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Blogs La viga en el ojo por Fredy Massad

Entrevista a Pablo Millán

Entrevista a Pablo Millán
Fredy Massad el

Pablo Millán sostiene que tuvo la fortuna de haber nacido en Porcuna (Obvlco en tiempos romanos), pueblo de “arquitecturas heredadas” que le enseñó la “importancia del pasado”. El azar intervino también en su vida para llevarlo a trabajar al lado de Alberto Campo Baeza, quien le enseñó el significado de tres conceptos fundamentales para ser arquitecto: la precisión, la luz y la razón, conceptos que construyen la arquitectura sin necesidad de artificios ni alardes. 

El trabajo con lo heredado y las capas del tiempo han modelado la sensibilidad material e intelectual de Pablo Millán , cuya arquitectura invoca al respeto y la humildad hacia lo construido y también hacia el sentido de ser arquitecto. Comprender que hacer arquitectura es un instante de paso.

Comencemos por el principio, ¿qué te llevó a ser arquitecto?

Soy de Porcuna, una localidad de Jaén con muchísima historia y patrimonio. El tema de las ruinas históricas ha sido consustancial a mi vida. Cuando era pequeño, con frecuencia venían al pueblo arqueólogos y mi abuelo me llevaba a ver sus prospecciones y excavaciones. Aquella atmósfera me entusiasmaba hasta tal punto que le dije a mis padres que quería ser arqueólogo, algo que ellos no veían con muy buenos ojos. Entonces, reflexionando, me di cuenta de que lo más parecido que había a ese trabajo y que me podía permitir estar en contacto con las ruinas era la arquitectura. Comprendí que esta disciplina podría ser el puente que me llevara a dedicarme a las preexistencias.

A eso se sumaba mi pasión por ver cómo se extraía y trabajaba la piedra en las abundantes canteras que hay en Porcuna. También en ese sentido, entendí que la arquitectura era un estupendo cauce para crear nexos con otra realidad que me fascinaba.

Inicié mis estudios de arquitectura en Sevilla pero, al tiempo, una crisis personal me empujó a abandonarlos. Me fui a Granada a cursar filosofía y, cuando ya estaba casi finalizando esa carrera, como el hijo pródigo, decidí regresar a Sevilla y darle una nueva oportunidad a la arquitectura, que había sido mi primera vocación. Reanudé la formación y terminé la carrera muy concienzudamente. A continuación, recibí una beca y, posteriormente, comencé a trabajar en el estudio de Alberto Campo Baeza.

¿Qué te provocó esa crisis?

En aquel momento la escuela estaba masificadísima. Uno no era más que un número que intentaba sobrevivir dentro de un marasmo de gente. Apenas había relación con la arquitectura.

Los primeros años comportaban una carga fuerte de materias instrumentales: física, matemáticas… Eran interesantes por cuanto te ordenaban la cabeza, pero lo que yo iba buscando era la conexión con lo tangible, la ruina y la piedra, que eran mis puntos de origen, y no la encontraba. Me sentía profundamente fracasado. Eso fue lo que me impulsó a cambiar el rumbo.

Después, al reanudar la carrera, encontré otro panorama. El plan de estudios había cambiado y eso permitía poder intuir la arquitectura ya desde los primeros cursos.

Centro parroquial, Porcuna (Jaén), 2020.

¿Y ese periodo intermedio formándote en filosofía te sirvió para reflexionar sobre lo que habías estudiado en la escuela de arquitectura?

Totalmente. La filosofía ordena la cabeza de una manera impresionante. A mí me sirvió para entender que siempre hay un discurso, una componente teórica, detrás de todo. Estudiando a los neomarxistas, por ejemplo, comprendí que ese pensamiento responde a un momento de tensión social, y que las tensiones sociales se traducen en componentes teóricas y, a la vez, en componentes materiales, como la arquitectura.

La filosofía me dio muchas herramientas para la dialéctica. Recuerdo conversar a fondo con Alberto Campo-Baeza acerca de estos temas. Él concuerda también en que, finalmente, la arquitectura no es más que una traslación directa de una forma de entender la realidad.

Bromeando un poco podemos decir que reanudas los estudios de arquitectura más viejo y más sabio.

El nuevo plan de estudios me convalidaba muy pocas de las materias que yo ya había estudiado, así que debí comenzar de nuevo. Para entonces ya contaba con casi 25 años y mis compañeros tenían 18. Esos años de diferencia se notaban mucho.

