Que Soraya Sáenz de Santamaría se deja querer como posible candidata a la sucesión de Mariano Rajoy al frente del PP, es evidente. Y me parece legítimo y tiene todo el derecho a querer intentarlo. Las ambiciones no son malas y, sin ellas, pocas cosas se consiguen en la vida.
Lo que sucede, para desgracia de las mujeres, es que tener ambiciones, la mayoría de las veces, se interpreta en el sentido negativo de una lucha descarnada, mientras que en los hombres se visualiza de una forma más positiva.
Ayer, un grupo de periodistas estuvimos, yo calculé que casi una hora, hablando con la exvicepresidenta en un corrillo en los pasillos del Congreso. Mucho más relajada sin el peso del poder, Soraya aguantó estóicamente la presión y demostró inteligencia y buen humor para lidiar con la prensa, a la que en ningún momento le desveló sus intenciones, vamos, que no le dijo ni que sí ni que no, o sea, que se lo está pensando, por lo menos. Pero se sabía las reglas del proceso de sucesión de memoria y, si no, tenía al lado a su fiel José Luis Ayllón para recordárselo.
Otra cosa es que quiera dar el paso y provocar en el PP una lucha encarnizada. Yo no veo al partido en esa situación, entre otras cosas porque le haría mucho daño. “No nos vamos a matar, nos jugamos el Gobierno”, me aseguraba un exministro sobre la posibilidad de que este proceso rompa totalmente el partido y las posibilidades de recuperar el poder en dos años. Un partido roto y dividido aleja a los votantes que están volviendo al PP.
Yo no veo a Cospedal forzando una batalla en la cumbre, ella que ha defendido tanto al partido y ha dado la cara en los duros tiempos de Bárcenas. Más la veo aliándose con Feijóo, ayudando en la formación de un nuevo equipo y retirándose de la vida política o buscándose un destino fuera de España, Bruselas podría ser, y esperar a ver qué le depara el futuro.
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