«Aún estoy intentando constantemente cambiar la arquitectura», manifestaba Ricardo Bofill en una entrevista para ABC en mayo de 2020, incidiendo en cómo aquello que verdaderamente continuaba disfrutando, tras una carrera intensa y prolífica, era proyectar: «Llegar a mi despacho, encontrarme con una hoja en blanco e iniciar un proyecto, tomar decisiones… Todo el proceso del proyecto es lo que realmente me ha hecho vivir, y lo sigue haciendo.»
Posmoderno, complejo, maldito. Ninguno de estos adjetivos recibidos a lo largo de su carrera, le han impedido ser un profesional prolífico, que ha transitado con idéntica comodidad por los caminos de lo experimental y alternativo y los salones del poder. Con su muerte, hay que despedir a quien ha sido, sin ninguna duda, uno de los más importantes arquitectos españoles. Con ella cae también definitivamente el telón sobre la que fue aquella Barcelona culta, completamente abierta al mundo y dotada de energía para inspirarlo.
Su vocación era seguir inventando arquitecturas, lenguajes y vocabularios, y formar parte de todos los temas que están mirando hacia el futuro.
Procedía de un entorno familiar burgués notablemente culto. «Conversábamos sobre todos los temas con gran libertad, siendo simplemente europeos». Ser uno de los fundadores del primer Sindicato Libre Universitario le costó la expulsión de la Universidad de Barcelona, el que fue su primer encontronazo con la dictadura franquista. Continuó sus estudios en Suiza y, al regreso, comenzó a trabajar junto a su padre, arquitecto y constructor, hasta que, movido por su visión social de la arquitectura, decidió emprender un camino propio, adelantado a su tiempo.
En 1968 concibe el Walden 7, donde daba una traducción arquitectónica a las ideas de los movimientos contraculturales estadounidenses latiendo en aquel momento. Su concepto fue el resultado de dos años de trabajo colectivo junto a los sociólogos, escritores, matemáticos, filósofos… con los que creó el Taller de Arquitectura, y él mismo ejerció como arquitecto y promotor del proyecto. « Partía de un texto teórico en el que planteaba una nueva forma de comunidad, una nueva forma constructiva, una nueva forma de propiedad, una nueva forma de familia, – porque al respecto manifestábamos que el único modelo no era el burgués, de papá y mamá y dos niños, sino que las familias pueden ser de distintos tipos-. En síntesis, planteaba un modelo que partía de grandes libertades personales y de la aceptación del otro.»
Declarado antiracionalista, en aquel entonces se sentía «más afín a los organicistas, Aalto, Kahn… Buscaba también influencias en la arquitectura vernácula, en otros terrenos de la arquitectura. A mi parecer, la arquitectura moderna había planteado una ruptura con la historia y yo creía que era necesario recuperarla. Ensayé nuevas metodologías para hacer arquitectura: nuevos métodos, nuevos sistemas…» El proyecto fue siempre para él la puesta en práctica de una teoría previamente desarrollada, cuyos errores no tenía reparo en reconocer a posteriori con mirada crítica. Así le sucedía con el Walden 7, pese a que el tiempo lo ha revalorizado absolutamente: aunque el edificio permite una gran calidad de vida comunitaria, no se materializó en ella la utopía social para la que lo concibió. «Por lo tanto, me equivoqué.»
A comienzos de los 70 volvió a topar con el franquismo. Se marchó. El veto en España le llevó a tener relaciones con el gobierno de Giscard d’Estaing. Estableció su estudio-base en París, donde permanecería por más de tres décadas, y en donde, como reconocía desacomplejadamente, se convirtió en el primer arquitecto-estrella internacional. Decía haber preferido alejarse de los privilegios de la fama, haber comprendido rápidamente que eran espejismos corruptores de la integridad y distractores de aquello que para él siempre siguió siendo esencial: «Hacer proyectos, estar en el pensamiento del proyecto.» Perder el contacto con la realidad, diseñar desde la distancia y dirigir desde lejos no le interesaba. «Yo necesito hacer proyectos como un desafío, como un medio de estar vivo. Vivir es estar resolviendo asuntos», seguía aseverando en estos últimos años.
Fue una de las figuras clave del posmodernismo, pero renegaría posteriormente de esa contemporaneización del lenguaje clásico que desarrolló durante una década: «Pasé diez años reescribiendo la arquitectura clásica. No copiándola, sino reescribiéndola. Esto es algo que también tiene sus límites, y por eso también rompí con ello.»
En la actualidad, aún activo y con la mirada puesta en el futuro, percibía el establecimiento de grandes corporaciones y la falta de un impulso enérgico y ambicioso de progreso como las grandes amenazas para la arquitectura. Pese a ese rechazo de la idea de la fama, parecía seguir considerando fundamental y absolutamente necesaria la figura del arquitecto osado, autoritario incluso, creador de edificios poderosos.
El detalle de la presencia de sus edificios en algunas películas El Castillo Kafka en Vivan los novios de Berlanga o Les Colonnes de Saint Christophe en L’ami de mon amie de Rohmer conduce a llamar la atención sobre la menos conocida faceta de Bofill como autor de películas. Circles y Schizo, de las que aún se sentía orgulloso y que fueron fruto de su voluntad juvenil de experimentar ilimitadamente, sin constreñirse a un solo ámbito. Otros reflejos de la inquietud y energía de un hombre que en la intimidad se recogía en un espacio en La Fábrica la antigua cementera que convirtió en su casa y taller, sin apenas decoración y que decía preferir la arquitectura desnuda. Quizá, intentando una comparación cinematográfica, vagando lúcido, pero perdido, como el Gambardella de Sorrentino, incómodo y fuera de tiempo ante los embates de la mediocridad.
Fotografía: Roberto Ruiz www.robertoruiz.eu
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