Restauración iglesia de Santa Ana (Beas de Segura, Jaén), 2023.

¿Regresaste a la escuela de arquitectura ya decidido a especializarte para trabajar en asuntos relacionados con el patrimonio?

El tema del patrimonio había sido siempre mi interés, pero reconozco que el papel de mis profesores fue fundamental. No porque se dedicaran específicamente a esa materia, sino porque muchos de ellos mostraban cómo tensionar un discurso y, con ello, evitaban que te alejaras o perdieras de vista tus propias cuestiones esenciales. Para mí, uno de esos elementos cruciales ha sido el compromiso con el ámbito rural, con la escala pequeña.

El primer concurso que gané fue para la recuperación de un espacio en mi pueblo, y me hice con él simplemente por el hecho de haber sido el único participante. En aquellos años todos los proyectos que se licitaban tenían unos presupuestos exorbitados. Aquel encargo, las Carnicerías Reales, era una intervención muy pequeña, compleja y con un presupuesto muy limitado. Era el tipo de obra que en aquel momento todavía no interesaba a nadie y para mí fue el arranque que me permitió poner el foco en esa tríada: los materiales, la ruina y el discurso contemporáneo.

Integras el discurso contemporáneo en esa concentración sobre ruina y materiales.

Sí. Ese fue el tercer aspecto que desde el principio comencé a estudiar y el que me motivó a irme a Italia para buscar allí el discurso de lo contemporáneo en lo patrimonial. La escuela italiana lleva a pensar tal vez sobre todo desde un componente de intervención para la restauración. Yo siempre lo he entendido como una intervención, pero desde lo contemporáneo. Pienso que el diálogo con lo contemporáneo debe ser algo ineludible.

Museo Arqueológico Municipal de Porcuna (Porcuna, Jaén), 2022.

Que lo contemporáneo, la sustancia del tiempo presente, aporte a esa arquitectura. No crear una falsificación histórica.

Exacto. Ni tampoco una comparsa.

A veces concedemos a lo patrimonial un valor muy excesivo y, a mi modo de ver, lo patrimonial funciona bien cuando se le otorga su peso justo. Lo contemporáneo juega ahí entonces un papel importantísimo porque apuesta y da valor a la ruina. La ruina no deja de ser un elemento destruido por el paso del tiempo y no se puede mitificar ni mistificar. Entonces, lo contemporáneo entra en juego. Pienso en esa respuesta tan preciosa que da Francesco Venecia a la pregunta: ¿qué es intervenir en la preexistencia? “Poner un marco”, responde él. Un marco es como la pieza que conecta perfectamente lo que no es nada, una pieza de geometría precisa que tiene el atrevimiento de tocar la preexistencia.

A veces se habla de la arquitectura como un juego y se la relaciona con aspectos que tienen más que ver con el arte, pero tú estás convencido de que la arquitectura guarda más relación con la artesanía que con lo artístico. Hacer arquitectura es solucionar problemas. A veces, los arquitectos divagan con ideas que contaminan o van en contra del propio edificio.

Estoy de acuerdo. Yo no creo que la arquitectura sea un juego. No es lo que he aprendido ni tampoco lo que pretendo transmitir a mis alumnos.

Hay una cuestión básica de entrada. Usando una frase hecha, se dice que un arquitecto juega con un presupuesto. En mi opinión, “jugar con un presupuesto, y más cuando se trata de dinero público, tiene muy poco de ‘juego’.

Por otro lado, hay cuestiones relativas a la seguridad que evidencian que no estamos ante algo trivial. Si metemos en la ecuación elementos patrimoniales, de herencia, creo que usar la palabra ‘juego’ pudiera rozar algo bastante perverso.

Museo Arqueológico Municipal de Porcuna (Porcuna, Jaén), 2022.

Perverso. Frívolo.

Frívolo, esa es la palabra.

Mi convicción por trabajar con la artesanía parte del hecho de que se trata de un asunto relacionado con lo material, y los materiales son una cuestión ineludible en la arquitectura. La elección de cualquier elemento nunca es un asunto azaroso. Julio Cano Lasso decía que un material lleva implícito un proyecto. Elegir si será piedra, acero, madera… eso ya es de por sí un proyecto.

