Descubro en un diario digital la encuesta sobre “la royal que más ha brillado en 2017” y no soy capaz de elegir entre Letizia, Kate, Máxima, Charlene, Mary, Victoria, Matilde o Mette Marit, porque solo veo mujeres enjoyadísimas, maquilladísimas, arregladísimas para la foto. Rodeadas de lujo, con sonrisas perfectas, hijos perfectos, en salones perfectos.
La que más ha brillado este año… ¿Cómo puedo saber quién de ellas ha realizado el trabajo más serio en su cargo real, quién ha defendido más causas nobles, quién ha servido mejor a su país? Ah, es que la encuesta no va de eso, sino de brillo en el papel cuché. Decido no votar.
Pienso entonces cuál de ellas me ha decepcionado más con su trayectoria y ésa es nuestra Letizia. Porque cuando accedió a su condición de royal por su boda con Felipe, vislumbré un soplo de aire fresco en la familia real. Una mujer trabajadora, periodista, que había conseguido brillar en la pantalla por derecho propio, podía marcar la diferencia respecto a otras consortes de nuestros vecinos europeos.
Han pasado trece años y me pregunto a qué se dedica Letizia. Cierto es que de vez en cuando aparece en un viaje de cooperación al desarrollo por aquí, un evento cultural por allá pero ¿lucha desde su despacho contra el evidente cambio climático? ¿apoya la igualdad de derechos de hombres y mujeres en el mundo? ¿quizá hace algo por los sin techo o las mujeres maltratadas? ¿le preocupan las condiciones de los refugiados? ¿o dirige algún tipo de acción contra la proliferación del armamento nuclear?
Parece que solo está ahí, con su delgadísimo cuerpo moldeado a golpe de entrenador personal, emulando a una modelo profesional de alta costura. No puedo decir que marque tendencia más allá de sus looks, sus bolsos o tacones. Con la vida más que resuelta que le regala su estatus, no le conozco causas, ni sé qué trabajo le quita el sueño, excepto aparecer impecable en las fotos con su sonrisa congelada y su figura de cera.
Pero como dice mi amiga Imelda, quizá “todas somos Letizia”…
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