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Blogs La viga en el ojo por Fredy Massad

Entrevista a Robert Bevan

Entrevista a Robert Bevan
Fredy Massad el

Cada vez resulta más evidente que el pasado incomoda, más aún cuando no se ajusta a las leyes que impone la corrección ideológica presente. A fin de acomodarlo a esas leyes, se lo borra o se lo adapta para acomodarlo a sus cánones.

Los monumentos son las marcas del pasado. En este contexto, muchos de ellos se revelan demasiado molestos por exigir afrontar realidades y personajes históricos que plantean conflictos y cuya memoria parece quererse borrar violentamente, como si esto permitiera exorcizar ese despreciable pasado.

Esta situación y sus reacciones es lo que analiza Robert Bevan en su extenso ensayo Mentiras monumentales. Una reflexión que aboga por afrontar las relaciones del presente con el pasado desde la complejidad, sin censurar necesariamente la visceralidad de esas reacciones que buscan denunciar la cara oscura del ser humano y las civilizaciones en el pasado, pero insistiendo en la necesidad de soluciones meditadas, responsables y que sean, por ende, verdaderamente conciliadoras.

¿Cuál es tu punto de partida? ¿Cómo surge en ti el interés por la arquitectura y el patrimonio?

Estudié Arquitectura, Diseño y Urbanismo en la Universidad de Liverpool, aunque mi propósito no era llegar a ser arquitecto o diseñador, ya que tenía interés en las ciudades y otros temas más amplios. Supongo que ese interés derivaba del hecho de que crecí en una localidad a las afueras de Manchester y fui testigo de cómo fue perdiendo su identidad a lo largo de los años 70 debido a la reurbanización.

Respecto al patrimonio, comenzó a interesarme desde muy joven. Trabajé mucho tiempo en Londres como asesor en temas de patrimonio, pero la burocracia gubernamental acabó por frustrarme, así que decidí dedicarme al periodismo a jornada completa. Desde hace veinte años compagino la dedicación al periodismo con mi labor como asesor en patrimonio desde mi propia agencia. He escrito también dos libros: La destrucción de la memoria, que habla de la destrucción de símbolos arquitectónicos durante guerras y genocidios, y Mentiras monumentales, que presta atención a esas mismas dinámicas, pero en tiempos de paz.

Tiempos de paz, pero convulsos. En la introducción del libro señalas cuán delicado es hoy abordar determinados temas de una manera que no se arriesgue a ser percibida como incorrecta u ofensiva y contribuya así a azuzar aún más controversias, disputas y polarizaciones. Lo cierto es que el tema de la damnatio memoriae y la destrucción de monumentos es tan antiguo como la humanidad, pero ha adquirido una especial virulencia en estos últimos años, en los que han comenzado a atacarse símbolos vinculados al colonialismo, la esclavitud, líderes de regímenes políticos…

Es un fenómeno que se produce en oleadas. En el siglo XX se produce el genocidio armenio, la Segunda Guerra Mundial… Lo sucedido durante el conflicto en los Balcanes volvió a poner el asunto en primer plano; después, fue la destrucción de los Budas de Bāmiyān por parte de los talibanes, las acciones de China en el Tíbet, la persecución a los yazidíes en Irak… En el último tiempo se ha ido produciendo una escalada debida a menudo en parte a actores no-estatales y la caída de las fronteras coloniales, lo cual está haciendo surgir de nuevo muchos conflictos basados en la identidad.

El pasado diciembre, en una intervención en el Parlamento Europeo, Pedro Sánchez replicaba a las palabras dirigidas a él por Manfred Weber, presidente del Partido Popular Europeo, planteándole qué le parecería que se recuperaran nombres de líderes nazis en las calles de Alemania, aduciendo que eso es lo que los partidos de derechas están procediendo a hacer en España. Uno de los gestos más grandilocuentes de la pasada legislatura de Sánchez fue la exhumación de los restos de Francisco Franco del Valle de los Caídos; igualmente, suscitó controversia la sustitución de la anterior Ley de Memoria Histórica por la nueva Ley de Memoria Democrática. La polarización entre ideologías se está extremando y, tanto para la izquierda como para la derecha, el tema de la memoria constituye un asunto muy importante. La introducción de tu libro ofrece un minucioso retrato de este contexto.

