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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

Los pelícanos en la red

José Manuel Otero Lastres el

Tras más de catorce horas de vuelo, acababa de llegar en Iberia a Cartagena de Indias. Todavía era de día y después de registrarse en el hotel decidió estirar las piernas dando un paseo por la orilla de la playa. No se esperaba una arena tan oscura y gruesa, ni un mar tan poco claro. Le costó creer que estaba en el Caribe, pero atribuyó aquella estampa decepcionante al hecho de que no dejaba de ser la playa de una gran ciudad.

Empezó a caminar lentamente disfrutando del aire cálido que acariciaba su rostro y procurando absorber hasta el más mínimo detalle del bullicio de aquella gente con andares parsimoniosos y que en una buena parte era de color.

A unos tres kilómetros del hotel, enfrente de una gran ancla, salía una especie de balcón sobre el mar desde el que divisaba los dos trozos de playa que quedaban a cada uno de sus lados. Atardecía y el sol empezaba a rozar el horizonte. Y se sentó en un banco de madera para descansar mientras veía la puesta del sol.

No había pasado media hora cuando vio que se acercaban por tierra siete jóvenes muy fornidos, cuatro con los torsos desnudos y los otros tres con camisetas de colores. A lo lejos divisó una pequeña lancha que navegaba con un fuera borda acercándose hacia aquellos muchachos caribeños. No tardó en llegar a las inmediaciones del grupo, el patrón levantó el motor y varó la proa en aquella arena grisácea.

Entre todos extrajeron de la barca una amplia y pesada red en forma de círculo bordeada por gruesas cuerdas en alguno de cuyos tramos tenía unos plomos que servían tanto para manejar la malla como para que se hundiera en el fondo. Sin apresurarse, hicieron una especie de círculo a unos metros de la orilla sin rebasar el límite por donde les cubría y fueron dejando caer hasta el fondo el aparejo.

Unos metros más allá había un chiringuito, denominado “El Boni”, y hacia allí se fueron. Decidió seguirlos. Era sábado y su congreso sobre “Energías renovables” no empezaba hasta el lunes. Así que se animó a quedarse sin dormir hasta ver cómo sacaban la red.

Hubo momentos en los que le venció el sueño y dio alguna cabezada, pero la silla que ocupaba el impedía pasar de un simple duermevela. Sobre las seis de la mañana los jóvenes abandonaron sus asientos, y él, tras esperar unos minutos, marchó caminando despacio hasta el mirador.

A medida que se acercaba, vio como revoloteaba sobre la red una gran manada de pelícanos, haciendo picados y dando fuertes graznidos como si urgieran la comida.

Se sentó en el momento en que el patrón salía mar adentro con su barca hasta llegar a una de las bollas de la red. Con el motor al ralentí se inclinó sobre la borda, subió un trozo del cabo, enganchándolo en uno de los toletes de la embarcación, y se adentró muy despacio arrastrándola hasta llegar al círculo que formaban los jóvenes. Con mucho cuidado cada uno de ellos fue tomando asiendo un plomo de la red, se pasaron el grueso cabo por el hombro y poco a poco fueron tirando de ella.

El nerviosismo de los pelícanos aumentaba por momentos. De vez en cuando algún pez salía de la red y era rápidamente picoteado por los pájaros que se los disputaban como si fuera el último. Por fin, subieron la malla, la pesca había sido buena. Supuso que ya tendrían apalabrada la venta con algunos restaurantes y después de ver la satisfacción en la cara de los pescadores se fue a dormir el resto del domingo al hotel.

El lunes, mientras lo conducían en autobús a la sede en la que iba a celebrarse el Congreso, volvió a ver desde la ventanilla a los pescadores tirando de la red y pensó que aquella pesca, además de ser renovable y sostenible, no era una manera muy dura de ganarse la vida.

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