Shokia se lleva la mano al corazón para saludar al estilo musulmán en señal de respeto. Junto a sus padres, tíos y primos, este niño afgano vive en un inmundo cuartucho de un edificio en ruinas de Kabul donde sólo unos plásticos malolientes los aíslan del fango y la humedad. La última vez que su padre, Abdul (al fondo), trabajó le pagaron un mísero euro por pasarse el día colocando ladrillos en la reconstrucción de una casa. Así de dura es la vida de los refugiados que vuelven a Afganistán.