Los ordenadores tienen un efecto perverso sobre el ajedrez. Se juega mejor que nunca, en buena medida gracias a ellos, pero han desnudado a los grandes maestros. Cualquier cretino puede ahora censurar una jugada del campeón del mundo, como en el fútbol. Y lo que es peor, con razón. Por eso son tan injustas algunas críticas. Nadie sabe bien las horas de trabajo y las toneladas de razonamiento que esconde la decisión más trivial sobre el tablero. Pero siendo todo eso cierto, Anand y Carlsen nos han robado dos partidas del Mundial de Ajedrez más esperado de las últimas décacas. Las cosas no pueden seguir así en Chennai.
Hay partidos de fútbol que transcurren como una novela de Thomas Mann (decía Borges que no lo aguantaban ni los alemanes y no lo vamos a contradecir aquí), pero en cuanto alguien desequilibra el marcador, los 22 jugadores se ponen a correr como locos y el espectáculo, menos puro o perfecto si quieres, mejora de forma incomparable. Los campeonatos del mundo de ajedrez ya no son lo que eran. Ahora el título se resuelve en doce asaltos, un suspiro. Anand y Carlsen han exhalado dos, sin más provecho que el viejo tanteo. Ellos sabrán.
Ni siquiera está claro a quién favorece acercarse a la última curva igualados. El campeón ya no conserva el derecho de pernada del empate. Podría pensar que las rápidas para romperlo aún le favorecen, pese a su edad. O que el aspirante acusará los nervios en el tramo final. El noruego, por su parte, quizá vaya algo sobrado, tanto como para inaugurar con un simple movimiento de caballo la oportunidad de su corta vida, con una L de novato al volante.
Todo es posible, porque lo que se juegan es mucho, pero como no cambie el espectáculo pronto, la expectación se volverá en contra de sus autores. Quiero pensar que ambos sabían que yo estaría de viaje y me han esperado antes de dedicarnos a todos diez obras maestras de la forma de lucha más inteligente que ha inventado el hombre (o los extraterrestres, si hacemos caso al presidente de la FIDE).
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