Toda intervención es un posicionamiento personal frente a un contexto. Algo que, a mi parecer, se aleja de cualquier dimensión recreativa y dista mucho de ser un ‘juego’.

Estoy de acuerdo. Creo de hecho que el propio concepto de “juego” se ha frivolizado. La arquitectura se ha ligado a cuestiones del arte contemporáneo que la han llevado a convertirse en una cuestión inútilmente lúdica. Me parece que ahí se está cometiendo una seria equivocación y las escuelas de arquitectura tienen una importante parte de responsabilidad en esto.

Así es. El tema de los planes de estudio necesita una reflexión a fondo. Personalmente, cuestiono el que está en vigor en la Escuela de Arquitectura de Sevilla.

Eres profesor de la asignatura de Proyectos.

Sí, fue la asignatura que más me armó la cabeza siendo estudiante, y ahora espero estar contribuyendo yo de la misma manera.

Proyectos es esa materia que acaba siendo subyugada por las instrumentales que, por otra parte, son evidentemente imprescindibles. Los arquitectos debemos ser buenos en cálculo de instalaciones, en técnica… Pero nuestro trabajo consiste esencialmente en proyectar y el proyecto de arquitectura debe vertebrarlo todo.

En Sevilla el plan de estudios otorga, equivocadamente a mi parecer, el mismo número de créditos a todas las asignaturas. Discrepo con el planteamiento porque ese peso específico que el proyecto de arquitectura tiene en el ejercicio de la profesión debería también ser visible dentro de la escuela. Así lo entiendo yo y así lo defiendo.

Yendo a lo que antes apuntabas, respecto a lo lúdico y la frivolización de determinados conceptos, sucede que las ocurrencias terminan teniendo a menudo más importancia que la propia idea de proyecto. Y esa ocurrencia surge de la falta de poso y peso en el tiempo.

Un proyecto necesita tiempo y en la escuela, por las prisas para cumplir los plazos de entrega o por otros tantos motivos, no se da el margen necesario para decantar la ocurrencia y destilar el proyecto. Digo a muchos estudiantes: “Ahora es cuando estaríamos ya en el momento de empezar a proyectar” y, sin embargo, estamos terminando, porque sólo se dedican cuatro horas semanales a la asignatura. En mis tiempos, se impartía dos días a la semana, de nueve a tres de la tarde y me parecía una dedicación insuficiente. Con todo, esa intensidad hacía que, aunque uno tuviera que ‘desconectar’, porque tenía que atender a otra materia, inmediatamente volviera a sumergirse en el proyecto.

Hoy, los actuales planes tampoco nos dan tiempo para llevar al alumno a aprender fuera de las paredes de la escuela.

Rehabilitación de las antiguas Carnicerías Reales (s.XVI), (Porcuna, Jaén), 2016.

Y el que se adquiere fuera de ellas es otro aprendizaje absolutamente fundamental para quien quiere ser arquitecto.

El estudiante tiene que salir, viajar, tocar, palpar…

En una ocasión, Antonio Jiménez Torrecillas nos llevó a la muralla de San Miguel en Granada. Allí me pidió que cogiera un trozo de tapial y me lo llevase a la boca para así distinguir y asimilar lo que era un nódulo de cal de una muralla almohade. Es una anécdota que resumo exclamando: “Con Antonio Jiménez Torrecillas yo chupé el patrimonio. ¡El patrimonio!”. “Dar un pellizco no es ningún delito patrimonial”, nos dijo, y nos explicó que, al llevar el fragmento a la boca se advierte un pequeño sabor salado y la sensación de que casi falta el paladar. Eso indica que se trata de cal almohade.

Ese poder salir a la calle, perder el tiempo disfrutando, paladeando, literalmente, la arquitectura hace mucha falta en la escuela.

Creemos que los estudiantes de eso que se llama la generación Z no tienen interés, pero yo creo que existe por parte de los profesores un cierto paternalismo y falta de voluntad para agitarlos, movilizarlos. Hay que sacarlos de la escuela, mostrarles y explicarles todo ese mundo de arquitectura y arquitecturas que existe. Ser maestros, en ese sentido básico y humilde que la palabra tiene en el término “maestro de escuela”. 

Me niego a decir que las generaciones que vienen son malas. Yo veo a la arquitectura con muy buena salud y una generación joven con muchas ganas. Ellos son conscientes de que hay cuestiones que no se les llegan a enseñar debido a la falta de horas.

