El día en que nací, mi abuela Dolores rompió a llorar y, entre pucheros, dijo que el bebé tenía “una cabeza descomunal”. Nací con fórceps. Mi madre lo aguanta todo (y es la célebre autora de la sentencia “en el cerebro del hombre cabe poquito”). Como adulto, mi estética ha mejorado porque he ganado proporcionalidad: hoy sigo usando la misma talla de casco que cuando era un bebé, pero mi cuerpo ha crecido y ahora alcanzo el suelo desde el asiento de la moto. Presumo de unos soberbios 168 centímetros de estatura. Soy antropomorfo. De mayorcito jugué al hockey y en el plazo de doce años metí cuatro goles, aunque uno con el patín. Intelectualmente destaco porque no sirvo para nada que se exprese con números: desconozco mi talla de calzoncillos y llevo catorce años intentando acertar con el tamaño al elegir las bolsas de basura cuando hago la compra. O cuelgan por los lados o se me quedan pequeñas para la profundidad del cubo. Dejan caer al fondo las cáscaras de plátano y también esa sustancia naranja tan enigmática que mana de las latas de mejillones. Mi psicomotricidad no es sobresaliente: nunca he conseguido embolsar la compra al ritmo de la cajera supersónica que la va pasando por el lector de lucecita roja. Creo que es nieta del dios Mercurio y que por eso no es posible ganarle sin dopaje. En la calle me pierdo hasta siguiendo al navegador, que siempre me ordena “tuerza a la izquierda, ¡ahora!” cuando a la izquierda hay un muro. No valgo para líder. Llevo casi treinta años en la radio, pero no mando nada. Me consuelo subiendo al autobús o comprándole pañuelos de papel al mendigo del semáforo para que alguien, conductor o vendedor, me llame jefe.
Pero soy un ganador.
Porque, aunque la mayoría de las veces he perdido, siempre he competido. La frase “lo importante es participar” sigue siendo sagrada fuera de este lugar en el que cada veinteañero acaricia el sueño mágico de ser funcionario y sabe exactamente cuándo llegará el siguiente puente. Donde en vez de pedir currículos contratamos a primos, yernos y barraganas. Llenamos de familiares la oficina y luego el riesgo de consanguineidad para la prole desaconseja el sexo entre compañeros. Una empresa sin promiscuidad es una necrópolis. Familiares. Cada vez que la policía detiene a un corrupto acaba trincando después a su cuñado, que era también su lugarteniente. Es lógico: si soy el director, en quién voy a confiar más que en Carlos, el hermano de Milagros. Todo esto es secular: es La historia interminable. La estupidez narcótica de los políticamente correctos nos asfixia como el avance de la Nada acosaba a Atreyu el valiente. La corrección política es una censura que impide pensar sacando los pies del tiesto. Intenta encadenarnos a su nueva ética de la ideología sin ideas y a su paraíso de la estulticia donde, cuanto antes te vuelves imbécil, antes ocupas un escaño. Nos ha hecho creer que competir es malo.
Los buenistas han devaluado tanto la idea de competición que algunos ayuntamientos anuncian carreras edulcurando la palabra con un oxímoron para que no los vituperen. Los carteles publicitan la expresión carrera no competitiva, chorrada equivalente a whisky sin alcohol o a celebrar una verbena de medianoche a las once de la mañana.
¿Carrera no competitiva? La primera definición oficial de carrera alude al acto de que un ser vivo corra durante un cierto trecho, incluso si lo hace por su cuenta. Perfecto. Carrera también puede ser el recorrido remunerado de un taxi, un conjunto de estudios universitarios o una línea de puntos que se han saltado en una media. Pero si no nos la cogemos con papel de fumar y tomamos otra definición, o si le preguntamos a la gente qué entiende cuando lee estas siete letras, obviamente carrera es para todo el mundo un enfrentamiento para dilucidar quién es el más rápido. Pero en el cerebro espongiforme de los políticamente correctos todos somos camaradas y nunca nos enfrentamos. Los carteles de carrera no competitiva generan una contradicción porque una carrera es precisamente una pugna, le pese a quien le pese. Un vecino me dice que “una carrera no competitiva es una mierda”. La expresión anuncia una contradictio in terminis y, lo que es más grave, un acto de estupidez colectiva. Hemos inventado las carreras no competitivas, pero si extrapolamos este avance a la empresa, conseguiremos hundirnos. Si lo aplicamos a la carrera de los espermatozoides, nos extinguiremos.
Competir no es bueno ni malo. Es biológico. Ya les digo que los espermatozoides no pasean. Si un político quiere organizar un acto lúdico de convivencia, amor y rastas, que no lo llame carrera. Como sugerencias alternativas sin ánimo exhaustivo, en español tenemos parada, desfile, romería, paseo, feria, cabalgata y caminito de Jerez.
Carreras
Hace un cuarto de siglo. Rompen los albores de los noventa y nuestro motociclismo mágico anuncia que sus gladiadores deslumbrarán un día al mundo. Hoy hay carrera internacional en un país fascinante, Portugal. Los españoles Nieto, Morante y Pérez Rubio dejan boquiabierto al público del circuito de Vila Real al arrancar con sus motos de competición de más de trescientos por hora…pero despacio. ¿Lo hacen porque son progres? No: para protestar contra una pista peligrosa en la que Ángel podría haberse matado. Cuando un piloto se salía al campo por error, Valentín Requena nos decía por la tele con su sorna incomparable “se ha dado un paseo por la agricultura”. Yo era un chaval, pero lo del paseo ya me llamaba más la atención que lo de la agricultura: los pilotos tampoco pasean.
Si te acostumbras a las sandeces, la niebla te impedirá pensar.
Más vida en @rafaelcerro
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