En mi opinión, se distinguen dos tipos de actitudes: una es la reacción contra el progresismo que están planteando grupos que defienden los derechos de un colectivo (derechos de las mujeres, derechos raciales, derechos queer…), rechazando el avance que suponen. Otra es el modo en que esos derechos están siendo convertidos en armas por parte de la izquierda y el centro-izquierda porque el paradigma neoliberal predominante en la mayor parte de países de Occidente está fracasando. Los ciudadanos están atravesando dificultades y ningún gobierno parece ser capaz de dar respuestas. Así, en este estado de crisis permanente, la cultura pasa a un primer plano. Esto hace posible llevar simultáneamente dos acciones a cabo: introducir cambios en la narrativa respecto al pasado y a cómo es el mundo, y también tratar de coartar y hacer retroceder el progreso logrado, además de usar todo ello como manera de desviar la atención sobre los fracasos sociales y económicos. Y es posible ver estas guerras culturales como una forma de distracción de lo que son las cuestiones sociales y económicas importantes reales, pero lo cierto es que están ejerciendo un impacto real.

Y estamos viendo que puede ser peligroso, al basarse en gran medida en una trivialización y manipulación de los significados de palabras y objetos que alienta la radicalización de los puntos de vista.

Culpo de esto hasta un cierto grado a la posmodernidad, por su relativización de la verdad. No sé si la posverdad es algo que ha venido para quedarse.

Existe la opinión y existen los hechos, y una parte muy importante mi libro tiene como propósito argumentar por qué los hechos importan. Siempre ha habido y siempre habrá diferentes narrativas en torno a la historia, pero cualquier lectura o posibilidad interpretativa se va al garete si no podemos concordar en cuáles fueron originalmente los hechos. Lo vimos hace pocas décadas en Europa del Este, con los conflictos sobre la historia que se produjeron en Hungría, Polonia, Rusia…países que buscan nuevas narrativas tras la caída de la Unión Soviética y que, en parte, encontró respuesta dentro de la arquitectura mediante la reconstrucción de monumentos, palacios, iglesias y segmentos de la ciudad como forma de negación del pasado, de una realidad de cinco décadas, tratando de implantar sobre el terreno nuevos hechos. Mi actitud hacia esas reconstrucciones es de rechazo, puesto que las entiendo hechas con el fin de engañar, pero las examino con el fin de averiguar qué subyace a ese tipo de acciones, preguntándome ¿qué está sucediendo ahí? ¿qué está llevándose a cabo?, y también cómo la arquitectura ha entrado en este ámbito de formas quizá hasta ahora inéditas.

Dentro de las recientes dinámicas de la arquitectura-espectáculo, el edificio-ícono siempre se ofreció preñado de grandes significados relativos al progreso social y cultural a través de una retórica a menudo hueca y artificiosa. La crisis económica de 2008 pulverizó ese concepto de arquitectura y modificó abruptamente la ideología del discurso. ¿Podría decirse que esa necesidad de instaurar nuevos simbolismos a través de nuevos edificios ha mudado en la de instaurar nuevos simbolismos a través del replanteamiento del patrimonio histórico ya existente?

Es una interpretación con la que, en parte, concuerdo plenamente. Creo que, particularmente en los años que marcaron el fin del milenio, asistimos a ese ascenso en el estatus del ícono, el cual, como señalas, ha declinado debido en gran medida a limitaciones económicas. Ya no hay presupuestos para construir ese tipo de arquitectura y esto ha sido remplazado por un giro hacia los monumentos y el patrimonio. En muchos casos no se trata de la destrucción de viejos lugares, sino de alzar los brazos hacia los monumentos, un nuevo periodo de estatua-manía y de moralización como no se había vivido en Occidente desde finales del siglo XIX. Ese foco puesto en la conmemoración, la moralización, como opuesto al museo icónico, por ejemplo, tiene parte de su raíz en la situación económica, pero también guarda muchísima relación con el desplazamiento del foco de conflicto a las cuestiones identitarias, que son un arma de doble filo.

