En la noche de ayer, vi en la 2 de TVE la película “Hanna Arendt” que trata sobre las crónicas que escribió para “The New Yorker” esta filósofa alemana, discípula de Heidegger, tras asistir al juicio del Eichmann en Israel.
La película es interesante porque describe con precisión las polémicas tesis que defendió esta filósofa judía sobre la “banalidad del mal” y sobre la actuación de los “consejos judíos” a los que acusó de cooperar en cierto modo con los nazis.
Sobre la primera cuestión –que es en lo único que voy a detenerme-, Hanna Arendt llegó a escribir que Eichmann, por encima de cualquier otra cosa, era un ser nacido para obedecer, no era tonto, sino simplemente irreflexivo, y que, a pesar de que jamás habría asesinado a un superior, su grado de obediencia lo había predestinado para convertirse en uno de los mayores criminales de su época. Esto es “banal”, quizás incluso “cómico” –dice Hanna- pero no se le pueden encontrar profundidades demoníacas. Y concluye señalando que la expresión que mejor describió el fenómeno de lo que sucedió en los campos de concentración fue la de “asesinato en masa administrativo”.
Lo que menos me gustó de la película es que parece un canto al vicio de fumar. No recuerdo ninguna otra película en la que los protagonistas fumaran tanto y tan constantemente. Hasta tal punto que si se hiciera un porcentaje de las escenas con tabaco y sin él, las primeras podrían rondar el ochenta por cien.
Sobre la figura de Hanna Arendt que transmite la película finalizo con cuatro reflexiones. La primera es que nos la muestra como una mujer extraordinariamente inteligente, muy por encima de la gente de su tiempo. La segunda es que no es infrecuente que la inteligencia excesiva haga sentir en ocasiones a quienes la poseen la necesidad de singularizarse defendiendo posturas contra corriente. La tercera es que, al igual que escribió Castellio a Calvino en su defensa del español Miguel Servet, “matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”. Lo que en el caso de Eichmann llevaría a afirmar que lo que importa no es si fue por obediencia o maldad, sino el hecho mismo del horror del holocausto nazi. Y la cuarta es que el filósofo argentino Mario Bunge decía que Heidegger –maestro y amante de Arendt- fue un pillo que se aprovechó de la tradición académica alemana, según la cual lo incomprensible es profundo. Como prueba de que esto fue así, Bunge citaba las siguientes frases del filósofo alemán: «El ser es ello mismo» o «El tiempo es la maduración de la temporalidad», que son expresiones que no significan nada y que, como la gente no las entiende, piensa que deben referirse a algo muy profundo.
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