Decenas de pies se arrastraban lentamente por la arena, rompiendo el silencio de la noche. Eran los moradores de la playa, una turba de “autoexcluidos”, desarrapados y desvalidos, que llegaba caminando, cada uno con una vela encendida, hacia el “sindominio” de Toliño. Corría -entre ellos- el rumor de que Toliño, en su Galicia natal, había llegado a ser un buen médico; y de que un buen día, sin que nadie supiese porqué, lo abandonó todo, radicándose en aquella ciudad calurosa, situada al borde del mar, afamada residencia del verano perpetuo, de noches quietas y de cielo limpio y estrellado.
Desde que llegó allí, en los primeros años de la década de los setenta, se había instalado en la playa. Durante el día, deambulaba entre el grao y las casas cercanas al muelle, llevando colgada de su cuello una caja de puros en la que guardaba todas sus pertenencias. Cada noche, construía su aposento en el rincón que formaban la escalera principal de la playa y el muro de la carretera y se acostaba sobre la arena blanca y fina, cubriéndose las noches menos apacibles con unas planchas de cartón. A lo largo de la costa, había otros muchos que vivían como él, formando con sus enseres pequeños albergues que se iluminaban al anochecer con los débiles puntos de luz de sus velas.
Aunque no se trataban mucho, los moradores de las diversas playas que bañaban la ciudad se conocían lo suficiente. Y habrían llegado a tener más relación de no ser porque no tenían nada bueno que contarse. Sus vidas se asemejaban en la misma falta de fortuna y en que eran los yunques sobre los que martilleaban insensiblemente los demás. No eran sino vertederos llenos de lo más amargo de la vida. Sólo se congregaban cuando se iba uno de los suyos, cuando -por fin- se disolvía en su lacerante soledad. Y lo hacían sólo para despedirlo y desearle -lo que no era difícil- más éxito en la otra vida.
Toliño estaba delgado. Era alto, de cara redonda, nariz pequeña, y con grandes ojos negros. Tenía la piel tan morena que hacía dudar sobre su origen. Su pelo era blanco, rizado, escaso, con dos grandes entradas y una amplia coronilla. Todas las mañanas, al amanecer, cuando comenzaba a difuminarse la negrura de la noche, se subía al muro y comenzaba a hacer pausadamente lo que él denominaba sus “artes meridionales”. Elevaba sus manos al cielo, palma contra palma, y las bajaba lentamente hasta concentrar toda su energía en la punta de los dedos. Después, tras una profunda aspiración, llevaba lentamente sus puños hacia la cara, apretando sus meñiques sobre las sienes y los pulgares sobre sus mandíbulas. Y, levantando alternativamente cada pierna, espiraba muy despacio hasta vaciar todo el aire corrompido y alcoholizado de su cuerpo. Lo repetía varias veces, para tratar de eliminar lo más posible la resaca de la noche anterior.
Como había sucedido en otros casos, la noticia de la muerte de Toliño se propagó con rapidez entre los moradores de la playa a lo largo de la costa y no sólo de la principal, sino también de las contiguas. Para los demás, él era el menos desconocido de todos. No sólo por lo de las “artes meridionales”, que muchos de ellos iban a practicar junto a él en numerosas ocasiones, sino también porque todas las navidades escribía en la pared del muro de la playa, en grandes letras blancas, FELIZ NAVIDAD. El letrero se divisaba desde el avión al llegar o al partir de la ciudad y no era más que el deseo sincero de bien nacido, al que le gustaba adelantarse a todos en desear lo mejor en tan señaladas fechas. En el fondo, Toliño esperaba que los pasajeros lo tomasen, cuando menos, como una bienvenida o despedida de aquella maravillosa ciudad.
Una noche en la que el calor sofocante le hizo beber más de la cuenta tuvo un golpe de suerte. Lo llevaron inconsciente al hospital y lo dejaron tirado cerca del velatorio de los muertos. A la mañana siguiente, llegaron de la funeraria para amortajar a un difunto, todos menos el barbero. Los oyó discutir acaloradamente sobre quien tenía que afeitarlo. Y Toliño, recordando sus viejas artes de galeno, se ofreció a hacerlo. Desde entonces, lo nombraron barbero de los muertos. Era un medio de vida que no le exigía demasiado, ya que los frecuentes temblores de su mano no eran un inconveniente excesivamente relevante.
La procesión de luces que avanzaba hacía la morada de Toliño era mucho más numerosa que de costumbre. Eran tantos los que iban a darle el último “hasta pronto”, que algún asustadizo lo tomó como una invasión de indeseables y avisó a la Policía local. Pronto llegaron varios coches, haciendo girar nerviosamente sus luces. Enfocaron sus faros hacía la playa y desde un altavoz los conminaron a dispersarse. Los pordioseros, acostumbrados a obedecer, se diseminaron ordenadamente y los puntitos de luz fueron apagándose uno tras otro, hasta que quedó limpia la noche.
Cuando parecía que Toliño se iba a quedar sin despedida, empezaron a llegar a la playa desde el mar pequeñas lámparas de aceite con luces que temblaban por la suave brisa del océano. Esas luces eran invisibles para los vivos, porque venían del más allá. Eran los clientes de Toliño que llegaban en tropel para llevárselo con ellos.
De pronto, una luz salió del agua y se dirigió hasta el rincón en el que yacía Toliño. Abrió su caja de puros y sacó de ella un magnetófono de bolsillo y una cinta de las de treinta minutos, que Toliño había preparado para su tránsito. Se puso en marcha el aparato y comenzó a sonar la música, una melodía repleta de notas suaves y profundas. Primero, durante once minutos y cincuenta y tres segundos, sonó el 4º movimiento de la 5ª Sinfonía de Mahler; después, durante seis minutos y un segundo, la Meditación de la opera Thaïs de Massenet; y, finalmente, durante ocho minutos y cuatro segundos, el Nocturno de Borodin. En el transcurso de esos veinticinco minutos y cincuenta y ocho segundos, el espíritu de Toliño fue ascendiendo encaramado a los sonidos, meciéndose suavemente a su compás, hasta perderse entre las estrellas del cielo. La música era tan bella que las lámparas de aceite derramaban pequeñas gotas de llanto silencioso que corrieron playa abajo en riachuelo de lágrimas hasta el mar.
A la mañana siguiente, sólo quedaba sobre la arena el cuerpo de Toliño. Tenía la sonrisa de haberse entregado plácidamente a la otra vida. Estaba vestido con un pantalón pirata negro y una camisa blanca, raídos, y tenía la caja de puros cogida entre sus manos. En la caja, además del magnetófono y la cinta, había un imperdible en el que estaban prendidos un pequeño Apóstol Santiago, de plata, y una medalla, de oro, de la Virgen de la Junquera. En el fondo, había un papel, bastante sucio, doblado en dos, que iba dirigido a los moradores de la playa y en el que había escrito con su puño y letra: “Os dejo a todos la inmensidad de la nada que poseo”. Cuentan los de siempre que hubo peleas entre los mendigos por tan fabulosa herencia. Es posible. Pero, en aquellas tierras, el pueblo está cansado de ver que la generosidad y la solidaridad anidan mejor en la escasez que en la abundancia.
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