También es cierto que las dinámicas académicas actuales imponen una serie de obligaciones a los docentes que afectan a la cantidad de tiempo que pueden dedicar a estar efectivamente concentrados en proyectar.

Rehabilitación de las antiguas Carnicerías Reales (s.XVI), (Porcuna, Jaén), 2016.

No es mi intención decir que todo tiempo pasado fue mejor, pero sí es innegable que antes el desarrollo de los trabajos tenía peso justamente porque se dedicaba más tiempo. Ahora todo transcurre con rapidez.

Ahora todo está muy medido: 60 horas presenciales. Cuando yo cursé la carrera jamás estuve al tanto de la cantidad de horas que tenía la asignatura de Proyectos. Eso me hace pensar en El artesano de Richard Sennett. Hoy el aula se está transformando en laboratorio en lugar de ser esa especie de taller de artesano. Al permitirlo, estamos alejándolo de un ámbito que es, de hecho, la realidad más próxima a la arquitectura: la de la artesanía.

Hay un artículo de Rafael Argullol publicado hace algunos años donde lamenta cómo el mundo académico ha debido plegarse a la “cultura del paper”. Esto ha repercutido negativamente sobre el tiempo y grado de dedicación que los profesores pueden dar a la enseñanza.

Los procesos académicos y de acreditación, efectivamente, han apartado al arquitecto de lo que realmente le es ineludible, la intervención en obra, y lo han sumido en un mundo ajeno. Es por ello que hay estudiantes con mucha inquietud, que van a buscar y desarrollar fuera los recursos que no les aporta el contexto académico. Mi mayor esfuerzo es intentar ofrecerles las herramientas que generen en ellos esa inquietud.

Restauración y puesta en valor de la cisterna romana de La Calderona (Porcuna, Jaén), 2024.

Hablabas antes de que arrancaste con un proyecto en tu pueblo. Ahora te enfrentas a la construcción de un proyecto en Chile. ¿Cómo afrontas ese salto?

Yo, que soy de un pueblo jienense de secano, me voy a un lugar como Valparaíso, una ciudad abierta a los vientos del océano Pacífico.

Esta es una experiencia que me lleva a reivindicar el papel de las librerías, no como lugar de venta de libros, sino como sitio donde uno va a leer y a descubrir. Yo comencé mi tesis doctoral sobre Dimitris Pikionis con un proyecto de integración contemporánea mediante elementos reciclados en un contexto patrimonial. Llegó la crisis económica y para muchos de nosotros se hizo el silencio profesional. Al último concurso al que me presenté antes de la crisis concurrieron 144 equipos presentando propuestas para la construcción de cinco viviendas en Almería. Recuerdo sentir en aquel momento que no había futuro. En ese contexto, además, cerraron la librería Céfiro, aquí en Sevilla, un lugar regentado por dos libreros extraordinarios y adonde yo iba literalmente a pasar el tiempo. Ellos sabían lo que me gustaba, me amontonaban los libros y, cuando llegaba, me ponía a leerlos y a comentarlos. Uno de esos libros trataba sobre las arquitecturas pobres y su lectura me dio pie a comenzar a escribir un artículo planteando una discrepancia con la idea de Rafael Moneo en torno a las tipologías. Moneo afirma que las tipologías no mueren, sino que nacen, se desarrollan y transforman. A mí me interesaba plantear que hay tipologías que mueren y resucitan, pero que hay también tipologías muertas y extintas. Así di con un libro sobre los conventillos, una arquitectura pobre en Valparaíso.

En Buenos Aires llamamos “conventillo” a la casa señorial que se convierte en una especie de pensión. Se alquilaban sus habitaciones a familias de inmigrantes.

También en Valparaíso, con la diferencia de que ahí esas tipologías de plantas que tienen el acceso a través del patio no pueden existir, debido a las laderas. Por eso, al adaptarse a esa topografía, dan lugar a una tipología específica. Una tipología que nace, se desarrolla y muere. La autora de ese libro era Ximena Urbina y, al comentar a mis amigos libreros que me gustaría invitarla, me dijeron que, precisamente, que Ximena iba a estar en Sevilla la semana siguiente para dar una conferencia. Gracias a ellos trabé amistad con la profesora Urbina, quien después me planteó la posibilidad de ser pensionado por el gobierno chileno para desarrollar allí mi tesis. Me fui a Chile y allí me vinculé a la Universidad Católica de Valparaíso, una escuela con un excepcional discurso propio.

