Yo también añoro los años de juventud, pero si no te ficha la patrulla del tiempo no puedes viajar al pasado. Nunca más volveremos a tener cines de barrio ni videoclubes, sesiones triples y continuas, salas de reestreno y películas que duraban más de un año en cartel. Bueno o mejor, eso ya pasó. Almodóvar y Bayona tienen derecho a añorar sus infancias y David Trueba a escribir preciosos artículos sobre el consumo de películas sin ritual, pero les nubla la nostalgia. Álex de la Iglesia, por algún motivo, parece más inmune a este hermoso mal. Lo cierto es que vivimos el mejor de los tiempos, quizá no como actores, pero sí como espectadores.
Aprovechemos lo bueno que nos ha traído el «progreso», que en algunos casos es envidiable. Miramos con añoranza los ciclos de La 2 (el viejo UHF), maravillosos, pero si recordamos lo bueno y también lo malo de aquellos años convendremos en que veíamos cosas que los jóvenes no creerían. Ayer mismo mi hija pequeña me preguntaba si yo era de la prehistoria, porque carecía de mando a distancia y de tele en color, en esos años en los que era impensable buscar películas a la carta.
En los setenta veías en la tele títulos en blanco y negro que años después resultaban ser en (techni)color, cintas cortadas por la censura o la desidia, rollos cambiados de orden (hoy ya no saben ni lo que es eso), calidades de imagen inenarrables, con un sonido espantoso, jamás el original si la cosa venía de fuera. Cuando yo era muy pequeño llegamos a utilizar como antena una patata cruda con dos agujas de punto clavadas como banderillas para mejorar la señal. Imaginad el resultado.
Ahora sufrimos una sobreabundancia de basura y tonterías, «consumimos» materia audiovisual de forma a menudo ridícula, irrespetuosa, pero también podemos ver un ciclo en un solo día, en TCM, en Filmin, hasta en Youtube, en aparatos que antes no tenían ni los americanos. Ahora podemos acceder a cientos de títulos clásicos y modernos, a filmografías enteras, en cualquier idioma y con una resolución que a mi abuelo maeterno le habrían curado las cataratas de la impresión. Se muere Stanley Donen y, frente al homenaje de turno que antes agradecías a TVE, ahora puedes ver una docena de sus obras maestras en un solo lugar (Filmin), por cuatro duros. No aporta gran cosa quejarse porque no estén en Netflix, que existe para otras cosas, alguna también maravillosa.
Yo descubrí «Gilda» en una pantalla de cuatro o cinco pulgadas. Y me flipó. En «Cuando ruge la marabunta» intuías que las hormigas se fabricaban lanchas para sortear el agua y pese a todo la emoción te hacía zozobrar. Trueba hablaba, y no le faltaba razón, del rito perdido o en retirada de ir a una sala a oscuras. Ponía el mal ejemplo de «Cantando bajo la lluvia», justo una película que la mayoría no descubrimos en el cine (él nació 16 años después de su estreno, aunque la pudo ver en la Filmoteca o en alguna reposición) y no por ello se veía mitigada la emoción. Esto también se lo recordaba su colega De la Iglesia.
Podemos echar de menos esos años hasta hiperventilar, en resumen, pero la principal ventaja que tenían es que todos éramos más jóvenes.
Seamos justos, sin embargo, con el pasado. Antes se respetaban los títulos de crédito como no hace ahora ninguna televisión, ni siquiera, o menos que ninguna, las que pagamos entre todos. Y en los cines, excluida la fila de los mancos, por lo general se veía la película con respeto, se comía lo justo y se guardaba silencio, aunque estaba permitido aplaudir cuando llegaban los buenos al rescate. Cualquier cosa mejor que los puñeteros móviles.
Abrid los ojos. Nos podemos regocijar en la nostalgia lastimera. Los más afortunados podían ver varias películas a la semana, pero el catálogo de posibilidades que tiene hoy un chiquillo es de ciencia ficción. Solo hay que ayudarle a encontrar lo mejor, regalarle lo que en todo tiempo y lugar es siempre fundamental: educación.
Dejad de llorar por el cine. Peor es lo que ocurre con los periódicos, en ciudades sin quioscos ni lectores, e incluso sin noticias ni periodismo de verdad. Pero esa es otra historia.
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