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Blogs La viga en el ojo por Fredy Massad

IDIOCRACIA. Algunas reflexiones y más preguntas

IDIOCRACIA. Algunas reflexiones y más preguntas
Fredy Massad el

Escribo este texto tras las reacciones al anterior publicado en este blog de las que he tenido constancia, y después de haber dejado pasar un lapso de tiempo prudencial para reflexionar sobre todo ello y devolver una respuesta que no surgiera apresuradamente.

El encono de una parte de esas reacciones me corroboró hasta qué punto es intenso el aferramiento a una autocomplacencia que se refuerza y retroalimenta dentro de un entorno endogámico, de iguales que viven en el aplauso indiscriminado y la complicidad incondicional. También, y no únicamente desde ese sector enfurecido, el rechazo casi visceral que existe hacia cualquier actitud que se aleje de la formulación de lecturas positivas. El asumir como destructiva cualquier opinión que ponga en cuestión determinadas situaciones o propuestas que se presentan como innovadoras, renovadoras y encarnadoras de otros idealismos. Una postura que parece tener la convicción de que lo constructivo únicamente puede plantearse desde la celebración y el elogio; y que, en esa literalidad, no comprende que esa exigencia de positividad no lleva más a que a cimentar una estado de ausencia de preguntas y dudas, un estado de comodidad mental y de conformidad contrario a cualquier posibilidad real de instaurar cambios y transformaciones sólidas.

El filósofo Byung-Chul Han plantea en La sociedad de la transparencia, entendiéndolo como signo de los tiempos, una posibilidad de interpretación de los motivos de ese enconado rechazo de opiniones que no se centren en el valor de lo positivo y que atacan el posicionamiento negativo. «La presión de la aceleración va de la mano del desmontaje de la negatividad. La comunicación alcanza su máxima velocidad allí donde lo igual responde a lo igual, cuando tiene lugar una reacción en cadena de lo igual. La negatividad de lo otro y de lo extraño, o la resistencia de lo otro, perturba y retarda la lisa comunicación de lo igual. La transparencia estabiliza y acelera el sistema por el hecho de que elimina lo otro o lo extraño. Esta coacción sistémica convierte a la sociedad de la transparencia en una sociedad uniformada. En eso consiste su rasgo totalitario. (…) El veredicto general de la sociedad positiva se llama ‘me gusta’. Es significativo que Facebook se negara consecuentemente a introducir un botón de ‘no me gusta’. La sociedad positiva evita toda modalidad de juego de la negatividad, pues ésta detiene la comunicación. Su valor se mide tan solo en la cantidad y la velocidad del intercambio de información. (…). Veredictos negativos menoscaban la comunicación. Al ‘me gusta’ le sigue con más rapidez la comunicación conectiva que al ‘no me gusta’».

El artículo contenía un gran número de preguntas que sólo fueron respondidas y completadas con ideas por personas que compartían en mayor o menor medida el planteamiento que yo exponía, hastiadas de un dogmático sistema de pandillismo. No hubo ninguna respuesta que afrontase directamente el meollo de esas preguntas (o, por lo menos, no me consta) que procediera de los vestidos de transgresores y nueva vanguardia. De ese frente partieron únicamente descalificaciones, pero ni una sola respuesta racional y consistente que las contestara.

Cito de nuevo a Han en este punto: «…carece de espíritu quien se limita a zapear a través de lo positivo. El espíritu es lento porque se demora en lo negativo y lo trabaja para sí. El sistema de la transparencia suprime toda negatividad a fin de acelerarse. El hecho de demorarse en lo negativo abandona la carrera loca en lo positivo. (…) La sociedad positiva tampoco admite ningún sentimiento negativo. Se olvida de enfrentarse.»

Alguno enfatizó su desautorización de mi opinión rebotándome la misma acusación de charlatanería que yo aplicaba. Se consideró que el artículo no era más que una «pataleta» y no hacía falta hacer ningún comentario al respecto. Otro cargaba con «nefasto artículo, y bastante mal escrito, por cierto» (pero sin matizar cuál era el motivo de esa cualidad nefasta ni tampoco señalando dónde estaban los defectos de redacción o estilo). Es cierto que estas opiniones fueron expresadas dentro del marco de Facebook, pero que todas ellas reaccionaran con un ataque personal, asumiendo el artículo como una agresión y obviando atender a las cuestiones de fondo que cuestionaba, no hacía sino poner de manifiesto la falta de unos argumentos ideológicos definidos y consistentes que poder devolver. Una reacción en colectivo cuya fuerza y estrategia consistía en señalar a un enemigo común, que había venido a aguar una fiesta. Se creó así desde lo emocional el terreno propicio para una contienda inútil, porque qué mejor que crear una trinchera y hablar de ataques de un ficticio enemigo para evitar el esfuerzo de tener que explicar las propias ideas y las estructuras desde las que se gestan y en que se sustentan (si es que las hay).