La paradoja es que el reconocimiento de las diversidades no está llevando al refuerzo de la democracia, sino a generar fuertes frentes de hostilidad y conflicto. El egocentrismo del yo se ha vuelto más superlativo, como si el narcisismo que caracteriza este tiempo hubiera encontrado en esas reivindicaciones de identidad un territorio donde muchos pueden hallar fácilmente la mejor y más alta justificación para sus necesidades de atención y autocomplacencia. La simplificación de las ideas alienta tomas de posición dogmáticas y maniqueas, la violenta animosidad hacia la discrepancia…Todo esto nos está incapacitando gravemente como sociedad para dar su lugar a la complejidad que el análisis y el debate de cualquier tema requiere, incluyendo la historia, el patrimonio, la memoria, la herencia cultural…

La complejidad es clave y todos los temas relativos a la identidad están volviéndose más complejos. No obstante, esta situación no es algo que yo vea asociada al narcisismo; lo veo más bien como un problema de atomización: se piensa cada vez más en términos de identidad individual que de comunidad. Hay muy diferentes cuestiones implicadas, pero yo creo que se deben más a la atomización que al narcisismo.

Cuando hoy vemos a manifestantes, muchos muy jóvenes, derribando una estatua o atacando un edificio resulta difícil afirmar que la visceralidad de su protesta surja de un juicio formado a partir de un cierto grado de conocimiento y análisis de la historia. Estando de acuerdo con esta idea del incremento de la atomización que planteas, ¿cómo interpretar el concepto de colectividad desde el que este tipo de reacciones operan?

Respecto a esa advertencia sobre la falta de conocimiento de la historia, por un lado, estoy de acuerdo contigo; pero, por el otro, discrepo. Ahora mismo estamos asistiendo al surgimiento de mucho nuevo conocimiento sobre la historia y la emergencia de nuevas sensibilidades hacia aspectos históricos.

Por ejemplo, en Gran Bretaña sigue habiendo mucha gente que aún cree en la gloria del Imperio Británico. Muchos ignoraban que los británicos fueron los inventores de los campos de concentración o hicieron sufrir hambre a millones de personas en India, y estos son hechos que ahora están saliendo a la luz y contra los que, con toda razón, se está protestando. Las actitudes de repulsa frente al racismo están cada vez más fundamentadas en el conocimiento de la historia; sin embargo, lo que falta, y eso es a lo que trato de contribuir con este libro, es un pensamiento crítico respecto a qué hacer con ello. Hay que entender las zonas grises, las contradicciones, pensar hasta qué puntos son importantes los símbolos, cuáles son los límites.

Igualmente, creo que existe también una cierta confusión en torno a la historia de los monumentos en sí. Se tiende a pensar que ha habido acontecimientos, como lo sucedido en Europa del Este, en España tras la Guerra Civil o en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, que han llevado a una renovación monumental amplia y unánimemente aceptada, cuando esto no es así. Es un fenómeno que en cada país se ha producido de manera específica y debida a razones políticas diferentes. Lo que sucedió en España tras Franco es distinto a lo sucedido en Italia tras Mussolini y tras los nazis en Alemania. Esas diferencias específicas son muy interesantes y, a menudo, malentendidas. Hoy vemos el actual gobierno de Italia, el ascenso de Vox y de Alternative für Deutschland y las diferentes respuestas que se dan a periodos totalitarios y sus monumentos no tienen un impacto profundo en la política de hoy. Se los convierte en munición para las guerras culturales, pero no dejan de ser solamente símbolos y no elementos que conduzcan a modificar la situación material.

¿Llamar «genocida» a Cristóbal Colón es distorsionar la realidad histórica?

Es cierto a medias. Muchas empresas coloniales en todo el mundo han sido genocidas: en América, en Australia, en todos los territorios del Imperio Británico, en África… La destrucción cultural ataca la identidad, la lengua, la arquitectura tradicional y vernácula…y esa destrucción siempre ha formado parte del colonialismo, debemos ser muy conscientes de ello.

La figura de Colón es compleja y creo imposible no poder atribuirle atrocidades; pero lo que me parece interesante es cómo los inmigrantes italianos en Estados Unidos utilizaron su figura como una justificación de su propia presencia dentro de la América Blanca. Ahí donde hay nativos cuestionando a Colón, encuentras también grupos que lo defienden por cuestiones de su identidad. Son temas complejos, como vengo recalcando, pero me parece que señalar que Colón llevó a cabo pésimas acciones no es implica estar escribiendo incorrectamente la historia.

Cristina Fernández de Kirchner hizo derribar una estatua de Cristóbal Colón que en su momento fue donada a la ciudad por la comunidad italiana de Buenos Aires. Andrés Manuel López Obrador celebra la sustitución de una estatua de Colón por la de una mujer olmeca. López Obrador y Kirchner son descendientes de españoles, ¿no estaría dándose en estos casos, más que una expresión de empatía, una situación de oportunismo ideológico?

