Escena final de El planeta de los simios. Una semienterrada Estatua de la Libertad reprocha a Charlton Heston con un silencio de diosa, con su sola mirada, el olvido que la llevó a aquella playa sin tiempo. ¿Es esta es la interpretación correcta? ¿No nos hemos centrado demasiado en el desgarro y el llanto desesperado -sin olvidar los juramentos- del cisgalán por antonomasia?
Su portentosa actuación camufla la responsabilidad personal hacia aquellos «otros» a los que maldice (oi barbaroi dicho por un astronauta es pura ínfula) sin darse cuenta de que la nave que montaba, al igual que el caballo en el que acaba cabalgando hasta esa playa, son la representación de esa civilización a veces simiesca, pendular y fuertemente entrópica en la que (nos)otros viven.
El destino de las estatuas nunca es culpa ni de la efigie ni del pedestal. El olvido no se evacua mansamente por la cloaca de las palomas que se posan sobre ellas durante siglos, como se refería con tanta gracia Sergio del Molino el otro día en El País. El olvido acontece mucho más cerca de las orejas y del cráneo, ese hueso en cuyo contenido tanto confiamos que hasta lo protegemos con cascos y sombreros.
Pienso en Piranesi pintando aquellas ruinas romanas que apenas se entienden en el XVIII, entre burros, paisanos y mercados -la vida, sin memoria-. O en las naves abandonadas en el desierto de un planeta perdido en la saga Star Wars.
Pienso en la indolencia hacia los despojos del pasado, la ligereza con la que se les limpia antes el significado que el guano de paloma. Porque sí, porque viene bien a la trama del presente, porque parece aceptable y hay cosas mucho más imprescindibles. Hoy vemos caer estatuas de manera abstracta, no en una sucesión de dioses, imperios o significados, sino en una traca de efectos que se adhieren a la noble causa del momento. En las ruinas hay que entrar, iluminarlas. Llevamos dos mil años pegando trozos de estatua y viejos y nuevos sentidos para comprender las ruinas, nuestro destino. Queda todo abolido.
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