Sonido de vestiduras rasgadas, ataques de vedetismo, victimismos y defensas sentimentaloides. Pero ideas que rebatieran, que explicaran, que me aclararan, ninguna. Ningún argumento. Sólo el intento de tergiversar el fondo del tema para llevar mi opinión al ridículo, no tomarla como un campo real de contienda con sentido.

Toda la carga de ataques procedió de lo que eran únicamente unas breves líneas en el artículo: las dedicadas a la presentación del proyecto de Fru-Fru. Me pregunto si en realidad todos esos opinadores leyeron la totalidad del párrafo, ya no siquiera del artículo, o se quedaron sólo en la asociación que efectuaron entre título y fotografía en el encabezado del texto. Recalco de nuevo que mi intención no fue atacar, sino exponer su proyecto como ejemplo de una situación de las que en modo alguno las consideraba artífices, ni responsables, sino víctimas. La mención a Fru-Fru en mi artículo venía encabezada claramente por estas palabras: «Como ejemplo (y sin intención de hacer sangre sobre sus autoras, sino sobre las consecuencias que derivan de ese modelo)…».  Destaqué en el artículo su caso como un ejemplo que ponía en evidencia la falta de peso del Foro, cuya responsabilidad no recaía de ninguna manera en las autoras del Tocador Mediático. Los cuestionados eran Jaque, Franch, Chinchilla, Úrculo, Gironés, Tuñón y, como responsable último, la Fundación Arquia y a un debate pactado, falto de ideas, conservador e inmovilista que está haciendo de contención a uno profundo y realista sobre la situación actual. A esa charlatanería, a esa cháchara que intenta tapar el verdadero ruido de cambio. Pero en ningún momento ellas –ya que, como también especifiqué con claridad en el artículo, mi intención no era centrarme ni en premios ni premiados, sino en la elección de los contenidos del Foro Arquia, que consideré apriorísticos y basados en los muy concretos intereses de unos comisarios (como ellos mismos se definen).

Pero se ve que Fru-Fru se encontraron con protagonismo para sí o bien acabaron siendo la cabeza de turco que sirvió para desviar el meollo del tema y convertirlo en esa reacción de visceral defensa afectiva, que tampoco me aclaraba en qué consistían las virtudes del proyecto con que concurrieron al Foro, y que queda enfatizada en comentarios como «¡Grupo de apoyo a Fru-Fru ya!», «Cuando la gente no entiende las cosas tiende a camuflar su ignorancia con crítica destructiva. Típico. Abrir caminos siempre es más difícil que caminar por los que ya están trazados aunque éstos ya se hayan quedado obsoletos. Muy orgullosa de mis Frus…» o la carta abierta publicada por Juan Antonio Sánchez Morales, donde manifiesta: «…ha llegado un momento en el que sus críticas constantes hacia un determinado posicionamiento arquitectónico me han exasperado. Otra forma de decir que con este último ataque a “mis” arquitectas disfrutistas ha conseguido sacarme de quicio. No aludiré a mi querido Andrés Jaque, es suficientemente mayor e inteligente como para defenderse solo o desentenderse de estas cuitas. Pero insistiré en defender a Paula y Rosana, las quiero demasiado, o son aún demasiado frágiles, como para no saltar ante esta ofensiva.»

Una defensa esta última en mi opinión desconcertante por apelar formalmente a lo sentimental para validar la propuesta de Fru-Fru, haciendo además alusión a la fragilidad y la protección hacia éstas. Considero incomprensible este argumento y que en realidad hacía un flaco favor, puesto que cualquier exposición pública del trabajo debe hacerse desde el suficiente grado de madurez que nos haga conscientes del riesgo a recibir opiniones desfavorables. Pero entiendo que es, sin embargo, un gesto completamente elocuente respecto al tipo de entorno en que está formándose toda una generación, envuelta entre los algodones de un paternalismo que aplaude cualquier amago creativo de los suyos, sin osar cuestionarlo, educando para lo divertido, para el  «Fru-Fru (o nombre que proceda) mola», para creer que la arquitectura era esto y que es perversa o absurda fuera de ese protector y benefactor mundo endogámico.

Saltando la discusión sobre si su trabajo es o no arquitectura, porque no es el tema en disquisición en este texto, opino, por lo que he visto, que el proyecto presentado por Fru-Fru es malo. Y que no se entienda con esto que digo que las autoras de Histerias de Vida sean malas o incompetentes, sino que su trabajo es perjudicial para ellas mismas. En mi opinión, se les ha hecho creer que están haciendo vanguardia, transgrediendo, y que hay que acusar de rancio, de casposo y de conservador a todo lo que está fuera de esa órbita. No obstante, permítanme decirles que ustedes son obviamente libres de hacer lo que quieran, de ser tan modernos, transgresores y vanguardistas como quieran autoimponerse; pero también permítanme a mí no escandalizarme ni caer impresionado sin tacharme de anticuado ni de ignorante, sino como Jep Gambardella, inquirirles.

