Quiero que quede ante todo claro que este artÃculo no quiere ser ni una queja victimista, y aún menos un ataque personal. Si fuera tomado por algo de eso, seguirÃamos cayendo en la misma vieja y lamentable trampa de siempre, que da alas al pensamiento simple y a las bravuconerÃas.
Escribo este texto porque reacciono cuando se niega la existencia de unos hechos manifiestos. Cuando alguien, por acción activa o pasiva y por los motivos ulteriores que fueren, determina que lo que otro está haciendo no existe. En el caso de la reflexión y la opinión crÃtica, por supuesto que puede estarse o no de acuerdo, tener o no interés en el punto de vista que otro tiene y en lo que hace. Sin embargo, omitir, ningunear o negar su existencia o presencia tangible, supone entrar a colaborar en el juego de la tan mentada posverdad, contribuir a convertir la realidad en un escenario a medida.
El ejercicio de la crÃtica no es ni para pusilánimes ni para acomplejados: hay que ser consciente del riesgo que se asume, el cual implica aceptar la posibilidad de errar y la obligación de rectificar, de ser antipático y, sobre todo, de escapar de manera indefectible a toda posibilidad de corporativismo y clientelismo.
Desde mi trabajo intento ejercer una crÃtica que ofrezca argumentos para expresar su discrepancia con los puntos de vista de esa cierta ortodoxia sancionadora. Soy consciente de que éste no es ni ha de ser del agrado general, pero no deja de esforzarse en tratar de ser crÃtica en clave contemporánea; con las necesarias diferencias, pros y contras que esto pueda suponer al confrontarse o compararse frente a la desarrollada en otros periodos y otros individuos.
Hace seis años, a raÃz de un escrito de Josep Maria Montaner, en el que, sin perder la compostura, éste aseguraba que la crÃtica de arquitectura habÃa muerto definitivamente, escribà un artÃculo que titulé «La melancolÃa mató al crÃtico». En él quise plantear una respuesta contra una aseveración que me pareció completamente inconsistente y falsaria; y, sobre todo, improcedente por provenir de alguien que, a mi entender, habÃa dejado de ejercer la crÃtica hacÃa mucho tiempo (si es que se quiere entender por hacer crÃtica el ser esencialmente un metódico recopilador de datos) para instituirse en paradigma del crÃtico como promotor y funcionario. Un perfil que ya Josep Quetglas describió certeramente en una conferencia pronunciada en marzo de 1994:(1) «¡Claro que trabajan bien! Hacen historia de la misma manera que sus abuelas hacÃan calceta. Bordando. Son aplicados. Pero, si se les pregunta el porqué de todo ese trabajo, l0 mejor que saben responder, con una sonrisa infantil, es la cándida frase del viejo Ranke:”Para saber exactamente cómo ocurrió todo”. Con todo detalle, naturalmente.»
Sus artÃculos en El Croquis dedicado a la obra de RCR Arquitectes apabullan por una verbosidad y un obsesivo empeño en exhibir erudición mediante un indiscriminado despliegue de referentes y citas que sirven, por un lado, para imponer su auto-enaltecimiento intelectual y, por otro, para componer un discurso magnificador y sublimador de la obra de estos arquitectos, que culminó en los cuasi-lÃricos panegÃricos que escribió para la exposición de la que fueron objeto en el Palau Robert de Barcelona en 2015.
Aunque, posiblemente, en su libro La condición contemporánea de la arquitectura (2015) ya se delatara su pérdida de cualquier interés en reflexionar sobre la arquitectura. Con la elaboración de esos relatos fútiles, ornados con toques de autoridad intelectual, Montaner se sacudÃa de encima el problema y la dificultad de hacer crÃtica, preservando (irónicamente) a la vez su estatus de crÃtico.
En tal contexto, ante tal comprensión respecto a lo que corresponde que sea la tarea del intelectual de la arquitectura, no es de extrañar que se encuentre conveniente decretar el deceso de la crÃtica, y que esto se haga más imposibilidad, desidia o acomodo que por una convicción resultante de una meditación honda al respecto.
Apunto todo esto a propósito del artÃculo que recientemente publicaba Santiago de Molina en el blog de Arquia, un escrito donde se retomaba el tema de la muerte de la crÃtica, y de nuevo sin atisbo de dudas. En su escrito «Sobre crÃticos, comisarios, decanos…», De Molina afirma que la crÃtica en arquitectura ya no existe. Una afirmación tajante que, sin embargo, considero discutible y que su autor expone en los siguientes términos:
«El paso de los años nos ha permitido ver enterrar a los viejos crÃticos. Y con ellos a la crÃtica de arquitectura.