Me interesaba profundamente el tema de las arquitecturas pobres y allí encontré un contexto donde poder desarrollarme, a diferencia del que había aquí en España en aquel momento, en plena tormenta de la crisis. Tras terminar mi tesis, continué siendo profesor de la Universidad Católica de Valparaíso. Y cuando ya estaba afianzándome y afincándome allí, me llamaron de la escuela de arquitectura de Sevilla ofreciéndome cubrir una plaza libre y regresé.

Restauración y puesta en valor de la cisterna romana de La Calderona (Porcuna, Jaén), 2024.

¿Y qué supuso ese regreso? Imagino que esa estancia en Chile supondría un cambio de perspectiva completo.

Exacto, un cambio de perspectiva porque en esa época siendo profesor en la escuela de Valparaíso, de hecho, al mismo tiempo, un estudiante más. Fui a aprender a una escuela que me obligaba a tocar los materiales, a construir con las manos. Allí los estudiantes se van a construir, a encofrar, a hormigonar… Fue una experiencia en primera línea de obra que nunca antes había tenido. Nunca estaré lo suficientemente agradecido a esta escuela por las herramientas que me proporcionó durante mi estancia allí.

La llegada de la crisis económica hace desplazar el foco de atención del discurso arquitectónico hacia esa región, pero para exaltar la idea de la arquitectura de ‘lo pobre’. ¿Tu experiencia allí no te hace pensar que quizá se está malinterpretando o limitando la comprensión de esa y de toda la arquitectura que se construye en Latinoamérica?

La arquitectura que allí se hace tiene una fuerza particular. Personalmente, me interesa cada vez más la unión perfecta que plantea con el material.  La conexión con el lugar es algo que aquí estamos perdiendo cada vez más. Ese carácter lúdico que tienen muchas de las arquitecturas centroeuropeas lleva a una desconexión con lo local y con el territorio y, consecuentemente, la arquitectura se desarraiga paulatinamente.  En cambio, y según yo lo percibo, la arquitectura iberoamericana se enraíza cada vez más fuertemente. Es una arquitectura de la que debemos continuar aprendiendo.

Por ejemplo, el relato Amereida, compuesto por la comunidad académica de la Escuela de Arquitectura y Diseño de Valparaíso, nos regala una especie de mito acerca de la construcción de Iberoamérica. Es algo comparable a esos otros relatos antiguos que han apoyado el mito de la construcción de Europa. Me parece muy interesante, esencialmente por el hecho de que evidencia la necesidad de cambiar el punto donde localizamos el centro.

Restauración y puesta en valor de la cisterna romana de La Calderona (Porcuna, Jaén), 2024.

De tu trabajo con el patrimonio forma parte la incorporación de lo contemporáneo, tanto a nivel teórico y conceptual como material. Cuando hoy se habla de “sostenibilidad” a veces parece que se estén demonizando materiales como el hormigón y se exalta el uso del adobe, por ejemplo, por sus connotaciones de material ancestral, orgánico. ¿No crees que, como sucede con esa lectura de ‘lo pobre’ en la arquitectura iberoamericana, se está malinterpretando el significado de “arquitectura sostenible”?

Esta es una pregunta interesante que, además, siempre se formula desde la perspectiva contraria. Satanizar determinadas técnicas, tecnologías o materiales me parece un error. Hay un exceso de celo en torno a todo este tema, una reivindicación de lo sostenible y reciclable que me parece algo impostada. Esta es una cuestión que siempre me lleva a abordar asunto del tiempo. Al final, nada es más sostenible que una arquitectura patrimonial. Tomemos el ejemplo una ruina romana. La piedra empleada en la construcción de eso que hoy vemos como vestigios debía ser local o venida de algún lugar muy próximo. Después, cuando esos edificios quedaban en desuso, se demolían y sus piedras se reciclaban para otras construcciones.

En el caso de la vivienda, hablando desde la perspectiva de lo social, vemos que es cierto que en el siglo XX aparecen esas ciudades pensadas para desplazarse en coche, evidentemente muy poco sostenibles, pero está claro que no es posible crear viviendas para toda la población humana a menos que se recurra a la tecnología. La técnica debe intervenir ahí de una forma plena. Es significativo que hoy hablamos de “fabricar” para referirnos a hacer viviendas cuando siempre se había empleado el verbo “construir”. En la actualidad, el componente de producción, incluso de laboratorio, hace más adecuado ese verbo, en línea con la idea técnica.

