienden no tiene una base religiosa, ni parte de una visión elevada del ser humano. Es una ética pragmática que atiende al resultado de las acciones. Será bueno lo que maximice la felicidad y el bienestar de las personas. Otra peculiaridad del utilitarismo es que, a diferencia de otras éticas, para algunos de sus defensores las acciones podrían ser cuantificadas en lo que se refiere a la cantidad de placer o dolor que causan. Jeremy Bentham, en concreto, introdujo un método para calcular el valor del placer o del dolor, en función de su intensidad, duración, certidumbre o incertidumbre, cercanía o lejanía. Para mí, es el antecedente del “homo oeconomicus”, que tanto les ha gustado a algunos economistas. Las elecciones de este “homo oeconomicus” son siempre racionales y tendentes a maximizar su beneficio. No hay valores elevados o ultramundanos que guíen sus decisiones.

Pienso que las ideas utilitaristas han hecho mucha mella en nuestra sociedad. Tienen la ventaja de que son sencillas de aplicar. No hay muchos dilemas morales en ellas. O algo maximiza la felicidad, o no la maximiza. Incluso, en una sociedad obsesionada con las cifras, el utilitarismo permite una cierta cuantificación de las acciones; tal vez no de manera matemática, pero siempre será más fácil cuantificar la felicidad producida en la sociedad por el encarcelamiento de un asesino, que cuantificar la felicidad producida por el cumplimiento del mandato “honrarás a tu padre y a tu madre”.

 

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