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Lugares comunes

Lugares comunes
Santiago Isla el

 

El otro día, en un taxi –de estos de adarga antigua y rocín flaco, con sus capas de roña y el ambientador vacío– el señor taxista empezó a quejárseme del carril bici, de que si Carmena tal y que Madrid un caos y al enemigo ni agua. Yo, que de natural soy reservado, le contesté cuatro monosílabos sin prestar mucha atención. Bajamos Sagasta zigzagueando entre conductores pasivos, con el cabezón de Elvis asintiendo por mí a cada uno de los improperios del taxista. Al final todo quedó zanjado cuando afirmó, a modo resumen, que los políticos eran unos ladrones, fueran del partido que fueran.

 

Me vino a la cabeza una imagen recurrente en elecciones: la del españolito calé que, en un alarde de bandolerismo insumiso, deposita una fina rodaja de chorizo junto con su papeleta en las urnas. Coña marinera, vate rondeño y olé. Ese despliegue de gracia hispánica me resultó primo hermano del “como todos roban, mejor que me roben los míos”, liturgia rigurosa que comparten muchos votantes con la epidermis de acero. Luego fui hilando con los topicazos del género: no hay quien entienda a las mujeres, los hombres son todos iguales, canciones aprendidas y cantadas de memoria como premio de consolación.

 

Recordé a aquel camarero de bar que, entre mesa y mesa, se paraba a ver un anuncio de la tele y luego nos decía que todo era mentira. Las farmacéuticas tenían la cura del cáncer, pero no les salía rentable. Justin Bieber es malo y John Lennon bueno. Lo de Arzak genial pero yo soy de solomillo. Perdona, pero es que se me dan fatal los nombres. España opresora, fascista y sumeria –y encima huele a ajo, según nos confesó Victoria Beckham–. Tantos lugares comunes en la vida, tanta repetición cansina; a veces uno se siente un puzle de estereotipos.

 

El caso es que el taxista siguió el camino hacia mi casa. Elvis y yo continuamos asintiendo, moviendo nuestros cabezones al unísono. Por dentro seguí pensando que aquello no me iba para nada, y por fuera diciendo a todo que sí como un perrito. Ya en el ascensor me reafirmé en mi individualismo y raciocinio, muy ufano y muy gallito por ser tan especial. El taxista, perdido entre un montón de luces blancas, pensaba en ese momento: “¡qué chaval tan complaciente, coincidíamos en todo! Así difícil que cambien las cosas”.

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Santiago Isla el

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