Pablo M. Díez el 08 dic, 2008 Con motivo del séptimo aniversario de la caída del régimen talibán, reproducimos aquí un reportaje que publiqué en Los Domingos de ABC el 9 de febrero de 2003, tras mi viaje a Afganistán En 1982, mientras los muyahidin invocaban la Yihad (guerra santa) para combatir a las tropas soviéticas que habían invadido Afganistán, Najmuddin soñaba con estudiar en la Universidad de Kabul. Pero sus aspiraciones y sus piernas fueron arrancadas de cuajo por una mina cuando paseaba por los alrededores de la ciudad. Aunque salvó la vida, Najmuddin se pasó seis años postrado en la cama sin otra que hacer que lamentarse por su suerte. Pero su vida mutilada cambió en 1988, cuando decidió acudir a las sesiones de rehabilitación que ofrecía el centro médico que la Cruz Roja acababa de abrir en la capital del país, donde además se fabricaban prótesis ortopédicas para las víctimas de las bombas ocultas bajo tierra. Trabajando como fisioterapeuta en el mismo lugar donde se había curado, Najmuddin rehizo su maltrecha existencia y, tras casarse, aporta con su sueldo los únicos ingresos que percibe su familia de doce miembros gracias a su trabajo como máximo responsable del centro Wazir Akbarkhan de Kabul. Su historia resume a la perfección la filosofía de la institución, por donde han pasado más de 50.000 mutilados de guerra y minusválidos a lo largo de todos estos años. Aunque, en principio, el Wazir Akbarkhan sólo se encargaba de la rehabilitación física y de la elaboración de prótesis, poco a poco fue contratando a sus propios pacientes dentro de un amplio programa de reinserción social. Más de 300 discapacitados conforman la plantilla de la central de Kabul, mientras que otro medio millar trabaja en las sucursales que la Cruz Roja ha inaugurado en otras ciudades, como Mazar-i-Sharif, Herat, Jalalabad, Gulbahar y Faizabad. Todos estos hospitales-factoría producen al mes más de 600 piernas y brazos ortopédicos, más de un millar de muletas y un centenar de sillas de ruedas. Una amplia oferta con la que satisfacer la, por desgracia, ingente demanda de prótesis que requiere Afganistán, un país con más de 50.000 mutilados y donde unas 300 personas sufren mensualmente en sus cuerpos los devastadores efectos provocados por el millón de minas que pueden seguir enterradas bajo su suelo. En activo incluso durante la oscura época talibán, cuando se sucedían los problemas para importar las máquinas con las que se fabrican las prótesis y los Estudiantes del Corán dieron vacaciones forzosas a las 40 empleadas del centro, el proyecto ortopédico de la Cruz Roja ha ayudado además a los discapacitados a reintegrarlos en el mercado laboral. Como no podemos darle trabajo a todos los mutilados, hemos fomentado una red de pequeños vendedores ambulantes por toda la ciudad que ya cuenta con 1.500 operarios, explica el doctor Najmuddin antes de atender a un paciente venido desde Baglan al que toca cambiar su pierna artificial. Para ello, dispone de un vasto catálogo ortopédico surgido de los talleres del recinto, dividido en varias salas de producción donde los hombres trabajan separados de las mujeres. Una de ellas es Raghza, una adolescente que pisó una mina cuando, a los once años, se dirigía a la escuela Kalai Wahed, en pleno centro de Kabul. Desprendida del burka en el que todavía siguen enjauladas la mayoría de las afganas, se afana por modelar el polipropileno plástico del que están compuestas las prótesis. Rodeada de fantasmagóricas y relucientes piernas sintéticas, Raghza da forma a una extremidad enyesada antes de salir con paso renqueante al pabellón donde se alojan los pacientes sujetos a rehabilitación. Allí, en medio de un grupo de camas por cuyos bordes asoman balanceándose los miembros cortados de varios jóvenes, una niña de apenas cinco años, y a la que ya le falta una pierna, intenta dar los primeros pasos de su nueva vida como mutilada y mantener el equilibrio aferrándose a dos muletas bajo la atenta mirada de su padre. A su lado, Shokria se quita una media de lana y deja al descubierto su incompleta extremidad inferior izquierda, desgajada a la altura de la rodilla, después de probarse una nueva prótesis. Con 14 años, la joven explica que lleva ya siete sin mi pierna desde que, en 1985, una mina traicionera me lisiara a mí y matara a mis dos hermanos, de 6 y 18 años, mientras jugábamos junto a nuestra casa, en Benaro. Una enfermera analiza la piel oscura y rugosa de la pierna