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Blogs Notas del Espía Mayor por Javier Santamarta del Pozo

¿Leyenda? ¿Qué Leyenda?

¿Leyenda? ¿Qué Leyenda?
El gacetillero don Jesús G. Calero, no perdiendo nota entre Elcano y Cortés, dibujo de Ricardo Sánchez.
Javier Santamarta del Pozo el

Andaba yo cual Espía Mayor dando al alba un paseo por el Patío de los Reyes sanlorentino, cuando alcancé a escuchar un inusual ruido de gente en la Lonja que da acceso a la misma. Cosa rara. Que ni es día de escuela y los arrapiezos no andan por ella dando patadas a los balones en su recreo, ni horas para que los venidos de Cipango anden con la Nikon en ristre tras una señorita con un banderín escasamente épico. Como no hay cosa mejor que la curiosidad para poder garabatear los cuadernos con que lleno estas notas, salí mirando hacia mi derecha a la entrada que da acceso al Real Colegio, y la verdad es que no pude más que sorprenderme por la gran cola de gente que se había formado frente a tal puerta.

Entré por la discreta puertezuela que los reverendos padres agustinos tienen a recaudo de entradas no deseadas, y pude comprobar como el Paraninfo del mencionado Colegio estaba todo preparado para acoger a esos cientos de personas que esperaban con el orden propio de los Viejos Tercios del Rey Planeta. De hecho, ¡juro por la fe de mis abuelos que llegué a ver un morrión y varias aspas de borgoña en la sala! Y eso que la cosa era de los tiempos del César Carlos, aún no Emperador de Alemania, pero sí rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algezira, de Gibraltar, de las Islas de Canaria, de las Indias islas y tierra firme del Mar Océano. De España dicen que no. Pero lo mismo es que todo eso lo era.

Cola frente al Real Colegio Alfonso XII en la Lonja

El caso es que aquello empezó a llenarse de un ávido público con ganas de saber de dos gestas de su tiempo: las de un hidalgo extremeño bachiller en leyes por Salamanca, llamado Hernando Cortés; y, las de un vascongado de Guetaria, un marino por nombre Juan Sebastián de Elcano. El primero, le acabaría echando en cara desde el estribo del pescante del carro donde viajaba un Emperador que no le reconocía, el abandono de quien le había dado poder sobre más reinos y gentes que sus padres y abuelos le dieron por herencia. El segundo, encumbrado a la gloria y a la fama, no le fueron bastante para quedar en ellas, y así acabó muriendo en esos mares que había surcado de este a oeste.

Como no era asunto baladí de lo que aquello iba, no me extrañó que ese teatro de más de 400 años se llenara también de políticos, que más y de diestra a siniestra tendrían que venir a estas cosas, que este empeño por nuestra Historia habría de estar por encima de banderías y de lodazales partidistas. La tarima se atestó de catedráticos, historiadores, divulgadores, y gacetilleros de la canallesca escrita (desde las tres primeras letras a lo que va de un país a un mundo), y hasta de la Nueva España ¡perdón!, de los Estados Unidos de México, viniera un representante a conquistar con su verbo a quienes habían sido sus conquistadores. Y luego sus hermanos.

Me aposté desde bien alto de la balconada que roza casi con el techo donde se encuentra otro de esos secretos de este Palacio Monasterio, como es uno de los cuadros pintados más grandes del mundo, y no me perdí palabra alguna. Aquello era digno de oírse y de verse. No fue de extrañar que, al concluir, el más de medio millar de asistentes que acudieron de todos los rincones de la Península, salieran más que encantados, y pensando del porqué se habla tanto de eso que quedó llamado como Leyenda Negra. Oídos los parlamentos de todas las Mesas, y hasta visionado una genial película que sobre Elcano han hecho una productora paisana guipuzcoana, la duda era general: ¿Leyenda? ¿Qué leyenda? ¡Historia! Historia y nada más.

Cuando regresé a mis aposentos, ya de noche cerrada, pasando por la Basílica junto a las esculturas doradas de Pompeo Leoni, me pareció ver que la de Carlos I sonreía. No era para menos.

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