Los azules ganaron la guerra. La de las balas. Los rojos vencieron por goleada la de la imagen; en el cine, los malos fueron siempre aquéllos. En el país de los prejuicios, ni siquiera el arte era imparcial. Algunos defendían que Manuel Machado era mejor que Antonio, o lo contrario, pero no por la calidad inmortal de la literatura del gigante elegido, sino por el color político que le atribuían. Cabe decir en su descargo que esos expertos no habían leído ni a uno ni a otro de los dos hermanos geniales, pero tampoco lo necesitaban para opinar. Cualquiera que lo hubiera hecho habría dudado ante una maestría tan colosal, pero la mayor parte de la gente estaba interpretando textos de Neymar y no de los Machado. Interpretar era tan fáci como ir adhiriendo etiquetas. Cada etiqueta, un prejuicio. Y aparte de ellas, algunas verdades como puños también. Los rojos decían que los azules eran poco eficaces explicando el olor nauseabundo del dinero y era cierto. Verdad era también que socialismo español era sinónimo de destrucción de riqueza y que, por ello, difícilmente podía haber un socialismo solidario. Seguir votando socialista durante décadas, destruyera lo que destruyera esa gente, era…muy conservador.
Nacieron fascinantes paradojas semánticas. “Feminista” dejó de ser “partidario de la igualdad” y se convirtió en “partidario de someterlos”, de modo que la palabra igualdad acabó significando exactamente lo contrario de lo que parecía. Se promulgaron leyes que incluían el vocablo en su articulado pero castigaban los mismos delitos con diferentes penas según la forma de los genitales de cada persona. Las radicales acogieron mal el neologismo feminazi. Éste se refería a que el feminismo totalitario perseguía a un grupo social completo, el de los varones, como antes se había hecho en otro lugar con el de los judíos, pero las feministas violentas se veían mejor en el marco del marxismo que en el del nazismo. El antiguo movimiento democrático a favor de la equiparación de ellos y ellas se replegó y la gente comenzó a identificar feminismo con feminismo radical.
Apareció la especie del contertulio, un animal diseñado por la evolución para ganar trescientos euros en veinte minutos por indicarle a personas adultas lo que debían pensar. El pueblo sabio forjó el vocablo todólogo. Un todólogo que consultase durante sesenta segundos en Wikipedia la historia entera de la Birmania del siglo XV podía sentarse y ganar esa cantidad en cuestión de minutos hablando sucesivamente sobre el reino de Siam (que realmente no es Birmania), sobre el gran Santiago Herrero luchando por el mundial de 250 en 1969 y sobre Albert Einstein, que como todo el mundo sabía era un matador de toros de Lérida.
Al contertulio sólo se le exigía ignorancia absoluta de las reglas de la gramática y alineación ideológica incondicional con el partido rojo o con el partido azul. Por encima de los contertulios había portavoces que podían llegar a número tres de uno u otro de los partidos porque eran perfectamente intercambiables. Ni el partido rojo ni el partido azul tenían nada que ver con lo político ni con lo ideológico; eran estructuras laborales en las que la gente de esos colores conseguía un empleo sin la molestia de tener que aprender a leer. Ser rojo y ser azul venían a ser licenciaturas. Los principios de mérito y capacidad desaparecieron de los procesos de selección laboral y quienes contrataron profesionales valoraron más la ideología del aspirante, sus enchufes y su capacidad de succión medida en vatios.
(Continuará mañana).
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