»Sin relevo ni sucesores, el hueco dejado por aquellos barbudos de los años setenta dedicados a teorizar sobre el presente a la vez que ponÃan sus ojos en el futuro, ha quedado en manos de nadie. Mientras la arquitectura ha atravesado páramos yermos y llanuras, picos y valles, como si nadie vigilase su corriente ni explicase el motivo de sus desbordamientos y sus sequÃas.
»La antigua crÃtica de arquitectura cuya profunda razón de ser estaba centrada en la propia disciplina y que hallaba en las pocas pero influyentes publicaciones desde el primer tercio del siglo XX su tribuna, se ha silenciado hasta desaparecer.»
Vengo repitiendo con hartazgo que, al igual que señala De Molina en ese artÃculo, la sorprendente proliferación de opinadores y hooligans que se autoconceden la etiqueta de crÃtico, asà como la abundancia de congresos y seminarios en cuyo cartel figura la palabra crÃtica en lugar de «propaganda» o «publicidad» (que serÃan más apropiadas), son algo diametralmente opuesto al ejercicio productivo de la crÃtica.
Y, como no dudo en absoluto de la honradez intelectual de Santiago de Molina, por eso me resulta difÃcil comprender el porqué de esa afirmación suya tan contundente respecto a la muerte de la crÃtica, con la que cierra el debate sobre un tema urgente en lugar de abrirlo. Por qué alguien que siempre contribuye con aportaciones estimables da aquà la razón al coro que durante años se ha dedicado a refugiarse en esta letanÃa gandula en lugar de confrontarla e inquirirle por sus motivos.
A mi parecer, esa manida muerte de la crÃtica claramente es algo que sólo sirve como coartada a esos que, gracias al prevalente estado acrÃtico, cosecharon méritos y beneficios intentando impedir que nadie discrepara de su hegemónica opinión. Por eso me interesa conocer los motivos que llevan a De Molina a concordar con esa opinión.
Alegar tajantemente la inexistencia de la crÃtica, más aún cuando acto seguido se diserta en torno a la perversión de la dañina figura del curator y las lesiones que su puesta en valor está causando en el corpus intelectual de la arquitectura pero eludiendo especificar nombres y casos concretos, acaba siendo sólo un gesto sin mayores consecuencias. – El curator y sus consecuencias es un tema sobre el que reiteradamente he venido avisando, siempre poniendo la cuestión sobre la mesa con nombres y apellidos. Remito a mis artÃculos «Motivos personales» (2013) y «De esta manera no» (2014)-.
Me atrevo a especular que lo que ha motivado a De Molina a escribir su artÃculo pudiera haber sido la reciente noticia de la elección de Eva Franch, directora de Storefront for Art and Architecture, para dirigir la Architectural Association −remito aquà al lector a mis artÃculos «Idiocracia 1» (2014)  e «Idiocracia 2» (2015)−. Y, si mi intuición es correcta, la declaración que alberga su texto me resulta una rabieta indignada del mundo académico que, en lugar de poner negro sobre blanco y exponer qué personas y cuáles hechos constituyen los motivos de su legÃtimo disgusto, sigue vacilando, refugiándose en la retórica por un persistente temor a enfrentarse al verdadero fondo del problema, que excede a la persona de Franch.
Si el tema que se quiere afrontar es el de la invasión de la figura del curator y la fascinación que el mundo académico, cada vez más prisionero de su propia endogamia e incompetencia, siente hacia estos personajes cuya inconsistencia y verborrea se está tornando insoportable, en su artÃculo De Molina toma el camino más llano, y también el más corto: dar a entender un reproche a esta figura pero en ningún momento poner en duda por qué la universidad burocratizada y prisionera del cultura del paper –como señalase Rafael Argullol-(2), ha aceptado en su declive abrir las puertas a esos charlatanes, buscando a través de ellos la entrada de aire fresco.
A mi ver, es necesario que la crÃtica se deshaga de veneraciones nostálgicas, algo que no niega que sea fundamental conocer su historia y el pensamiento de quienes han sido sus precedentes fundamentales más inmediatos. Hoy, que se predica frente a un público escasamente instruido (por no decir ignorante), con una comprensión lectora deficiente –y que, paradójicamente, procede de la universidad (ese lugar actualmente más preocupado por los rankings y la rentabilidad que por formar)−, es fundamental recuperar el rigor de la educación y su dimensión de compromiso para que podamos disponer de un territorio de conocimiento común en el que reconocernos y desde el que discrepar y entendernos. Sin embargo, el triunfo de un estado de engaño o auto-engaño constante nos está abocando a una ruina intelectual peligrosa, que escoge la nostalgia como forma encubierta de pedanterÃa y la vanguardia como narcótico.