Es cierto que hay un importante grado de performatividad en esas acciones, algo que es un aspecto cultual de las culturas. En mi opinión, la memoria no puede eliminarse de esa manera, hay respuestas más ricas e inteligentes, pero sí es necesario que esas figuras sean cuestionadas. Es preciso que haya un ajuste en esas conmemoraciones dentro de las que se explique una verdad más completa y amplia, una verdad más compleja.

La medievalista Caroline Walker Bynum señala en su artículo «The Presence of Objects: Medieval Anti-Judaism in Modern Germany», donde habla sobre lugares que guardan la memoria de algún hecho histórico vergonzante, que es preciso marcar esa memoria, pero que ello «debería incluir algo más que el distanciamiento que permite la corrección social. […] Sea cual sea el último objetivo último de los panfletos para turistas, las acciones de protesta llevadas a cabo por artistas, congresos sobre la historia o la historia del arte o liturgias exorcizadoras, los implicados deben reconocer que ni borrar ni contextualizar va a hacer desaparecer de la memoria la infamia de esos actos. Por eso, para mí, como historiadora, resulta difícil no pensar que lo mejor es que nos enfrentemos a los objetos en sí mismos». Entrevistándola, ahondó en el asunto, agregando: «En lugar de retirar estatuas y desmantelar memoriales, haciendo así que en una generación todo haya caído en el olvido, habría que mantenerlos presentes, quizá parcialmente dañados incluso, con explicaciones de por qué esos monumentos estaban ahí y por qué personas, como los esclavistas, por ejemplo, fueron admirados y considerados héroes del sur de Estados Unidos durante un siglo. A lo mejor, lo que necesitamos es dejarlo todo ahí, recubriéndolo de algo que ponga de manifiesto su complejidad dentro de la historia de la cultura.»

No puedo estar más absolutamente de acuerdo. Eso mismo exactamente es lo que quiere plantear mi libro.

En Gran Bretaña, cuando los activistas han exigido la retirada de estatuas o han procedido a derribarlas, han surgido voces de expertos e historiadores señalando que las estatuas no son historia. Sin embargo, sí lo son; por supuesto que lo son. La historia no es sólo algo escrito en una página, ni esos documentos que llamamos «registros» ni vestigios materiales; lo es también la arquitectura, el idioma, la comida… Puede haber mentira en la historia. Muchos monumentos mienten respecto a las hazañas de aquellos a quienes conmemoran; no obstante, eso no evita que, a la misma vez, sean también evidencias de esa historia. Hay que preguntarse: ¿Por qué se erigieron esas estatuas? ¿Qué nos están diciendo sobre aquellos que las erigieron? ¿Con qué intención las erigieron? Pensemos también que hay épocas en que se decide volver a manipular la historia con algún tipo de fin. Estatuas como las de Edward Colston o Robert Clive fueron levantadas cuando ya llevaban muertos bastante tiempo. ¿Dentro de qué contexto fue tomada esa decisión? Esos propósitos y cuando fueron planteados es en lo que me ha interesado indagar.

 Se dice con frecuencia que estamos observando la historia a través de un prisma contemporáneo y me parece que, a menudo, esto no es cierto porque muchas de esas figuras ya fueron denostadas por muchos en su época. Respecto a Colston, murió en 1721, la esclavitud fue abolida en el Imperio Británico en la década de 1830, y su estatua se levantó décadas después de esa fecha. Sin embargo, ya en su propia época, Colston fue una figura considerada despreciable por muchos; por eso, cuando ahora se dice: «Eso sólo es arqueología woke», se está incurriendo en una equivocación, ya que, como digo, muchos de esos actos y figuras encontraron una fuerte oposición o resistencia en su época.

Están saliendo a la luz muchas cuestiones históricas que estaban soterradas, y eso es positivo; frente a lo que yo me sitúo es respecto a qué estamos haciendo con ello.

Protestas como las de Black Lives Matters, que han encontrado eco a lo largo del mundo, reflejan que nos encontramos en un momento muy poderoso, a un nivel que no se ha visto en muchas generaciones. Es algo que me merece muchísimo respeto, aunque veo también que reviste de excesiva fuerza a monumentos y memoriales como forma de presionar e incluso de cambiar las cosas. Estamos en un error si creemos que modificar el paisaje de monumentos y memoriales transformará la sociedad.

