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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

El otro Pekín

Pablo M. Díez el

Si usted consigue superar esa nueva Gran Muralla en la que se ha convertido obtener un visado para venir a China este verano olímpico, se encontrará un Pekín que no se parece en nada al que dejaron ni los emperadores de dinastías milenarias ni Mao Zedong. No se asuste; por supuesto que siguen en pie la Ciudad Prohibida, el Palacio de Verano, la Gran Muralla y los templos del Cielo y de los Lamas. De hecho, hasta el retrato del revolucionario líder comunista sigue presidiendo impertérrito la plaza de Tiananmen, en cuyo mausoleo se encuentra embalsamado el cuerpo del Gran Timonel.

Pero treinta años de reformas capitalistas y un crecimiento económico sostenido en torno al 10 por ciento han cambiado por completo la faz de esta gigantesca ciudad de 16 millones de habitantes y que ocupa lo mismo que toda Bélgica (casi 17.000 kilómetros cuadrados). Donde antes había hutongs, los típicos y estrechos callejones chinos con casas bajas de ladrillo gris, hoy se levantan imponentes rascacielos de acero y cristal que no tienen nada que envidiarle a los de Nueva York. Por las grandes avenidas donde antes circulaban riadas de bicicletas, el vehículo oficial de la otrora humilde China proletaria, hoy están atrapados más de tres millones de coches en un permanente atasco capaz de desesperar al conductor con más paciencia oriental. Y donde antes sólo se veía a trabajadores de fábricas estatales y campesinos de cooperativas colectivas ataviados con el legendario traje Mao, en la actualidad hay jóvenes con imposibles pelos de punta que visten con marcas de moda y bellas muchachitas apenas cubiertas por diminutas minifaldas que caminan ágilmente sobre sus altísimos zapatos de tacón

. Por todo ello, Pekín es hoy una ciudad mucho más moderna, rica y cosmopolita, pero también con bastante menos encanto. Debido a esta frenética revolución urbanística que ha arrasado la mayoría de los hutongs, resulta difícil perderse por una callejuela con característico sabor chino fuera de los pocos barrios históricos del centro que aún quedan en pie.

Antes de que dichos hutongs acaben siendo demolidos o artificialmente remodelados como si fueran un decorado de cartón-piedra, como ya está ocurriendo en la avenida comercial Qianmen (en el extremo sur de la plaza de Tiananmen), el viajero debería vagar sin rumbo por estas calles para descubrir la esencia del Pekín más auténtico. Una de las más pintorescas es, sin duda, Dashilan, plagada de tiendas, salones de té y restaurantes emblemáticos como Tian Hai, un añejo pero encantador establecimiento de dos plantas que sirve comida del viejo Pekín mientras en la televisión se suceden, una tras otra, interminables y estridentes funciones de ópera china.

Pero es, sin duda, alrededor de esta calle donde la realidad de Pekín aguarda al visitante, que no ha de dudar ni un instante en adentrarse en los estrechos callejones adyacentes y hasta en las casas de sus vecinos. En verano, pasear al anochecer por los hutongs del lago de Hou Hai o de la Torre del Tambor supone una experiencia única porque los pequineses, afables y curiosos por naturaleza, disfrutan sentándose al fresco en las puertas de sus viviendas para charlar y beber cerveza y, aunque no hablen inglés, responden con una sincera sonrisa cualquier saludo procedente de un extranjero. Para romper el hielo inicial, no estaría mal que el viajero aprendiera un par de frases típicas, como Ni hao (hola) y Xie xie (gracias), que pueden abrirle más de puerta para visitar las casas de los hutongs. Dichas viviendas, que cuentan con un patio central pero carecen de baño, suelen estar ocupadas por una decena de familias que viven, comen y duermen hacinadas en pequeños cuartos destartalados y polvorientos y donde no parece caber ya ni un alfiler. Para reponerse de esta impresión, viene bien darse un buen soplo de aire fresco en el parque de las Colinas Fragantes (Xiangshan Gongyuan), que por hallarse a las afueras de Pekín suele ser obviado por los turistas. Aunque la mejor estación del año para visitarlo es el otoño, cuando las hojas de arce cubren de rojo sus laderas, es un lugar bastante fresco y natural para huir del ruido, el calor y el bochornoso calor que hace en la ciudad en verano. Desde la cima, a la que se puede subir en telesilla, se obtienen unas vistas espectaculares de Pekín y del templo de las Nubes Azul Celeste, situado cerca de la puerta norte.

En esta ciudad histórica de tan largo pasado, los palacios y templos suponen una de sus principales atracciones turísticas, pero existe un lugar al que los pequineses guardan un especial cariño y que, sin embargo, no es tan conocido entre los extranjeros. Se trata del Templo de la Nube Blanca (Baiyun Guan), un recinto taoísta del siglo VIII ante el que se forman densas colas con motivo del Fin de Año Chino, cuando decenas de miles de personas acuden al mismo para quemar incienso, tocar una figura de piedra de una rana que trae suerte o tirar monedas a un foso con varias campanas. Estampas de un viejo Pekín que se resiste a desaparecer sepultado por los rascacielos que ha traído el boom chino. Y es que, aunque pueda parecer imposible a tenor de la infatigable laboriosidad oriental, los pequineses tienen fama de perezosos entre los chinos. Su cercanía durante siglos con el poder imperial y la capitalidad de esta vasta y sacrificada nación les han conferido a los habitantes de Pekín un sentido hedonista de la vida insólito en el resto de China.

Para comprobarlo, nada mejor que degustar unas botellas bien frías de cerveza Tsingtao y unos pinchitos morunos de cordero en cualquiera de los tenderetes que pueblan de noche los hutongs del casco histórico. Sentados en plena calle en unos taburetes diminutos, la vida relajada del viejo Pekín pasa ante los ojos de los viajeros en forma de ancianos que pasean en camiseta de tirantes o pijama, niños que corren gritando de un lado para otro y familias enteras que juegan a las cartas o al mahjong en la puerta de sus casas. Mientras tanto, miles de jubilados, ataviados con sus mejores galas, se reúnen al atardecer en los parques y plazas para marcarse después de la cena unos bailes de salón prohibidos en China durante la época de Mao. Como si se tratara de una coreografía perfectamente ensayada, todas las parejas danzan con una precisión y una repetitiva coordinación sólo posibles en el gigante asiático.

Ya por la mañana, y después de presenciar a los ancianos practicando tai chi en plena calle, merece la pena recorrer en coche las casi dos horas que separan Pekín de Hairou, por donde pasa uno de los tramos más desconocidos y menos visitados, pero más bellos y naturales, de la Gran Muralla. Entre verdes y frondosas montañas, este impresionante monumento serpentea por las colinas y resiste a duras penas el paso del tiempo, ya que se encuentra derruido en muchos de sus tramos. Al no ser tan frecuentado como el excesivamente turístico tramo de Badaling, ofrece al viajero solitario un remanso de paz para perderse en la inmensidad de China.

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