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Madrid nació en Umbral

Madrid nació en Umbral
Santiago Isla el

 

Se cumplen hoy diez años desde que Umbral, enfermo ya y sin fuerza para escribir, dictó a su mujer su última columna y murió, hechos lógicamente consecutivos para alguien que vivió en la literatura. Fue cronista y a la vez actor de un Madrid que en nada se parece a la ciudad europea que pisamos los de ahora; ya no hay rastro de ese frío eterno de posguerra que Paco padeció como bandera del recuerdo. Un frío de museo.

 

En ese Madrid de pensiones inmundas, de café colado y modistas pobretonas, Umbral construyó una identidad, un balcón soberbio y escandaloso desde el que resucitó un género y vomitó su inmenso yo decenas de veces en libros perfectos sin trama ni argumento. Llegó, como tantas veces dijo, de una ciudad de provincias a la capital, dispuesto a aspirar sin el menor rubor la halitosis de los genios. Apadrinado por Delibes, y después por Cela, construyó ese trasunto de snob malencarado, dando por fin el ansiado paso de persona a personaje.

 

En medio del ingenio y del cinismo se le murió un hijo, y escribió como Dios. Poco dolor tan afilado como el de “Mortal y rosa”. Quién sabe por qué, nunca volvimos a ver al Umbral humano y hecho mierda. Coincidiendo con la Transición, se volvió un príncipe de las letras, oficialmente reconocido en el año 96.

 

Fue un absoluto esteta del lenguaje, lo que le convirtió también en un escritor intraducible. Vivió con la nariz metida hasta el fondo de la actualidad, encamado con Madrid –en el capullo del meollo del bollo, como decía–, dando saltitos sin despeinarse entre la jet set y el lumpen, para desconcierto de tantos. Todo esto, menos mal, le valió más admiradores que enemigos, siendo estos últimos, eso sí, mucho más numerosos.

 

Además de su letra y su ingenio, lo que más echamos en falta de Umbral es que nos hizo sentir que la literatura sí que era importante. Que la balanza caía de un lado o del otro según decidiese su columna. Nos legó ese Madrid cosido a tiros que, a pesar de los remiendos, seguía estando enfermo. Vivió, como viven los artistas, pegado a la sentencia que un día cumplió Larra: “mi único patrimonio es mi firma”.

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