Y en algunas de estas protestas hay o surge un aspecto algo enredoso. Cuentas en el libro que, tras ser derribada, la estatua de Edward Colston en Bristol terminó exhibida en un museo. Así, toda esa acción de protesta queda involuntariamente convertida en una especie de performance. Los ataques a obras artísticas en museos que llevan a cabo activistas medioambientales podrían también leerse como involuntarias pseudo-performances, pero generan esencialmente vídeos virales a los que se reacciona desde posiciones polarizadas. ¿Es este potencial deslizamiento hacia cuestiones banalizadas o banalizables, como la performance o la viralidad, lo que plantea un serio riesgo para la credibilidad de estas protestas y la sensibilización hacia aquello que reivindican?   

En mi libro trato de presentar alternativas posibles a todo esto; alternativas que ayudan a comprender mejor la historia que el gesto de retirar una estatua. Dicho esto, es importante que no perdamos de vista el hecho de que, con mucha frecuencia, ha habido personas debatiendo durante décadas acerca de una determinada estatua con objeto de hacer algo al respecto, como sucedió con la de Colston. El tema que esas personas debatían no era la conveniencia de retirar o dejar la estatua, sino cómo modificar la placa que la acompañaba para que explicara de manera más honesta quién fue y qué hizo Colston. Y resulta que esa propuesta de modificación de la placa se topó con la renuencia de personas muy poderosas a lo largo de todas esas décadas; de ahí que esa reacción de furia y acción directa que se produjo resulta comprensible. Ese es el motivo por el que no condeno esas acciones; comprendo el motivo que las hizo estallar. No obstante, insisto en que debiera haber otros modos de afrontar estas problemáticas.

El Friso de Bolzano propone uno de esos modos posibles que analizas. Lo destacas como buen ejemplo de cómo preservar críticamente la memoria histórica.

Así es. Incorporar a ese friso una nueva inscripción con la frase de Hannah Arendt “Nadie tiene el derecho de obedecer” supone introducir una revocación del credo fascista y la sumisión a este. Me parece una forma muy inteligente de socavar el valor ese friso, pero sin destruir la realidad de su historia. Ese comentario que se inserta pone en entredicho el honor de este monumento y esto es algo importante, porque igual de problemático es retirar una estatua o un monumento como no hacerlo. Si se opta por no hacerlo, sería inaceptable no modificarlo, ya que eso supondría dejar intacto su honor y que, de algún modo, continuara celebrando a personas responsables de genocidios u otros crímenes. Por eso creo que es más interesante la superposición de capas, el collage, el comentario, el contra-memorial, la remodelación del memorial…Y volvería a esas palabras de Caroline Walker Bynum de antes: estas acciones no sólo constituirían un ejercicio artístico y arquitectónico mucho más interesante, sino que también serían mucho más elocuentes respecto a la historia.

En el libro hablo también del caso de las cámaras de gas de Auschwitz. Que el vestigio físico de ese lugar permanezca es una defensa frente a aquellos que niegan el Holocausto. Por eso es clave que conservemos las evidencias arquitectónicas de la historia y las mantengamos presentes y próximas a nosotros.

El caso de Auschwitz me haría regresar al factor del narcisismo como signo de nuestro tiempo y a la preocupante ignorancia sobre la historia que te planteaba antes. Ambos convergen y culminan en la insultante estupidez de esos individuos que se toman selfies con el campo de concentración de fondo, algo que demuestra lo crucial de una labor pedagógica que no sólo permita entender el significado dentro de lo humano que hay implicado dentro un determinado hecho o fenómeno histórico, sino que inculque además un sentido complejo del concepto de historia. Pensando ahora en la rehabilitación o creación de un memorial (menciono aquí cómo el Memorial del Holocausto en Berlín de Peter Eisenman también parece haber sido tomado como un buen enclave para hacerse selfies), tu planteamiento hace ver cómo esa es una labor que arquitectos y urbanistas deben realizar asesorados por historiadores, seguramente también contando con la intervención de políticos…Que el tratamiento de la historia y la memoria en las ciudades es una tarea que, idealmente, debiera desempeñarse desde un espíritu lo más puramente democrático posible.

