Cuando cruzábamos la calle para encargar piezas especiales a “Carmen”, todo era divertido. Carmen se había formado con un fantástico costurero en Madrid y de vuelta al sur dejaba en sus creaciones esa impronta maravillosa de las cosas bien hechas. Ahora se nota en general esa falta de elegancia por las calles, esa ausencia de manos expertas salvo en honrosos casos.
Carmen nos recibía en su casa como si fuera la nuestra. Me atrevo a decir que casi lo era. Mis hermanas y yo aprovechábamos para jugar con su hija, visitando los patios traseros y admirando la nueva ducha de teléfono que su madre acababa de instalar: una modernidad comparada con nuestras bañeras con alcachofa tipo mamut.
Los rollos de telas en el estudio de Carmen cubrían las paredes, clasificados por tipos y colocados verticalmente, aunque a menudo la exposición y el almacén no satisfacían las expectativas de mi madre o las de la propia Carmen y había que encargar otras nuevas.
Con todo ese sarao de niñas revoloteando alrededor de mesas, telas y oficialas, Carmen comenzaba a idear bikinis y pareos, prendas que a mi me parecían más bien enormes paños menores diseñados cuando menos para la estatua de la Libertad.
Llegado el momento de los vestidos importantes, recuerdo una tela oriental con dibujos microscópicos que acabó en kimono de gala con escote halter. La pieza sigue en casa. No sé si mi madre la llevó una vez o ninguna, pero lo que si se es que las tres hermanas la queríamos al unísono.
Las modistas de antes, en su mayoría mujeres, cubrían un rol que ahora se satisface con frecuencia en las grandes y pequeñas marcas de moda del amplio mercado existente, algo inimaginable en aquella época. Esas modistas de cabecera hicieron que varias generaciones de señoras españolas no tuviesen nada que envidiar a las extranjeras de más allá de los Pirineos, ni a ninguna de las elegidas en las listas de elegantes de la actualidad. Quizás sea el momento de volver a la costura con más frecuencia, siempre que se pueda.
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