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Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

“Botellón” bajo toque de queda

Pablo M. Díez el

Después de estar todo el día pateando las calles de Urumqi, siguiendo a los manifestantes y a las hordas armadas con palos y cuchillos, entrevistando a víctimas y agresores “han” y uigures, escapando de la Policía, aguantando los insultos y amenazas de los chinos descontentos con los periodistas y escribiendo las crónicas de los enfrentamientos interétnicos en Xinjiang, algunos corresponsales – sobre todo los españoles – nos tomábamos unas “birras” al terminar el trabajo, generalmente a eso de las dos o las tres de la madrugada. Confieso que ni el momento ni el lugar eran los más oportunos, pero se agradecía una cerveza bien fresquita después de días bastante tensos y muy incómodos a la hora de trabajar. No sólo por el mal sabor que se te queda después de ver las salvajadas que pueden cometer ciudadanos corrientes – los mismos uigures y “han” amables, hospitalarios y sonrientes que había conocido en mi anterior viaje por Xinjiang -, sino también por el hecho de estar hacinado en la “sala de prensa” habilitada por el Gobierno en el hotel Haide, el único establecimiento de Urumqi con internet. Tras pasarnos horas y horas en dicho cuchitril caótico y donde olía a Humanidad (no es que no nos ducháramos, es que había 150 periodistas a la caza y captura de los únicos 40 cables con conexión a internet disponibles), nada mejor que echarse al gaznate un buen trago de las cervezas locales “Sinkiang” y “Wusi” o de cualquier cosa que estuviera fría. Por unos pocos yuanes (unos cuantos céntimos de euro), comprábamos las botellas o latas en dos tiendas – evidentemente de chinos – junto al hotel que estaban abiertas toda la noche pese al toque de queda. Entre otras cosas, para venderles también refrescos y patatas fritas a los soldados que custodiaban la plaza del Pueblo, donde se levanta el hotel Haide.

Los militares chinos forman en la plaza del Pueblo antes de salir a patrullar bajo el toque de queda. AP

Al fresco de la madrugada, y bajo la mirada de estos militares y policías, que en realidad no eran más que chavales de 18 años armados con escudos y porras y con zapatillas de deporte en lugar de botas, nos tomábamos las cervezas en plena calle sentados sobre unos sucios escalones. Mientras apurábamos la bebida, patrullaban camiones cargados de soldados pertrechados con sus cascos, escudos y garrotes. No suena muy “glamouroso”, pero posiblemente era el único momento agradable del día después de haber visto y tragado tanta mierda sin poder hacer otra cosa más que contarlo en el periódico. Quizás por aquello de la fiebre del viernes noche, el “botellón” engordó ese día a las puertas del hotel Haide y a los españoles se nos unieron otros periodistas extranjeros. Con la entrada al hotel inundada de latas y botellas de cerveza – que luego recogimos al marcharnos a dormir -, uno de los momentos más surrealistas se vivió cuando algunos pidieron comida al restaurante del hotel y, como si fuera un servicio de catering, los camareros bajaron hasta la calle bandejas llenas de sándwiches, hamburguesas o “noodles”. Entre brindis y acalorados debates sobre el problema de Xinjiang y la situación general de China, mezcladas también con discusiones sobre los nacionalismos en España con nuestros colegas vascos y catalanes, llegó el amanecer en una de las borracheras más extrañas de mi vida. Incluyendo las latas de Heineken que, en una gélida noche del pasado mes de febrero, me tomé con mi amigo Khalil en una calle de Kabul… Pero ésa es otra historia.

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