Por todo esto se hace urgente no negar la existencia de la crÃtica sino reactivar la conciencia de su necesidad para que retorne a los ámbitos universitarios, a fin de educar a los estudiantes en un compromiso que vaya más allá del marketing y el amansamiento en que se basa hoy la academia.
La totalidad del artÃculo de De Molina me resulta más una sentencia dirigida a contentar a un público supuestamente concienciado de una problemática evidente, y a la vez ávido de autopaternalistas respuestas fáciles, tintadas de intelectualidad.  Es difÃcil comprender sino por qué se puede tachar y borrar de un plumazo todo lo que se ha hecho con posterioridad a esos mitificados 70 y abrigarse bajo la derrota autocomplaciente que tal aseveración implica. Negar que exista la crÃtica permite situarse en un terreno manso, apartado, que libera de la necesidad de posicionarse puesto que, si está muerta la crÃtica, se vuelve innecesario ejercerla y se aniquila su sentido esencial.
Extraño en su escrito referencias a figuras vivas de la crÃtica, como Josep Quetglas, cronológicamente posterior a Tafuri y a los suyos, alguien de vigencia clave en el presente y puente de enlace entre aquel entonces y la actualidad. Tal vez porque Quetglas es alguien completamente alejado de ese espÃritu funcionarial que se escapa a la imagen disciplinada y académica del crÃtico y en su momento puso en duda, con razonados argumentos, a Tafuri y su contexto en esa conferencia arriba citada, leÃda a los pocos meses del fallecimiento de éste. «Es toda una opción polÃtica -la adoptada por Tafuri, con otros , desde el post 68- la que conduce, inevitablemente, a esa derrota, la que ya es, en sà misma, melancolÃa, impotencia por comprender e intervenir en el mundo.»
Puesto que mi idea del crÃtico tiene más que ver con la de una persona que duda y que intenta construir a través de sus dudas, que prefiere abonar el campo de la duda y el escepticismo al de las certezas, que sacude el panorama, que intenta no dar respuestas sino empujar a pensar sobre ese mundo al que se refiere Quetglas, que nunca es alguien que da soluciones servidas, me escuece también esa idea que el texto expresa acerca del oficio del crÃtico, definida en estos términos: «El oficio de ‘crÃtico’, trabajo misterioso y construido a pulso a lo largo de los años por medio de un ‘criterio’ prestigiado gracias, sobre todo, a acertar.» No puedo estar más en desacuerdo con esta afirmación, que parece entender al crÃtico como una suerte de experto /máquina de validar, que va ganando puntos a través de los aciertos de sus validaciones. Como si éste fuera una especie de tecnócrata-verificador de calidad.
De Molina concluye su texto con una pregunta: « ¿Quién se ocupará de la arquitectura cuando todo el mundo esté centrado en su periferia?». En ella veo traslucir de nuevo esa colosal rendición de este momento para asumir responsablemente no sólo la falta de voluntad y conocimiento para ejercer la crÃtica sino también esa actitud conservadora que parece preferir que es mejor que nada mejore, que sofoca o desvaloriza las posibilidades de que otros se esfuercen en construir una posición crÃtica que, aunque imperfecta, sea menos obediente al poder constituido, menos amanerada que la de aquellos crÃticos que hoy tanto parecen echarse de menos.
1. Josep Quetglas, «Un cadáver. Palabras para Manfredo Tafuri». Conferencia ofrecida el 27 de marzo de 1994 dentro del ciclo Per a Manfredo Tafuri , organizado por el Col·legi d’Arquitectes de Catalunya y que tuvo lugar en el Reial Cercle Artistic de Barcelona. Entre los participantes de dicho ciclo estuvieron Josep Maria Rovira, Ignasi de Solà -Morales, Victor Pérez Escolano, Carlos Sambricio y Fernando MarÃas.
El texto Ãntegro de esta conferencia puede consultarse en Quaderns d’arquitectura i urbanisme [s.l.] : Col·legi d’Arquitectes de Catalunya, 1995, (210): 190-197.
2.Rafael Argullol, «La cultura enclaustrada», El PaÃs, 5 de abril de 2014.
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