«Jep: ¿Usted lee?
Artista: No necesito leer, vivo en vibraciones, sobre todo extrasensoriales.
Jep: Dejando a un lado lo extrasensorial, ¿qué quiere decir con vibraciones?
Artista: ¿Cómo se explica con la vulgaridad de la palabra la poesía de la vibración?
Jep: No lo sé, inténtelo.
Artista: Yo soy una artista. No necesito explicar una mierda.
Jep: Entonces escribiré: “Vive de vibraciones, pero no sabe qué son”.
Artista: Esta entrevista empieza a no gustarme, percibo de su parte una conflictualidad. Hablemos del maltrato que sufrí por parte del novio de mi madre.
Jep: ¡No! Yo quiero saber lo que es una vibración.
Artista: Es mi radar para interceptar el mundo.
Jep: El radar… ¿es decir?
Artista: Es usted un toca cojones.
(…) Jep: Talia Concept habla de cosas de las que ignora el significado. De momento sólo le he oído humo impublicable. Si cree que me va a encantar con ‘soy una artista, no tengo que explicarme’, va desencaminada. Tenemos una base de público culto que no quiere que le tomen el pelo. Yo trabajo para esa base.
Artista: Pues déjeme hablar del sufrido pero indispensable recorrido como artista.
Jep: Pero, ¿indispensable para quién? Señora… ¿Qué es una vibración?
Artista: No lo sé, Jep Gambardella.
»

Probablemente todo esto se pueda achacar a la incultura: a la cultura de la falta de referentes, a una educación sesgada y banal, donde los referentes empiezan y acaban en sí mismos. Cuando hablo de incultura lo hago en el sentido más amplio de la palabra. No me refiero a la falta de esa cultura enciclopédica, del cortar y pegar, ni a falsos discursos cargados de citas sino a una falta cultura que nos permita disfrutar de la arquitectura y lo que la rodea, muy lejos del positivo disfru-frutar tan inseguro, tan pueril, tan cargado de prejuicios, el cual está a su vez, muy lejos del verdadero sentido de transgredir y hacerlo asumiendo las consecuencias. Como plantea Jean-Pierre Le Goff, vinculándolo también al sentido del tiempo mediático y del espectáculo en que vivimos: «La transgresión (…) no es vivida como una transgresión – lo que implica precisamente el tener conciencia de la norma, de los riesgos y del precio a pagar por el individuo−. Ésta se ha convertido en un juego, una forma de ser y de distinguirse, dentro de una búsqueda desesperada de visibilidad, como para sentir más claramente que se existe.»

 

Pero de nuevo, y evitando seguir cayendo en la trampa de abundar en una cuestión que en el artículo era meramente secundaria, insisto en el que era uno de los puntos de mi artículo: el de hacia dónde está llevando la influencia de Andrés Jaque, su artificiosa mezcla de lo social y lo político para (como ya he dicho con anterioridad) generar un discurso que es puro placebo, pura complacencia, puro espectáculo. Preguntémonos: ¿qué trascendencia ha tenido Ikea Disobedients para la construcción de un discurso social que es inmediatamente necesario, más allá de su carácter de celebrada performance en el MoMA? ¿quiénes son los beneficiaros de este tipo de acciones hipotéticamente anti-sistema? ¿no están hechas para satisfacer a sus propios narcisismos, tendientes a consolidar la figura de un gurú? ¿qué aporta en concreto el proyecto premiado con el León de Plata en la Bienal de Arquitectura de Venecia? ¿de qué sirve recibir un premio de manos de un Rem Koolhaas decadente? ¿no será que Jaque y lo que le rodea son, pese a lo que quieran creer de sí mismos, síntoma de una cultura que pocos quieren asumir como acabada y no provocar el acto necesario que acabe con ella?

No me sirven como justificaciones para desacreditar esta afirmación los argumentos de que son invitados por universidades asumidas como altamente prestigiosas o que, museos, igualmente tomados como adalides del prestigio compren o exhiban su trabajo. ¿Por qué no revertir el sentido de ese valor y plantearse si arquitectos como él y otros están de hecho marcando la falta de credibilidad y de capacidad de intervención constructiva de esas instituciones?

