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Blogs Notas del Espía Mayor por Javier Santamarta del Pozo

El horror… el horror…

El horror… el horror…
El miedo enmascarado, ilustración de Bego Blazquez.
Javier Santamarta del Pozo el

El miedo es muy sano. Yo aún diría más. El miedo ha salvado más vidas que el arrojo. Obvio. La temeridad, aunque sea por ignorancia, prevención, apocamiento o, simplemente, cobardía pura y dura, es sinónimo de supervivencia. Porque todos los que han visto una película de terror, saben bien que no hay cosa que proteja más que cubrirse, bien con la mantita en el el sofá, bien con el edredón por completo en la cama, para estar a salvo, tras ir apagando presuroso las luces del pasillo camino del dormitorio con la sensación en el vello del cogote de que algo está ahí. Detrás tuyo. Y espera su ocasión para matarte. El miedo es el sentimiento más humano. El que nos devuelve a nuestra época atávica irracional (pues nunca hemos dejado de serlo), en la que el rayo, el viento, las alimañas… nos sobrecogían. En que el crepitar de las mil patas de una escolopendra o la múltiple mirada de una araña, arraigaron fobias en nuestra amígdala cerebral.

Cuando, como Espía Mayor, recorro en solitario las luengas naves del palacio monasterio, donde las pisadas propias resuenan en seco eco devuelto en un silencio sobrecogedor, cualquier mínimo ruido te pone en guardia. La oscuridad ilumina nuestra imaginación con todas las posibles pavuras. Reales o no. Por eso la noche es oscura y alberga horrores. Por eso los cuentos para los niños no son amables. No quieren serlo. ¡Quieren dar miedo! Producir turbación en quienes los lean, para advertirles de que no siempre hay finales felices. Pero vino Disney y fue el remate de la evolución edulcorada de esas admoniciones en forma de fábulas, para los más jóvenes.

Caperu y el lobo justo en pleno tête-à-tête. Grabado de Gustavo Doré.

Por eso en la versión original de Caperucita Roja no hay leñador que la salve, sino un final que acaba con la protagonista desnuda en la cama siendo… digamos que comida por el lobo, previo atracón de abuela cruda. Por eso los niños no vuelven jamás a Hamelin. Por eso hay tormentos físicos en La Cenicienta, y necrofilia en La Bella Durmiente. Para recordarnos que el mal existe. Que está ahí. y que nadie está libre de ser víctima de ello. Pero hemos preferido acabar viviendo todos en ese mundo que es cascada de colores (de coloreeees), mágico mundo de colores… Y el puñetero mundo no lo es. Por eso nuestro viejo refranero, siempre sabio, decía aquello de que el miedo guarda la viña.

Y el miedo no ha guardado nuestra viña, nuestra sociedad, ante una pandemia a la que nos hemos tomado a chirigota, como aquel repelente pastorcillo que siempre gritaba ¡que viene el lobo, que viene el lobo…! hasta que su fina broma le costó que acabara llegando y ya no encontrara nadie que le ayudara. La Organización Mundial de la Salud (OMS) lleva jugando a eso desde hace décadas. Como cuando al final la gripe aviar no se llevó a los millones que predijo. El ébola al final donde mataba era a los negros de esa parte tan bonita que sale en Mogambo y donde escribir una memorias románticas al pie de las colinas de Ngong, y no a los blancos de nuestras mullidas sociedades avanzadas (a excepción del perro mártir Excálibur). Y cuando una extraña gripe se iba cargando chinos, éramos más graciosos que una cassette de Arévalo o que Eva Hache en el Club de la Comedia.

Cuando llegó a nuestras casas, nos salió el aquí no pasa nada y si pasa se le saluda. Y total, tampoco va a ser para tanto. Unos cuantos viejos a lo sumo. ¿Hacemos la manifa? ¡Enga! Pero nada de besos y tomad las VIP guantes higiénicos para soportar la pancarta. Morados, por supuesto. ¿Nos vamos a Vistalegre? Sí, que si los otros hacen la suya, nosotros a tremolar banderas de España entre estornudos. ¡Y vamos al fútbol! Y a misa a estrechar manos dándonos fraternalmente la paz. Porque hay normalidad. Todo es normal. Que lo han dicho los expertos (?). Además, siempre se mueren los otros. Hasta que empezaron a morirse los nuestros. Y, ¿saben? nos pasamos de festivos queriendo luchar en ese frente con canciones y con bailes de los pajaritos. Está muy bien llamar a Marta Sánchez a animar a las tropas para cantarles aquello de soldados del amor. Pero al menos un soldado sabe, o sabía, que estaba en una guerra y que podría morir.

Mascarillas repartidas en Cantabria, con un alegre mensaje y emoticono, cual Detente Bala de antaño.

Unos por no alarmar. Otros para alarmar para desgastar con la alarma a los que no quieren alarmar. Y todos no creyendo en la gravedad de lo que pasaba, les aseguro que si desde el primer momento se hubiera gestionado la crisis mediante el miedo, no salíamos a la calle ni los que teníamos perro. Hubiéramos sido capaces de ordeñarles la orina. Pero no. A por el pan todos los días, como si no se pudiera congelar. A por una cajetilla de tabaco, que por cartones cuesta más, y porque no se pueden pedir ya sueltos como antaño. Y de paso ya salimos a pecho descubierto. Total, no hay mascarillas. Esputen en el codo, que ya con eso…

El miedo, el terror, el horror… el horror… nos hubiera hecho responsables. Ver ciertas imágenes hasta hubiera ayudado. Pero eso era morboso. Aunque sí nos gusta poner las de esos desharrapados del Tercer Mundo o como se llame ahora. Ver con lastimica la de esos negritos famélicos, que nos ponen ciertas ONG para pedirnos dinero. O la de niños sirios ahogados sobre la playa como si estuvieran dormiditos, para recordarnos que hay gente muriendo en algún sitio. Pero aquí preferimos las palmas palmitas. Que está muy bien. Y ahí que estoy todos los días a las ocho de la tarde. Pero no sirve de nada si mientras tanto, muchas calles a veces son un jubileo de irresponsables, la gente no sabe si tiene que ir vestido de buzo o no al trabajo, o con lavarse las manos más que Pilatos, todo solucionado.

¡Cuántas vidas hubiera salvado el miedo! Ahora que tienen tiempo, lean precisamente la obra de un tal Gabriel Chevallier que se llama así, El miedo. O viajen al corazón de las tinieblas que prefieran. Pero sean conscientes. E intenten al menos ser como aquel Juan Sin Miedo de ese cuento que ya no se cuenta, buscando la razón por la que tenerlo. Hay una muy sencilla. Sobrevivir.

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Javier Santamarta del Pozo el

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