Es curioso cómo cambian las costumbres. Y por supuesto, no digamos las tradiciones, pese a que deberían de ser las más inmutables. Éstas afectan a la forma de comportarse ante debidas personalidades, a cómo actuar en según qué actos, y por supuesto, de qué guisa ir vestido para la ocasión. ¡Gran frase hecha! La repito. «Vestido para la ocasión». Esta tontuna nos explicita mejor que cualquier manual de protocolo y buenas costumbres de los que don Alfonso Usía era tan proselitista, en qué consiste ir correctamente. Porque les aseguro que he intentado ir de campo con mi chaqué de Massimo Dutti, que me queda pintiparado, y mi chaleco cruzado de Pugil Store, y la verdad es que los faldones ayudan a no mojarte si estuviera la yerba pelín húmeda, pero al final tiendes a quitártelo para poner la chaqueta de manta culera, y queda hecha un guiñapo. Además, la camisa de puño doble no ayuda a no ser que uses los gemelos de abridor.
El protocolo español siempre ha sido el más copiado en el mundo, siendo estricto en cuanto permite la organización práctica de cualquier evento, y nadie queda expuesto a la equivocación… si lo sigue, claro. Si se lo salta uno, pues no hay protocolo que valga. Se tiende a confundir protocolo con boato y con pompa. Eso es lo que los británicos exhiben sin pudor cuando se ponen finos y lograr sobrevivir a una juventud por los balcones de Magaluf y Mallorca. Pero eso nada tiene que ver con lo que nos acontece. Pues todas estas reflexiones como Espía Mayor me han venido al caletre tras ver la ceremonia (?) de la promesa de los nuevos ministros del Reino.
Es un acto que, de sencillo, parece mentira que aparezcan tantos errores, para muchos estoy seguro que irrelevantes y anticuados. Pero, hombre, ¡más anticuada es la democracia! Que nos viene de hace 2.500 años tras su inicio conceptual con la oración fúnebre de un tal Pericles en Atenas. Y como todo, ha ido evolucionando, sin duda. ¿Tienen que evolucionar los modos y costumbres palaciegas o de Estado en estos tiempos? ¡Ya lo han hecho! Lejos están aquellos en que había que forzar incluso la mandatoria reverencia, como cuando tuvo que bajar Carlos I de España el dintel de los aposentos de la Torre de los Lujanes donde se encontraba el rey francés Francisco I, preso tras la batalla de Pavía, para que no tuviera más remedio que agacharse ante la presencia del Emperador. O tempora, o mores!
En cualquier caso, cualquier democracia, cualquier Estado, al margen de si sea república o monarquía, necesita su estética. Su formalidad. ¡Que se lo digan a cualquiera que haya estado en un acto de la muy laica y republicana Francia! O en los democráticos Estados Unidos, cuyos actos formales nada envidiarían a los del protocolo de la Casa de Austria. En este acto de jura o promesa del cargo, todo es muy sencillo. A medida que se van nombrando, el ministrable avanza hacia la Constitución abierta, como norma fundamental del Estado, y que se encuentra junto al Jefe del mismo, y al llegar a la altura de éste, ha de pararse, y hacer un leve saludo con la cabeza. Ninguna reverencia o genuflexión como dicen los orates. Tras la promesa, ídem a la vuelta. Sencillo.
¡Pues debían de tener las dos decenas de ministros y ministras algo de tortícolis, pues sólo a dos vi hacerlo debidamente! «¡Oiga, señor Santamarta, eso es una chorrada!» No le digo yo que no. Pero es una chorrada que va más allá de lo que parece. Se llama educación. Y cuando a la ya vicepresidenta Calvo, la vimos andar sobre la alfombra del sobrio Palacio de la Zarzuela encaminándose hacia el monarca, si llega a tener melena le suelta un sopapo con la guedeja al Rey que lo deja afeitado. Por supuesto para nada quiero meterme con la vestimenta de cada cuál, que había cada corbata de dudosa ponibilidad, aunque para esto los colores. Aunque si admitimos los trajes con pantalones de mallas del señor presidente del gobierno, ¡vamos a andarnos tiquismiquis con el buen gusto de un trozo de tela inaccesible de Hermés!
No creo que fuera esa la razón, el miedo a equivocarse o no con casi la única alegría que tenemos los hombres en moda, y saber combinarla con el pañuelo del bolsillo de la chaqueta, por la que el nuevo vicepresidente Iglesias y el ministro Garzón, prescindieran de ella. Ha quedado demostrado que, cuando quieren, no les aprieta el gaznate para ponerse una de lazo con un capitalista tuxedo, o el fálico símbolo de tela de los señoros más rancios. Como hemos visto en ceremonias creo que algo menos transcendentes como la de los premios de la cinematografía patria, y además, no para recoger galardón alguno, sino yendo de clac. Hay quien dice que nos hemos de congratular con lo guapérrimos que iban los citados. Hombre, ¡no creo que esperaran que aparecieran como si de un after se tratara! Y ya de paso, la promesa, en vez de declamada, la cantarán como si en la fase ebria de los cantos regionales se encontaran.
Pero cada cuál manda los mensajes como quiere. Haciendo un mohín al Rey, como hizo la ministra Irene Montero (o lo que fuera el presunto saludo preceptivo, repito, al Jefe del Estado). O llevando unas insignias con un triángulo rojo en la solapa como símbolo de la lucha antifascista, como si ir a poner el cartapacio que te ha tocado en un ministerio fuera digno de un maquis. Porque si hay algo que le gusta a quienes suelen ir dando lecciones incluso vistiendo, es el postureo. Aunque si se trata de los que consideras tuyos, entonces te rompes la columna como si fueras un japonés ante el emperador del sol naciente Hirohito. Porque has conseguido lo que quieres y entonces, ya te dedicas incluso a ser el regidor del plató de televisión que fue la Sala de Audiencias de la Zarzuela y, como hizo Pablo Iglesias, inicias un aplauso a ti mismo y a tus compañeros. En cualquier momento temí que empezaran a acompañar las palmas con un «¡sí-se-puede!» o con un «¡campeooones, oé!». Habida cuenta de que la ministra de Podemos, Yolanda Díaz, iba de blanco merengón, siempre se podía haber justificado por la Supercopa de España. ¡Ya puestos!
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