Trasladar ese discurso a lo patrimonial es arriesgado en lo que se refiere al asunto material. Medio en broma, pero también en serio, digo que a la ruina, al patrimonio, no le sientan bien los plásticos. El problema surge al relacionar distintos tiempos sin un criterio riguroso como eje vertebrador. Cuando intervenimos en un elemento patrimonial estamos tocando un legado histórico fosilizado, con una antigüedad de varios siglos. Si le hacemos relacionarse y convivir con un elemento contemporáneo, esa componente temporal debe ser marcada.

Al observar cómo ha impactado el tiempo sobre edificios recientes que se construyeron bajo la etiqueta de “sostenibles”, empleando elementos reciclados, vemos cómo muchos de ellos hoy se encuentran en un estado deplorable. Esa es la consecuencia de una sostenibilidad malentendida. A mi juicio, no hay nada más sostenible que aquello que perdura en el tiempo sin necesidad de ser reintegrado.

Nuevo Intercambiador de El Puerto de Santa María (Cádiz), 2024.

Y que apenas requiera de mantenimiento.

Exactamente. Intentar lograr que los edificios o arquitecturas que se ponen en contacto con las patrimoniales sean arquitecturas que se auto gestionen. Es decir, que sea una arquitectura o edificio tan esencial que no precise de absolutamente nada para mantenerse. ¿Qué puede haber más sostenible que eso?

Las galerías subterráneas del Pósito Real de Carlos IV, que rehabilitamos en 2016, estaban llenas de humedad, haciendo necesario, a priori, la integración de unas máquinas que estuvieran renovando el aire permanentemente a fin de poder hacerlas habitables. El sencillo gesto de abrir unos huecos e introducir en los laterales unos alabastros ha bastado para solucionar el problema. El alabastro, además de ser un material precioso, tiene anhidrita, que es una sal secante natural. De hecho, al contemplar los techos de la sacristía de El Paular (s. XVI) da la impresión de que están restaurados cuando, en realidad, jamás lo han sido. Esto se debe al hecho de que el suelo de la sacristía es de alabastro. Hay que buscar elementos que no precisen ni de una máquina ni de consumo energético, ni de nadie que deba estar atento para encenderlo o apagarlo. Eso es para mí sostenibilidad.

Actualmente está volviendo a utilizarse mucho la cal, un elemento cuyo uso nunca debía haberse perdido porque, de forma pasiva, contribuye a la conservación y durabilidad de la piedra, absorbiendo el CO2. Volvemos así al inicio de nuestra conversación y a esa necesidad de formarse durante los años de estudio en el uso correcto de los materiales. Ese es para mí el meollo del debate acerca de la sostenibilidad. Cuando se utilizan piedras que ni se sabe de dónde vienen, la arquitectura malentiende el uso de la técnica. Esa idea global de la que tanto se habla, no es factible en arquitectura. Las condiciones climáticas, culturales, etcétera, no permiten que la arquitectura se reproduzca o se clone en diferentes lugares.

¿Y cómo transmitir esto con la suficiente claridad y firmeza? Hoy el mundo está inmerso en ese concepto de la Agenda 2030 y se está fomentando una suerte de decrecimiento que parece abogar por dejar al margen ciertas cuestiones tecnológicas a favor del regreso a una confusa idea de ‘lo ancestral’. A mi modo de ver, hay que trabajar en paralelo con esas dos formas de construir, sin radicalizarnos respecto a la aplicación de ciertos sistemas.  

Coincido contigo. No creo en los sistemas dicotómicos. Algo no es bueno o malo, hay muchos más puntos intermedios. A aquellos que hoy satanizan el hormigón hay que recordarles que ese material ha permitido que en la actualidad dispongamos de importantísimas infraestructuras.

