La inmensa mayoría de nosotros no es verdaderamente consciente de lo mucho que supone el solo hecho de vivir. Es verdad que existen diferentes niveles de vida y que hay vidas que ni siquiera alcanzan el mínimo indispensable que exige la dignidad humana. Y también es cierto que es difícilmente comprensible el criterio con el que se reparten entre los seres humanos las dotes intelectuales, los atributos corporales, los bienes materiales y la salud. Porque los hay que tienen mucho de alguna de estas cosas, e incluso no son pocos los que en nuestro primer mundo las tienen todas. Mientras que otros, sin que se sepa muy bien por qué, están escasamente dotados intelectualmente, son muy poco agraciados físicamente, viven en la más absoluta indigencia y, por si todo esto no fuera suficiente, hasta tienen mala salud.
Sin embargo, vaya como nos vaya en la vida, solemos fijarnos más en otras cosas accesorias -por lo general, de tipo material- que en el hecho fundamental de que somos protagonistas del maravilloso acontecimiento que es tener vida. Soy consciente de que a los “desheredados de todo” puede sonarles a broma pesada reprocharles que no caigan en la cuenta de lo que significa el hecho mismo de vivir. Y tampoco se me oculta que éstos pueden llegar a pensar, legítimamente, que los “agraciados” en el sorteo de la vida son los únicos que deben agradecer incesantemente la suerte de vivir con lo mucho que les ha tocado.
Pero, estemos en un lado de la raya o en el otro, no actuaremos con acierto si no valoramos lo mucho que tenemos por el solo hecho de estar vivos. Por desgracia, esto llega a saberse cuando se ha estado en el trance de perder la vida o cuando la frialdad de un parte médico nos pone fecha de caducidad. Es entonces cuando nuestra vida adquiere su verdadera perspectiva, cuando nos damos cuenta de que es el fundamento en el que se sustenta todo lo demás: sin vida, nada puede importarnos lo que hayamos podido ser o tener en este mundo.
Por eso, no es extraño escuchar a los que han pasado dicho trance o están ya en el corto camino que los llevará hasta su final anunciado, lo maravilloso que es despertar cada día formando parte de los que aún pueblan el mundo. Mientras esto suceda, podremos ver cada atardecer, acompañar al sol cuando se oculta, oír los latidos de nuestro corazón al compás de las horas de la noche, caer en la cuenta de los tenues rayos de luz del amanecer que perciben nuestros ojos y que nuestra piel sienta la plenitud del calor del día. Y que esto suceda cada día, y que sean muchos, los más posibles, los días que podamos seguir asistiendo, como protagonistas activos, a este maravilloso acontecimiento.
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