seccionada de Shokria, que debe adaptarse ahora a una nueva prótesis dentro de su proceso de crecimiento. Su cuerpo adolescente se quiebra en un muñón ya cicatrizado, que despierta al ojo ajeno tanto interés como aprensión. Imposible dejar de mirar, y sobre todo compadecer, tan desgarradora escena. Quien no podrá contemplar este horror que, como diría Joseph Conrad, sume a Afganistán en el corazón de las tinieblas, es Bawar, un ciego de 30 años a quien una bomba arrebató la vista. A pesar de su incapacidad, este miembro de la etnia hazara, a quien delatan los rasgos mongoles de su rostro, golpea con un martillo, con una precisión y contundencia que ya quisieran para sí muchos capaces, los tacos adherentes al suelo de las decenas de muletas que cada día pasan por sus manos. Al principio era complicado, pero ya me he acostumbrado, asegura este operario que entró en 1995 el centro Wazir Akbarkhan. En el mismo ala del recinto, Sakhidad, que regentaba un taller de bicicletas antes de su accidente, aplica los conocimientos adquiridos durante aquella época al ensamblaje de sillas de ruedas. El percance al que se refiere ocurrió, tal y como narra, cuando uno de los misiles que los Señores de la Guerra se lanzaban entre sí tras haber conseguido expulsar a las tropas soviéticas aterrizó en la puerta de mi casa y me destrozó un pie. La de Sakhidad es solo una más de las miles de vidas minadas que pueblan Afganistán tras casi tres décadas de guerras sucesivas. Prácticamente, casi la mitad de la tortuosa existencia de Zheria, un ex combatiente nacido en 1977 en la pequeña aldea de Chakhar Dara. Aunque su pueblo sobrevivió a la ocupación soviética y a las encarnizadas luchas en que se enzarzaron los diferentes Señores de la Guerra para alzarse con el poder a principios de los 90, el villorrio fue finalmente arrasado por los talibán. Delante de sus mujeres, sus familiares y sus vecinos, mataron a siete hombres en la plaza principal, narra el joven después de desfilar con su nueva pierna ortopédica por el pabellón de rehabilitación, rodeado de sábanas puestas a secar al calor de una estufa de petróleo y donde algunos pacientes llegan a dormir cuando están ocupadas todas las camas del hospital. Tras la masacre, Zehria juró venganza y se unió a la Alianza del Norte bajo las órdenes del comandante Shiriam Agha y del héroe nacional Ahmed Sha Massud, asesinado pocos días antes del 11-S. Sin embargo, la victoria contra el régimen talibán no libró al joven afgano de una bomba enterrada que le ha llevado al centro Wazir Akbarkhan de Kabul, donde ahora intenta empezar de nuevo. Cuando se le pregunta por su vida, se encoge de hombros y, desconsolado, niega con la cabeza. Lo que yo he tenido no merece llamarse vida, resume demoledor antes de implorar a Alá por un poco de paz para Afganistán. Por su parte, Rozedin, un niño nacido hace 13 años en Loogar, llegó hace un mes al hospital Wazir Akbarkhan de Kabul. Privándose de comer muchos días y vendiendo lo poco que tenía, su padre, Pachai, ahorró 150 afganis para emprender un agotador viaje en autobús desde su pequeña aldea. Aunque, al cambio, los dos billetes sólo costaron tres euros, esta ridícula suma supone para Pachai una auténtica fortuna que está dispuesto a desembolsar para salvar a su hijo, aquejado de una severa poliomielits que le ha atrofiado los músculos hasta dejarlo inválido. Incapaz de mantenerse en pie, el niño acaba de estrenar unas prótesis que le servirán para sostenerse sobre sus raquíticas piernas, pero tendrá que afrontar el incierto futuro que le aguarda a su país aferrándose a unas muletas. Ahora, Rozedin se recupera en el pabellón de rehabilitación del centro de la Cruz Roja en Kabul, que no sólo atiende a los mutilados por las minas, sino que se ha visto obligado a abrir sus puertas a la monstruosa masa de disminuidos que está proliferando en Afganistán. Y es que, tras casi tres décadas de guerra que han desmantelado el sistema sanitario y devuelto las condiciones higiénicas a la miseria de la Edad Media, cada vez son más frecuentes los casos de polio y deformaciones congénitas entre la población civil. Una es estas malformaciones más extrañas es la que padece Giab Ali, un joven de 16 años que sufre una osteogenosis imperfecta que, hasta que pudo tener acceso a una ortopedia, le había doblado las piernas hacia atrás y le obligaba a caminar arrastrándose sobre sus rodillas. 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