Hace ya trece años, Massimiliano Fuksas (comisario de la edición de 2000 de la Bienal de Arquitectura de Venecia) lanzó el eslógan «Less Aesthetics, More Ethics» como una proclama de intenciones que apelaba a confrontar estética y ética, a priorizar los valores de la segunda sobre la primera. Una advertencia que −en aquella época de pujanza y exaltación de los edificios-estrella − disfrazaba de responsabilidad lo que ya entonces, y aún más desde una mirada retrospectiva, no era sino un gesto cargado de oportunismo e hipocresía que sacaba a la palestra esa reivindicación falsariamente, volviéndola una proclama no sólo difusa sino completamente hueca. Aquella petición de «más ética»,de haber sido auténtica y no meramente estética, podría haber llevado a tomar conciencia de la necesidad de una revisión y renovación de cada uno de los resquicios de la práctica arquitectónica.
Uno de los problemas más graves de la arquitectura actual es la evidente crisis del concepto de «ética» de muchos de sus protagonistas. Una crisis que ya no sólo ha llevado a muchos a anteponer su egolatría sobre cualquier parámetro de sentido común y rigor profesional, sino que también ha dotado a muchos otros de una ductilidad ideológica que nos ha permitido verles coqueteando con regímenes autoritarios o de muy dudosa catadura mientras proclamaban que su arquitectura era portadora de “aires de democracia y apertura”; colaborando con tramas de corrupción política, a gran escala o a nivel de patético chanchullo; o manteniendo una postura ciertamente ambigua ante las lamentables condiciones de los trabajadores que construyen sus edificios en determinados países.
Y que va más allá de esto, en una actitud que revela en igual medida las miserias de una profesión que cada vez tiende a canibalizarse más.
Hace pocas semanas publiqué en las páginas de cultura de este mismo periódico una entrevista al arquitecto Sou Fujimoto, considerado una de las figuras prometedoras de la arquitectura japonesa actual. Una entrevista con preguntas que trataban de ampliar los conceptos que sustentan su arquitectura. Interés en un arquitecto de aún relativa juventud y cuya obra hasta la fecha parece merecer atención y seguimiento, con un discurso que – más allá de la subjetividad metafórica en que se apoya− podía alentar cierto grado de credibilidad.
Ayer se publica un artículo con motivo de la inauguración del pabellón que ha construido para la Serpentine Gallery de Londres, Fujimoto −nueva figura adalid de la sutil sensibilidad y sofisticación de la arquitectura japonesa− admite que emplea en su estudio a arquitectos sin salario (en su visión: estudiantes que pueden beneficiarse de la experiencia que adquieren durante el periodo en que permanecen empleados) y justifica sin titubeos las ventajas de ello.
Fujimoto no es ni el primero ni el último que reconoce que aplica este sistema que ni remotamente es tan idílico y bienintecionado como él y otros lo plantean, puesto que los beneficios de este ‘acuerdo’ no son de ninguna manera recíprocos. No es una exageración hablar de explotación. Explotación que revela la actitud mezquina y miserable que ha acabado imponiendo una regla que sigue sosteniendo incolúme un sistema jerárquico de genios y empleados que deben besar el suelo por donde los primeros pisan.
El discurso de Fujimoto poetiza la ciudad como bosque, habla de una recuperación primitiva de la vivencia sensorial… En su caso concreto podrían plantearse cuestiones culturales, otros planteamientos respecto a la autoridad…Pero posiblemente en el mundo global en que alguien como él se maneja esta justificación simplemente no procede.
Igualmente, hace algún tiempo, Benedetta Tagliabue frivolizaba sobre las personas que trabajan gratuitamente en su estudio y los beneficios, supuestamente recíprocos, de este sistema. En un alarde de peor gusto, es bien conocido entre la profesión el famoso anuncio «Se buscan esclavos» publicado años atrás por Alejandro Zaera
Y formulando ante una declaración aún tan en caliente como la de Fujimoto (insistiendo: no es ni el primero ni el único) se refuerzan toda una serie de preguntas, fundamentalmente autocríticas, ante él tantos otros estudios (muchos de ellos de «poético, sensible y humano» discurso):
¿Debe disociarse el valor de la arquitectura de esa política de trabajo que rige el estudio? ¿Debemos valorar la arquitectura supuestamente en términos de «estética» y de ésas «éticas estéticas» para discursos en conferencias y entrevistas y dejar que la mugre siga debajo del felpudo, sabiendo que esos discursos y edificios se materializan pisoteando el primer eslabón del respeto ético?
¿Hay que ver permanentemente más allá de las luces y los discursos más o menos altisonantes y más o menos bienintencionados de tantos arquitectos que, en realidad, se sienten legitimados para usar y abusar de colegas o futuros colegas de profesión, hacer persistir un sistema de jerarquías que, mientras se beneficia del conocimiento y talento, tácitamente desprecia esa misma capacidad?
La arquitectura atraviesa un momento crucial y debe decantarse y desprenderse de cuestiones que por anquilosadas en cierta costumbre carecen de cualquier justificación y tolerancia. El discurso de la ética se ha centrado en la relación de arquitectos y sociedad, ignorando de una manera sin duda muy deliberada e interesada la reformulación de la relación profesional entre los propios profesionales. Declaraciones y formas de actuar como las que hoy están en boca de Fujimoto – pero mañana perfectamente podrían estar en la de otro- inciden en minar las bases de una profesión cuya necesaria renovación pasa sin duda por el replanteamiento de nuevas formas de estructuración más tendientes a la linealidad que a la verticalidad de colaboración profesional.
Denunciar y censurar este establecido sistema depredador y, por parte de aquellos que opinamos, tener siempre presente qué hay más allá de cada personaje y su discurso. Importan las maneras. Si se habla de que es necesario hacer una arquitectura con una vocación más humana, empezar esa tarea defendiendo otros métodos y reglas de trabajo para los propios arquitectos.
Crítica