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La fuerza del débil

La fuerza del débil
Rafael Cerro Merinero el

Las ideas implícitas están entre las más peligrosas. Considerar un concepto incluido en otro sin que éste lo exprese abiertamente lo sustrae de toda discusión. Es lo que ocurre con la famosa superioridad moral de la izquierda: lo importante no es si resulta un embuste o no, sino que se ha dado por supuesta durante décadas sin discutirla nunca. En el terreno de lo políticamente correcto, el buenista que reivindica mejoras sociales alude tácitamente al axioma el más débil siempre tiene razón. Un desahuciado tiene razón frente al banco. En el país de las Adas, poco importa si es cierto que la entidad ha tratado mal al cliente o no. Ni tampoco si el ciudadano pidió un préstamo que no podía pagar. Ni siquiera es relevante si el particular vive de gorra saltando de vivienda en vivienda cuando lo echan, una de las profesiones autóctonas más rentables. No justifico a los bancos que concedían préstamos de riesgo: de hecho, hace tiempo que no sé distinguir entre atracadores y banqueros cuando entro a una sucursal. Pero, por lo que leo en el periódico, casi siempre parece que el desahuciado no lo fue por su culpa ni erró en nada. A veces, leyendo, tengo la impresión de que ni siquiera pidió una hipoteca; caminaba despreocupadamente por un bulevar y ésta le cayó encima.

De modo que incluso antes de indagar sabemos quién tiene razón en un conflicto hipotecario. O en uno de pareja: el hombre es el malo, sencillamente porque es varón, y la sociedad ha asumido en masa que el divorcio lo arruine por sistema. Eso cuando no lo denuncian por lo penal, una práctica cada vez más frecuente, y le ocurre algo peor que quedarse sin vivienda. También hay un apriorismo que señala al bueno y el malo en un enfrentamiento empresarial: en la España ultraideológica, el currante es el bueno aunque lo despidieran porque hibernaba en la oficina. O en uno sindical. El sindicato no defiende la justicia sino al currante y además lo hace por su mera condición de tal, independientemente de cómo se haya desempeñado en su puesto. Todos conocemos a un vago al que es imposible despedir o a otro que se forró cuando lo echaron. Por otra parte, la central adopta una defensa sincrónica del trabajador: defiende sólo al actual, no a los que aspiran a serlo. Nunca pide que la preparación de los nuevos puntúe mucho en el baremo de una oposición para profesores, sino que prime la antigüedad de los que ya estaban instalados en sus sillas. El axioma no declarado es los puestos de trabajo no deben cambiar de manos bajo ningún concepto. El que está, está para siempre. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el ramo de la enseñanza: puntuamos muy alto los años de experiencia para que siempre den clase los mismos. La educación está como está precisamente por eso. En, otro tipo de enfrentamientos, en un choque entre intelectos, el tonto prevalece. De hecho, el sistema español de selección laboral contrata más mediocres que lumbreras. No contratamos a personas muy creativas para que no nos hagan sombra, de modo que no es casual ver el panorama laboral que contemplamos, siempre pintado de gris. En un arranque de honradez, un directivo de publicidad le dijo a un compañero de mi sector “no te contrato porque eres demasiado bueno”. Casi todos lo hacen, pero éste tuvo un arranque de sinceridad. Cada yanqui que te presentan te cuenta primero quién es y después lo que ha conseguido durante su historia laboral. Suele estar orgulloso de su empresa, independientemente de que piense cambiarse a otra al mes siguiente. Mientras permanece en ella, es un militante de su compañía. Aquí normalmente sólo decimos quiénes somos. La propia palabra empresa ha adquirido connotaciones peyorativas. No admiramos la iniciativa del que emprende. De hecho, los empresarios han terminado por construir su propio eufemismo, emprendedores. Esto ocurre porque empresario, en el acervo popular, significa poco menos que cuervo codicioso. Siempre implícitamente, de modo que nadie encuentra la ocasión de ponerlo en duda. En cuanto a los conflictos entre inmigrante y patrio, siempre estamos con el de fuera, apriorísticamente también. La caída del policía a la vía no provoca la misma indignación que la caída del inmigrante en el mismo forcejeo. Los políticamente correctos, cáncer del pensamiento, edulcoran lo de fuera: dicen “un ciudadano de raza árabe” o “un ciudadano de origen rumano”, pero “un murciano” a secas. Los de Murcia no tienen origen ni pedigrí como los de Ouarzazate. En un conflicto de intereses entre rico y pobre desconfiamos del primero aunque sepamos que éste yace dulcemente durante la jornada y aquél suda en vertical para ganárselo. Siempre con apriorismos: el pobre merece justicia, no así el opulento, y no hay casos individuales que merezcan romper con la norma.

El buenista que exige para los suyos no comprueba ningún término del axioma El más débil siempre tiene razón. Ni investiga a quién asiste ésta, ni indaga si el débil efectivamente lo es. Y el maná para los supuestos desfavorecidos sigue cayendo del cielo, como en los tiempos del Éxodo: ¿merece Gútiez que el Estado le conceda una beca? Claro, siempre que saque por lo menos un cuatro. Si les exigimos nota a los chavales corremos el riesgo de que terminen estudiando.

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