Formé parte de la Comisión para la Diversidad en el Ámbito Público, creada por el Alcalde de Londres, y dimití a principios del año pasado. Se estaba desempeñando un buen trabajo en lo relativo a nuevos memoriales y arte público con el que destacar a personalidades que, hasta ahora, no habían tenido visibilidad dentro del paisaje urbano. Esta labor suponía en parte dar una respuesta al problema; sin embargo, la Comisión no estaba dispuesta a afrontar el tema de los honores del pasado por el riesgo político que ello podía conllevar, y este es un tema que yo considero muy importante.

Ahora mismo las aguas parecen haberse apaciguado en el frente de los memoriales, pero el tema volverá a ponerse en primer plano y, a menos que establezcamos un marco dentro del que tomar decisiones inteligentes, plantear cambio inteligente, posibilitaremos una acción que será comprensible, pero que acabará en eliminación antes que en transformación. Me he pasado dos años tratando infructuosamente de convencer al alcalde de Londres para que acceda a aplicar políticas que lleven a establecer marcos que posibiliten ese tipo de decisiones.

Finalmente esa labor interdisciplinar desde la que debiera surgir una aproximación crítica y constructiva a la historia queda en manos de los políticos, es cierto. Es a ellos quien compete aprobar en última instancia todas las acciones que se produzcan en este ámbito y, desafortunadamente, ellos son parte muy interesada.

Hoy en día es muy costoso crear un nuevo memorial en Gran Bretaña, dado que debe contemplarse una provisión económica para su mantenimiento durante las siguientes décadas. Esa es la razón por la que crear un memorial o erigir una estatua sólo está al alcance de individuos y colectivos con poder. Para otro tipo de asociaciones o comunidades resulta muy difícil instalar algo de manera permanente. Por ese motivo, el paisaje de la memoria es el que han creado aquellos que poseen dinero, prestigio y poder. Esos guardianes son los que siguen representando el principal problema desde lo económico y lo legislativo. Supongo que idéntica situación se produce en España y muchos otros países.

¿Tu labor como autor de este libro es entonces el modo de lograr hacer una aportación fuerte y rigurosa dentro de un asunto tan complejo en su reflexión y materialización como este? ¿Una manera de saltar por encima de esos impedimentos que acaban imponiendo los intereses políticos y económicos y la burocracia?

Exacto. Quería plantear claramente cómo responder a esta situación de un modo que sea progresista, pero que preserve también la verdad de la historia y muestra diversas formas de respuesta que evidencien que puede hacerse a través de respuestas ricas y complejas. Contamos con muy escasos ejemplos de cómo llevar eso a cabo.

Otro caso interesante sobre el que hablas en el libro es el Puente de Mostar, un caso que permite reflexionar sobre cuál es la acción efectiva de la UNESCO y las organizaciones que se ocupan de la preservación y gestión del patrimonio y la memoria.

Creo que reconstruir ese puente fue hacer lo correcto; lo incorrecto fue que la UNESCO lo declarase Patrimonio de la Humanidad. Lo hizo cuando el puente sólo llevaba construido un año, generando así una confusión en torno a qué son las buenas prácticas en arquitectura y conservación y a lo que hay que entender por historia y patrimonio. El motivo por el que tomaron esa decisión surgió en parte de la errónea idea de que la reconstrucción de un lugar dañado por la guerra surgirá una semilla de reconciliación. Quizá pueda hacerlo, pero aquí en Mostar no lo hizo. Las organizaciones dedicadas a proteger el patrimonio en todo el planeta, como la UNESCO, Heritage for Peace… insisten en que se trata de reconciliar; sin embargo, no tenemos la menor constancia de que haya ayudado a eso.

Es una equivocación pensar que los monumentos y la arquitectura deban ejercer ese papel. Ya vemos que, en lugar de eso, lo que están apareciendo son más memoriales y monumentos convertidos en arma por diferentes grupos para exaltar sus propias miras, de modo que esas posibilidades de reconciliar aún se reducen más. Es exigir a la arquitectura que desempeñe la tarea equivocada y de eso hablo en el libro: de los límites de la arquitectura y de que la función de esta no es introducir cambios en la sociedad, sino servir a los cambios que se producen en la sociedad. Es una diferencia importante. A los arquitectos se los forma en la convicción de que todo aquello que hacen es sumamente trascendente, pero eso no es más que llamarlos a engaño. A mi parecer, no hace falta pedir a la arquitectura que cambie el mundo para poder reconocerle el mérito de que es capaz de incidir en positivo.

