ABC
| Registro
ABCABC de SevillaLa Voz de CádizABC
Blogs Tras un biombo chino por Pablo M. Díez

Arriba y abajo

Pablo M. Díez el

Arriba y abajo. Así se pasa todo el día la señora Feng Xiuying, quien trabaja como ascensorista en un bloque de 24 plantas cerca del metro de Gucheng, a una hora al oeste del centro de Pekín que marcan la emblemática plaza de Tiananmen y la Ciudad Prohibida. “Tengo turnos de día de seis horas y otro nocturno de doce horas, de ocho de la tarde a ocho de la mañana”, explica risueña en su ascensor, un estrecho y asfixiante cajón de latón de la marca suiza Schindler donde apenas caben estrujadas las trece personas que suman los mil kilos de su capacidad de carga. Claro que en China, el país más populoso del mundo con 1.300 millones de habitantes, están acostumbrados a las multitudes y, además, son más delgaditos que en Occidente, por lo que casi siempre se cuela alguien más.

Desde 2003, la señora Feng Xiuying mantiene viva la tradición de las ascensoristas no sólo en China, sino en el resto del mundo, donde han ido desapareciendo a medida que la tecnología facilitaba la ardua tarea de pulsar un botón y las distintas crisis económicas de las últimas décadas hacían prescindibles este tipo de trabajos.
“Antes compaginaba este empleo a tiempo parcial con mi puesto como revisora de autobús, pero me jubilé el año pasado y ahora me dedico de lleno al ascensor”, cuenta esta regordeta mujer, que tiene ya 51 años. A pesar de su edad, no tiene inconveniente en pasar noches enteras en el elevador. De hecho, los turnos nocturnos no le disgustan porque, según indica, “aquí sólo viven familias de bien y casi nadie viene a casa después de la medianoche, por lo que así puedo echar alguna cabezadita de vez en cuando”.
De todas maneras, la señora Feng Xiuying prefiere las “horas punta” de la mañana y la tarde, cuando los vecinos del bloque van al trabajo o vuelven de sus oficinas. En esta destartalada colmena de viviendas habitan ocho familias por planta, lo que suma un total de más de 500 personas, cuya vida se conoce al dedillo la afable ascensorista.
“Lo sé todo de ellos; no sólo en qué planta viven, sino dónde trabajan, qué coche tienen o se quieren comprar, a qué supermercado van, en qué colegio estudian sus hijos y hasta las notas que sacan”, cotorrea la mujer, quien sin embargo insiste en que su discreción le impide desvelar “detalles personales de la vida de los vecinos”.
Pero, en cuanto se sube alguien y le pregunta sorprendido qué hace allí un “laowai” (extranjero), la señora Feng Xiuying no tarda en ponerle al corriente. Susurrando como si fuera un secreto, chismorrea que se trata de un periodista español que sólo está de paso por el edificio, donde únicamente viven familias chinas.
Arriba y abajo, el claustrofóbico y viejo ascensor, que lleva ya nueve años en funcionamiento, parece que se va a desmontar en su lento trayecto de una planta a otra. Bajo dos tubos fluorescentes que parpadean de forma intermitente, de sus oxidadas paredes de latón cuelgan varios carteles medio despegados, entre ellos el sempiterno aviso de la Policía para que los extranjeros residentes registren su domicilio en la comisaría más cercana. Al fondo, un extintor y una fregona se apoyan contra la pared mientras un ruidoso ventilador bate sus hélices. “Ya no me mareo de tanto subir y bajar, pero el problema es que estoy encerrada aquí dentro todo el día y hace mucho calor en verano y mucho frío en invierno”, se queja la ascensorista de sus gajes del oficio. Luego la puerta se cierra y la señora Feng Xiuying pulsa de nuevo los números de las plantas en el desvencijado panel para volver, una vez más, arriba y abajo.

Otros temas

Tags

Pablo M. Díez el

Entradas más recientes