Cuando dimos el salto de la infancia a la adolescencia nos empezaron a gustar las chicas. El problema era que no sabÃamos muy bien cómo gestionar nuestros sentimientos. De repente las peleas por el fútbol pasaron a un segundo plano: con nuestra nueva sensibilidad nació también un nuevo tipo de orgullo. Hubo quien se pasó conjugando el posesivo y fue por ahà repartiendo palos a todo aquel que se acercara a su piba. Aunque no fuera su piba.
Recuerdo cuando uno de los mayores vino a intimidarme. Me sacaba dos años, tres cabezas y media pubertad. Apareció con su pelo rapado y dejando una estela de tabaco. Yo me habÃa liado con una chica que a él le gustaba, y eso era imperdonable. La afrenta era doble: mi flequillo y yo le habÃamos ofendido en términos jerárquicos, pero sobre todo estéticos. Me preguntó que qué tal mazaba la chorba y yo temblando como un flan. Al final no me zurró porque no le dio la gana.
En esos años, el que más y el que menos se llevó algún tortazo. Algunos directamente de las chicas, otros por medio de intermediarios. Asà fuimos aprendiendo. Suerte que el orgullo de los duros se fue suavizando: uno podÃa acercarse a hablar con desconocidas sin temor a represalias. Poco a poco la situación fue cambiando hasta convertirse en la actual, moderadamente adulta. En ese trayecto las descubrimos a ellas también.
Hace una semana, pegarse por las chicas adquirió un nuevo significado. Ignacio EcheverrÃa perdió la vida por defender a una mujer desconocida. Fue con el monopatÃn en la mano contra el terrorismo, en un acto de valentÃa pura y completamente desinteresada. Al final, parece que el largo camino recorrido le empujó al heroÃsmo. La infancia aislada, el despertar adolescente; la incomprensión, la rabia innecesaria, las emociones que se anulan entre ellas; el aprendizaje, la seguridad y la madurez definitiva: todos ellos concluyeron el 3 de junio en Londres. Fue como completar un cÃrculo. A los 39 años, volvió a tener sentido pegarse por las chicas.
Vida