Respecto a la Agenda 2030, me interesan los debates que plantea, pero esencialmente por su vinculación a la sociedad. Uno de ellos es el relativo a la España vaciada, que habla de cuando la arquitectura queda completamente desubicada de una lectura social. Pensemos en la contradicción que hay en ello: desplazamos a la gente a la ciudad y ahora, con un problema acuciante de vivienda, no sabemos dónde alojar a la población, pero seguimos insistiendo en la ciudad, sin prevenir el abandono de los pueblos. Ahora hay ciudades en las que muchas personas están viéndose obligadas a buscar otra casa porque, de repente, el propietario de su vivienda decide convertirla en apartamento turístico y duplica el precio del alquiler. Algo funciona muy mal cuando uno tiene que ser turista en su propia tierra.

Cuando la Agenda 2030 promulga un desarrollo sostenible de la sociedad, a mí eso me lleva ineludiblemente a hablar de recuperar la memoria de lo local. La arquitectura es el mejor ejercicio para reivindicar o sostener la identidad del lugar. Cuando un pueblo se vacía, lo que queda de él es su arquitectura. Su recuerdo queda fosilizado en una arquitectura. Regresar al pueblo es volver a la herencia, a la piedra, a sus materiales: volver a recuperar una sustancia que, sin duda alguna, pasa por la arquitectura. La intervención en patrimonio, se convierte en este momento en ‘antídoto’ contra el olvido.

¿Crees que se afronta con consistencia ese discurso sobre la España vacía o es otro concepto hueco en el fondo?

Es un concepto lógico, pero creo que, del mismo modo que se ha demonizado al hormigón, se ha demonizado también a los agricultores. Mi padre es agricultor y recuerdo bien un tiempo en el que los que conformaban este colectivo, junto con otros vinculados al entorno rural, eran tenidos como una especie de enemigos del ecosistema, por dedicarse a explotar la tierra para producir.

El concepto de “España vacía” es bueno en sus fines, pero perverso en los medios. Se dan ayudas a los pueblos, pero no están dirigidas a su desarrollo sino a poner en valor su patrimonio con fines turísticos. Sería necesario recuperar la memoria para la gente, para que puedan retornar a sus lugares de origen y vivir allí. Hablo desde la gratitud hacia mi patria chica: yo nací y me he construido en un pueblo.

El ecologismo malentendido nos ha llevado a este punto. No ha sido sensible a los ecosistemas que los entornos rurales han ido generando desde tiempo inmemorial. Por una cuestión algo yuppie los pueblos se han obviado y se los ha mirado desde una perspectiva idealizada y romántica. Yo conozco la realidad dura que hay en el hecho de vivir alejado de los grandes núcleos urbanos, pero también sé que esa calidad de vida no la brinda la ciudad.

Nuevo Intercambiador de El Puerto de Santa María (Cádiz), 2024.

Tu vida como arquitecto está ramificada en muchas actividades: construyes, enseñas, eres gestor cultural.

Eso es algo que aprendí de Alberto Campo-Baeza. Cuando estaba en su estudio, recuerdo verlo un día coordinando un libro, otro día yéndose a enseñar a la escuela, otro día encerrado en su despacho… Él siempre hablaba de investigar, proyectar y enseñar. Yo me siento igualmente cómodo en esa tríada.

De Alberto Campo-Baeza aprendes tres conceptos fundamentales: precisión, luz y razón. Son conceptos que se desdibujan demasiado en la práctica de la arquitectura.

Al ámbito de lo patrimonial no se puede entrar a trabajar con dudas. La precisión no es solamente una cuestión de exactitud geométrica o milimétrica, es también tener una direccionalidad y cierta seguridad. Esta seguridad es la que conduce al ámbito de la investigación. Estoy de acuerdo en que es una tríada que a menudo se obvia o se olvida, pero es sin duda la combinación perfecta para poder intervenir sobre una preexistencia. De ahí que adoptara esos tres conceptos utilizados por Alberto Campo y los llevara al ámbito de mi investigación, el trabajo con las preexistencias.

Anualmente publicas un libro titulado DEambulatio ARchitectonica.

Es un pequeño libro donde reúno textos redactados por profesores y otros compañeros que ese año han participado en mis clases. Es una forma de saber cuáles son las preocupaciones que ahora mismo tienen personas cuya labor y pensamiento me interesan. Por otro lado, la dirección de la revista Neutra me permite también estar al tanto de lo que hacen mis colegas de profesión más próximos. Así entiendo la disciplina de la Arquitectura, como un ámbito sin límites, que va desde la construcción de un edificio hasta el diseño de una publicación.

 

Retrato de Pablo Millán y fotografías: Javier Callejas.

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