Después de la música, la segunda cosa mejor en esta vida es hablar sobre música. Para muchos de nosotros la pasión que nos mueve no consiste sino en ejercitar el saludable arte de hablar sobre lo que nos gusta.
No conozco a nadie que no le guste The Beatles. Si es así, como suele decirse en las sesiones de espiritismo, “que se manifieste”. Hay quien considera a Paul mejor persona que John; quien reivindica el carácter angélico del primero frente al diabólico del segundo; quien postula la bondad de George, sobre todo a partir de “My Sweet Lord” y su compromiso con los desastres cíclicos en Bangladesh; y hay hasta quien le diría a Ringo eso de “queremos un hijo tuyo”.
Hay fanáticos de The Beatles; hay hogares donde todos sus miembros se han educado sentimentalmente oyendo la discografía completa de The Beatles, hasta el punto de saberse cada anécdota del grupo como si hubieran sido programados para dar la respuesta adecuada. Un concurso televisivo -idea que podría materializar nuestro querido Narciso Ibáñez Serrador- sobre The Beatles, hoy en día, daría para más de un estudio, y sorprendería ver el increíble conocimiento beatleliano de niños y adolescentes que, de otra cosa no, pero de The Beatles, se lo saben todo. ¿Cuál era el nombre de la calle desde la que dieron su último concierto? ¿Y el número de la calle? ¿Quién produjo “Let It Be”? ¿Cómo se llamaba el primer hijo de John Lennon?… Estos maravillosos niños “programados” son los hijos de españolas y españoles que ahora tienen alrededor de cincuenta, pero que eran niños y jóvenes cuando se grabó en 1968 “Hey Jude”.
La historia es así, no hay que darle más vueltas, y Beatles no hay más que unos. Si hay que mandar una canción al espacio, ahí están The Beatles. Es lo primero que se piensa, en cuál sería la reacción de un marciano ante una canción como “Hey Jude”.
Paul sigue vivo. Tal vez algún día lo aclare del todo, aunque creo que él solo no puede hacerlo, aunque quisiera. “Hey Jude” viene a ser “el canto del cisne” del grupo. Una despedida de todo lo que habían sido hasta entonces, un himno a sí mismos y a sus seguidores mediante un fundido en la coda final que se expande cuatro minutos hacia el infinito. Siempre me he preguntado por el nombre de ese miembro de la orquesta que, beligerante, se negó a dar palmas y a cantar como los demás, y eso que según se cuenta habían duplicado a los músicos el salario por hacer tal favor. Hay, de ser cierto, gente para todo.
“Hey Jude”: es, por un lado, de una dulzura exquisita, con Paul al piano, como si atacara un rag de Scott Joplin -me viene a la mente “When I´m Sixty Four” del Sgt. Pepper sumado a los primeros segundos de una de las tomas de la grabación de “Hey Jude” en el estudio cuando Paul sitúa los dedos sobre el piano-. En el reverso, incisiva como un punzón. No hace falta haber leído a Jung para darse cuenta de que ahí había un doble juego.
No me atrevería a mencionar abiertamente los celos, ni citar para hablar de The Beatles a Calderón de la Barca, porque suena raro, pero la cosa tiene su miga: si Paul está pensando en Julian como interlocutor; si el interlocutor es John Lennon, su padre; si el subconsciente le está jugando una mala pasada a Paul, y está hablando de sí mismo. Sea como fuere, lo que es innegable es que la complicidad entre Lennon y McCartney y su grado de implicación mutua es la clave del milagro griego de The Beatles.
El apoteósico final prolongado en la coda es una terapia desbloqueante, una espada de Alejandro puesta por Paul en las manos de Julian, de Lennon, de sí mismo y de la humanidad entera, para hacer de la catarsis la cama elástica desde la que volar hacia una vida mejor. El final es reconciliatorio, de hermanamiento exaltado, como si The Beatles quisieran ser recordados en una pequeña iglesia de
Harlem cantando un gospel.
Cualquier canción supera su espacio-tiempo solamente cuando es capaz de entrar en cada una de nuestras historias personales. Porque el significado de una canción nace en el mismo momento en el que se difunde, nunca antes. Y se multiplica en una relación directamente proporcional al número de oyentes que pueda tener en el futuro. El significado de “Hey Jude” le da otra dimensión, pero no es lo más importante. Lo que más nos importa es la música y la emoción que transmite.
Como tantos otros, yo también caí bajo el embrujo de los cuatro fantásticos. No creo ser fanático de nada, tal vez del efecto de salpicar agua marina en una cervecería abriendo con intención la rugosa piel de un percebe. Pero mientras haya un solo seguidor fanático de The Beatles, todavía habrá una pequeña luz de esperanza en el planeta Tierra.
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