Cito al hilo de esto último una reflexión extraída de un reciente artículo del Rafael Argullol donde apunta: «… las universidades, cada vez más con más descaro, hagan la misma operación y los programas académicos integren, como supuestos bienes artísticos, a meros productos de la especulación y de la impostura. Y algo todavía más determinante hay que atribuir a las instituciones artísticas, que se arrogan el papel de moldear el “gusto popular” siguiendo criterios mercantiles propios del capitalismo de casino.» Una opinión que considero vinculable al valor y reputación otorgado a este tipo de planteamientos aparente transgresores, subversores de cánones y que, de hecho, son expresión de un conservadurismo que toma la supuesta vanguardia como un valor seguro. Argullol aludía también al hecho de que habitamos un mundo «paulatinamente domesticado en la falta de complejidad intelectual», aspecto con el que coincido y respecto al que agrego que una de sus más patentes evidencias es su incapacidad de discriminación para descubrir o intuir  la trampa intelectual, el engaño a la pamplina vestida de efectismo vanguardista.  ¿Cómo puede entenderse entonces que instituciones como el Instituto Cervantes y el Goethe Institut convoquen un concurso que exige a los participantes no sólo la adecuación a un decálogo elaborado por Jaque, sino que el hecho de que éste se base en palabros del tipo descajanegrizar o laboratorizar, y en los que no hay más que mero efectismo sonoro, puesto que sus definiciones resultan ambiguas o completamente huecas?

Extraigo algunos fragmentos de los términos presentados en dicho decálogo: “Es de esta coexistencia solidaria de la que depende que muchas de estas arquitecturas puedan ganar durabilidad. Construir en ellas es construir relaciones cotidianas, como las de los abuelos que cuidan a sus nietos por las mañanas o las de las madres que se turnan para cuidar a sus hijos para poder trabajar. (…) Son enclaves resilientes, que se construyen con el encuentro de realidades diferentes que conviven en un mismo espacio. Si la metáfora de la arquitectura moderna europea fue la máquina, la imagen de la actual es la selva. (…) Abrir las cajas negras con arquitecturas que permiten acceder a la lectura, a la evaluación y a la toma de decisiones se ha convertido en uno de los objetivos de la arquitectura contemporánea. Una arquitectura que promueve el paso de una ciudadanía basada en el consumo a una basada en la participación y en la toma de conciencia.»  A mi entender demuestran más una involución conservadora que las palabras de un revolucionario lanzando estos postulados, más próximos a un voluntarismo buenista que a los del carismático transgresor entronizado por los acólitos que hoy atacan a quienquiera que critique este modelo.

Otra de las cuestiones que se me achacaron es que mi crítica se centra en denostar y ridiculizar a este tipo de personajes, cuando creo que es obvio que un exceso de extravagancia o sobreactuación conlleva siempre el riesgo de hacerse susceptible a caricaturas. De igual manera, esta acusación me dejó una reflexión: ¿no será que esa falta de complejidad intelectual se manifiesta también la incapacidad de superar determinadas literalidades, como la de comprender qué concepto completamente serio subyace a un comentario humorístico?

Hay también algo cómico o tragicómico en ver cómo algunos que se autoproclaman críticos cuando su actividad poco o nada tiene que ver con la crítica (seres que viven muy felices dentro de su zona de confort) aprovechan la coyuntura de momentos de este tipo para emerger. Emergen y sueltan argumentos rocambolescos y vacíos que sirven para asegurar la continuidad de un estado de confrontación y reafirmar la idea de que la discusión –o incluso el propio ámbito general de la práctica y el pensamiento de la arquitectura−es un ficticio campo de batalla de buenos y malos, en donde siempre acaban triunfando porque usan la fuerza, anulando siempre la posibilidad de que la contienda sea un intercambio opiniones y conocimientos.

El verdadero reto radical y renovador sería que instituciones e individuos asumieran posiciones libres respecto a la crítica de estas situaciones. ¿Cómo es posible que un texto periférico al debate del Foro Arquia haya acabado reflejando con más claridad la realidad del estado de la situación que el propio debate oficial? ¿No será que en ese contexto oficial el debate es imposible porque se están imponiendo ideas como dogma; que el debate se rechaza cuando alguien se enfrenta a una construcción, a una postura que intenta ser única, que se vende como vanguardista pero que surge de una concepción autoritaria, unos postulados, endebles en sí, que no resisten la más mínima crítica, que se destartalan ante la mínima duda? ¿Un relato ideológico cerrado y excluyente que necesita validarse a través de la confrontación, de la creación de un enemigo cohesionador y que subsane la ausencia de ideas?

No. No es una pataleta. Ni una embestida personal contra nadie, aunque creo que se hace necesario poner nombres y delimitar responsabilidades. Advertir es la función de la crítica, no hablar sobre hechos consumados o servir de aplaudidor o relator de hechos. Si seguimos permitiendo que nos den placebo en píldoras de colores cuando la situación es de enfermedad terminal, «la sociedad» (ese ente que en ese discurso acaba siendo algo abstracto y multiuso) terminará viendo a los arquitectos como charlatanes innecesarios.

Imagen superior: Fotograma de La Grande Bellezza.

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Fredy Massad el

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