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Blogs Pienso de que por Rafael Cerro Merinero

Elogio de la estulticia

Elogio de la estulticia
Rafael Cerro Merinero el

No presumas de nada que, como la inteligencia o la belleza, no sea un mérito sino una capacidad. La inteligencia vino de serie y no pagaste por ella un euro. Un cociente intelectual bajo tampoco debe ser un problema. Trabajar con personas menos dotadas pero discretas es un placer, pues éstas no suelen opinar sobre lo que desconocen ni meterse en camisa que mida once varas.

Un ejercicio de imaginación: diseñemos una distopía en la que la estupidez hubiera tomado el poder. Llegas a una redacción que es un desierto de la inteligencia, un Teneré de las neuronas. Ella está disertando sobre veganismo. Más tarde, sobre lo ilusionada que está con el auge del marxismo, una nueva ideología para ella, que nada ha leído sobre política. Pontifica sobre las bondades de la medicina natural. Después, sobre macramé, dando por hecho que todo el mundo está interesado en escuchar detalles técnicos. Sobre cerámica. Sobre lo genial que es su hermano, que escribe. Sobre que va a instalar una estatua de un angelote en su jardín. A partir de aquí, tienes angelote un día y otro, y otro, y otro. Farfulla sobre política una vez más. Sobre la madrileña, sobre la valenciana, sobre la española. Experta en todas. Sin parar, regurgita algunas nociones sobre economía, algo así como que “la deuda externa no es un problema”. Por supuesto, ignorando también quiénes eran Keynes, Galbraith y el propio Marx. El loro diserta ahora sobre gramática. Imparte lecciones sobre si hay que decir mayor o más mayor y opta por lo segundo. El ave habla muy alto, como es uso entre los sordos y entre las personas de baja estofa. Sería la contertulia ideal, pues lo mismo diserta sobre el sujeto omitido que sobre el bosón de Higgs. Cuanto más imbécil es una persona, más materias domina.

La farmacéutica te recomienda tapones de espuma y, con ellos, el estrépito de la parla se amortigua bastante.

En todas partes nacen necios, pero en España los cultivamos. La manera de hacerlo es reírles las gracias. De la boca de un tonto puede salir alguna aseveración inteligente por azar, pero es casi imposible que brote algo original. Siempre hablando. Siempre a gritos. Una chica con dominio disparatado de absolutamente todas las materias y osadía suficiente para compartir tanto conocimiento. Alusión al hermano listo que escribe y que va a retirar a la familia. Otra diferencia entre un ciudadano del montón y un imbécil estriba en que éste confunde las esferas pública y privada de interés. Todos los días el hermano ilustre, que escribe no se qué y lo hace como Baroja, sometido al juicio imparcial de su hermana. Siempre con la misma frase, articulada cada vez como si fuera un hallazgo de su ingenio: “Yo no le deseo nada malo a un torero, pero él sí quiere hacerle daño al toro”. La boba repite semanalmente, cada lunes por la mañana, “Se me ha hecho muy corto”. También afirma que “está la cosa mu malita”. Feminista radical y antitaurina. Todos los tópicos metidos en una batidora y la papilla resultante, vertida en un mismo cerebro. O en el espacio craneal que el cerebro debería ocupar si existiera. Este experimento de Dios da como resultado a la progre perfecta. Que no se calla. Más imbécil, más osada. La estulticia y la ignorancia, condensadas y convertidas en sujeto. En un lugar en el que los oyentes espontáneos no exigen al orador sapiencia ni inteligencia. Si escuchas atentamente a un idiota integral, no te quejes de que se crezca. El redactor sensato guarda silencio cuando se habla de los cientos de asuntos que no domina: música, teatro, deporte, caza. La cretina execra precisamente la caza, que tampoco ha practicado jamás. El auditorio es una pequeña sociedad pequeñoburguesa, ahíta de mediocridad y con trabajo vitalicio, que escucha a todo el que grita. Un día infausto, ella discurre en voz alta sobre cómo resolver una paradoja. Una majadera, haciendo un ejercicio lógico. Una demostración pública de inteligencia. Y todos escuchando.

Los tontos no tienen frenos. Hay que ayudarles a callarse.

La culpa de que un badulaque se crezca cuando lo aplauden y ya no guarde silencio jamás no es del necio: es de un auditorio enfermo que se ha acomodado y se alimenta de basura.

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