Cuando se realizan grandes emprendimientos residenciales o de planificación urbana en Gran Bretaña es habitual escuchar a los arquitectos proclamar: «Estamos creando comunidad», algo que no es cierto. Tú no puedes «crear comunidad»; en todo caso, puedes facilitar o dificultar que surja una comunidad, pero no puedes «crear comunidad». La gente necesita vivir a su propia manera y no a la que les marca la arquitectura. El arquitecto tiene un importante papel, que debe desempeñar, pero comprendiendo bien los límites de este.

Creo que debemos evitar los argumentos arquitectónicos deterministas que exageran en demasía el impacto que el entorno físico ejerce sobre nuestro comportamiento e ideología. Es una forma tosca, y también fallida, de desplazar argumentos.

Quiero destacar cómo un valor clave de tu libro es subrayar la necesidad de afrontar la complejidad y reflexionar desde ella. Eres crítico de arquitectura en el London Evening Standard y Australian Financial Review. Tal vez coincidas en reconocer que describir la complejidad y diversidad de factores implicados en un tema es algo que nos resulta muy difícil a quienes escribimos sobre arquitectura en medios de comunicación, ya que trabajamos con cantidades de espacio muy acotadas que no permiten explicar, ni siquiera esbozar, ese espectro de complejidad que hay dentro de la concepción y construcción de un edificio o una intervención urbana.  

Estoy totalmente de acuerdo. La información que los medios destacan es el objeto. Un objeto atractivo y llamativo, omitiendo así la atención al proceso. Es cierto que resulta muy frustrante no poder ofrecer artículos donde sea posible profundizar en esos aspectos. Ese es seguramente también uno de los motivos por el que he escrito mis libros.

Vivimos en un momento turbulento y complejo, lleno de reivindicaciones invocando reconfiguraciones muy profundas, las cuales conducirían a una mejora de la calidad de la democracia en nuestras sociedades. No obstante, se ha generado una atmósfera de reductivismos, dogmatismos, hostilidades…que impiden establecer debates, reconocer quiénes deberían ser sus actores y cómo deberían ser llevados a cabo.

Es complejo y, ciertamente, no se pueden dejar explicadas las cosas mediante una frase con gancho.

Con el riesgo de que esa frase con gancho, una determinada palabra, termine dejándote etiquetado, aun cuando tu ideología, tus convicciones sean la antítesis absoluta de eso de lo que se te está tildando. ¿Te has encontrado con ello tras firmar este libro?

Sí. Soy plenamente consciente de que, desde un punto de vista superficial, mi argumento puede ser leído como representativo de una postura liberal de centro cuando en absoluto lo es. Mi postura es de izquierdas; sin embargo, durante algunas conferencias que he ofrecido recientemente en Estados Unidos, me he encontrado con el rechazo automático de muchas personas que estaban en desacuerdo con mi planteamiento de que no deben ser retiradas todas las estatuas. Ni siquiera les interesó entrar en debate sobre el tema y dieron por hecho que yo era un hombre blanco privilegiado que venía a darles lecciones, cuando la realidad es que soy hijo de inmigrantes, me crié en una familia de clase obrera y soy homosexual. Lo que sucede es que considero estéril presentarse mediante conceptos de opresión; por esa razón siempre me remito a los hechos, a la historia, a las evidencias y a todo aquello que es o no verificable.

Trato de entender la realidad de las guerras culturales sin dejarme llevar por ellas hacia un extremo u otro. Tampoco quiero caer en la Ventana de Overton: esos límites marcados como aceptables o inaceptables dentro del debate político en un momento concreto. Parte de lo que estoy haciendo es ir más allá de esa Ventana de Overton en el ámbito de la arquitectura para entender qué hay más allá del determinismo arquitectónico y señalar que quizá esa eliminación inmediata de monumentos suponga un problema. Pero también, que si nos limitamos a decir que la gente que retira estatuas está destruyendo la historia, estaremos utilizando puntos de vista de una ideología de derechas, y debemos evitar incurrir en eso. Debemos abordar el tema y actuar desde una manera propia y que sea verdaderamente progresista, algo que, como hemos dicho, es muy difícil debatir en corto.

 

Robert Bevan, Mentiras monumentales. La guerra cultural sobre el pasado, Barlín Libros & Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 2023.

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