Los políticos han ensuciado tanto el nombre de su propia actividad que cuando algo les parece sesgado o sucio ellos mismos lo llaman político. Lo más peyorativo que pueden decir de una protesta convocada por sus adversarios es “Ésa es una huelga política”. En principio, la voz político sólo se refiere a una ocupación: quiere decir que la persona interviene en las cosas del Gobierno y en los negocios del Estado”. En cuanto un gestor anuncia “vamos a ser transparentes” sabemos que todo se va a volver opaco como una vulgar tarjeta de caja. Cuando la gente se agobia al entrar en una sucursal porque no sabe cómo distinguir a los atracadores de los banqueros, hay que indicarle la tarjeta negra como hecho diferencial. Sólo disponen de ella los atracadores que contrata el consejo de administración de la caja, que también se caracterizan porque no suelen portar armas al entrar en el local. El monopolio del uso legítimo de la violencia puede ser otra característica de quien, merced a su actividad política, ejerce el poder del Estado. Un sistema de medición aproximada de voluntades políticas es la manifestación. La gran pregunta es: ¿existirían las protestas callejeras si se pudiera medir con exactitud su asistencia, si ésta no se pudiera manipular? Los partidos oportunistas germinan durante las crisis, como estamos viendo en España con la eclosión de una nueva fuerza. Emplean un discurso que parece nuevo al calor de la indignación popular y de la desesperación de la gente, pero es precisamente antiquísimo. De todo ello se alimentan. El lenguaje de la política es el balbuceo, pero antaño se llamó oratoria y fue el arte de la elocuencia. Otro día hablaremos de oratoria y oradores.
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